mércores, 5 de maio de 2010

Los inéditos del general Rojo



JOSÉ ANDRÉS ROJO
DOMINGO - 02-05-2010

Los papeles del general Rojo se pueden consultar en el Archivo Histórico Militar, en Madrid. El material que hay reunido allí es tan abundante, y no siempre está organizado con orden y rigor, que de tanto en tanto aparece una sorpresa. Es lo que le ocurrió a Jorge Martínez Reverte cuando investigaba para su libro El arte de matar. Uno de sus ayudantes de documentación, Mario Martínez Zauner, encontró un largo texto titulado Historia de la guerra de España, firmado por el militar republicano.

Son alrededor de 600 folios, que se inician con la narración de los preparativos del golpe y que se ocupan de los primeros meses de la contienda, de la defensa de Madrid, y que terminan, de una manera menos lineal y más dispersa, tratando distintos episodios que tuvieron lugar entre abril de 1937 y abril de 1938. En esta última parte, Rojo cuenta su relación con Negrín, Prieto y Azaña, explica los desafíos que puso en marcha como jefe del Estado Mayor Central del ejército republicano, analiza la respuesta que ese organismo propuso ante el bombardeo de la escuadra alemana a Almería y, entre otros temas, aborda el apoyo de la Iglesia a Franco, la crisis de mayo de 1937 en Barcelona, la situación del Consejo de Aragón o la relación con los soviéticos, que desmenuza desde una perspectiva poco habitual.


Extracto del manuscrito. Cómo llegó la noticia de la rebelión de 1936 al Ministerio de Guerra y por qué el entonces comandante Rojo fue leal:

En las últimas horas de aquella tarde, al regresar a mi despacho del Estado Mayor Central, donde prestaba servicios como ayudante de campo del general Avilés, me crucé en uno de los pasillos del Ministerio de la Guerra con mi compañero y amigo F. V. Se detuvo ante mí un tanto agitado, nervioso, diciéndome:

-¿Conoces la noticia?

-¿A qué te refieres?

-A la sublevación.

-¿Quién se ha sublevado? ¿Dónde?

-Unidades del Tercio y Regulares. En Melilla. Acaba de llegar un telegrama. Lo han dicho en la sala de ayudantes. Es todo lo que sé. ¿No sabe nada tu general?

-Nada me ha dicho. Le dejé hace media hora en el despacho de L. y ahora iba a ver si quiere algo antes de marcharme.

-Estamos en momentos de desconcierto y hay que tener cuidado con las noticias y rumores que ruedan de boca en boca.

Yo era uno de los desconcertados. Sospechaba, como otros muchos jefes, que había una trama de conspiración, pero ignoraba totalmente su contextura. En los pocos días que llevaba prestando servicio con el general, a quien no había tratado personalmente hasta ser nombrado su ayudante, me había demostrado confianza y afecto, ambos en un plano más protocolario que emotivo; y aunque confidencialmente supe por otros conductos que mi predecesor en el cargo (el comandante xxx) (1) había cesado por sospecha de que estaba en relación con algunos de los militares que conspiraban fuera del EMC, el general en ninguna ocasión me habló del asunto, ni me hizo insinuación alguna tendente a conocer mi pensamiento en relación con supuestas o posibles conspiraciones. La obligación a que estaba vinculado de seguirle lealmente en sus determinaciones era cosa que no me ofrecía duda.

Reflexionaba sobre las derivaciones que el suceso pudiera tener. Pensaba que si el general estaba complicado y nada me había dicho sería para tener más libertad de acción, prescindiendo de mí, cuyo parecer en orden a un acto de rebelión desconocía; y que si el general no estaba complicado, afrontaría los hechos con sentido de responsabilidad en razón del alto puesto que ocupaba, y yo no podía hacer otra cosa que obedecerle y colaborar lealmente. Ésa era la clara síntesis de mis reflexiones, pese a la abrumadora inquietud hija de la incertidumbre... ¿qué iba a suceder? ¿Quiénes eran los complicados? ¿Qué se proponían? De los innumerables chismes, noticias que se dejan caer, hipótesis, nombres, etcétera, recogidos casualmente, ¿cuáles podían ser ciertos y cuáles falsos? Realmente yo nada concreto sabía porque mis obligaciones oficiales y privadas sólo excepcionalmente me dejaban tiempo para acudir a tertulias de adictos o de opositores. No tenía contactos políticos de ninguna especie y ni siquiera me había hecho presente en el Círculo Militar. Tenía amigos en todos los planos de la jerarquía militar y de todas las tendencias, y si realmente estaba persuadido de que social y políticamente vivíamos un desbarajuste extraordinario, también lo estaba de que las culpas de cuanto sucedía no estaban sólo en las conductas de los que perturbaban el orden, sino principalmente en los que provocaban el desorden, movidos por intereses o egoísmos más o menos inconfesables o inmorales fuera del campo castrense. En verdad, el desequilibrio social en que nos debatíamos tenía muchas raíces, pero ante el hecho consumado no había tiempo para rememorarlas.

Para quien no está metido en estos berenjenales resulta difícil conocer la tramoya, y quienes lo están suelen crear la perspectiva a su gusto particular que muestre -muchas veces ficticiamente- lo que a ellos les agrada. A mí, en aquellos momentos, la situación se me aparecía extraordinariamente confusa y se estrellaban mis afanes de saber el volumen que podía tener la rebelión y la conducta y propósitos de los rebeldes. (...) Permanecimos acuartelados en el Ministerio. Charlamos poco. El tema no podía ser otro que la consideración de los caracteres que pudiera tener el acontecimiento subversivo. El EMC no actuaba como organismo rector.

Toda la actividad frente a la subversión, por el carácter eminentemente político que tenía, se tradujo en actividades de ese género centralizadas en el despacho del Ministerio, desde donde, por entendimiento directo con las autoridades regionales, se trataba de conocer la magnitud del suceso, la actitud de las guarniciones y las reacciones locales que iba motivando.

En realidad, el día 18 fue de extrema confusión y de mínima perturbación subversiva en Madrid, donde la Dirección de Seguridad comprobaba que se estaban concentrando elementos sospechosos en el cuartel de la Montaña, sabiéndose que el general Fanjul, vestido de paisano, había llegado al mismo. Sin duda, el Gobierno no quería provocar hechos de violencia, mientras no hubiera motivos de desconfianza de los jefes que ejercían el mando de unidad de la Guardia Civil y Asalto y formaciones de Milicias apostadas en las inmediaciones, mientras éstas no acusaran una actitud de rebeldía. Y esto sucedió cuando los jefes de las unidades encerradas en el cuartel de la Montaña se resistieron a las órdenes emanadas del Ministerio y en una de las unidades de Campamento aparecieron los primeros brotes de subversión.

Los dirigentes de los partidos políticos reunidos en el Ministerio de la Guerra estimaron que el Gobierno no procedió con la obligada energía y provocaron la crisis, que fue inmediatamente resuelta por el presidente de la República encomendando la formación de Gobierno al Sr. Martínez Barrio; pero cuando ya estaban designados los ministros y algunos asumiendo las funciones de urgencia antes de prestar juramento, cundió en el pueblo la noticia de que se intentaba pactar con los rebeldes.

Estimaban los (¿exaltados?), dirigentes y dirigidos, que por la índole de las personas que integraban el nuevo Gobierno y por la personalidad del jefe designado podían inclinarse al pacto con los sublevados, con riesgo para la supervivencia del régimen político y de previsibles represalias que pudieran sobrevenir si el poder pasaba a las fuerzas de derechas. Se produjeron manifestaciones populares y se reclamó la constitución de un Gobierno fuerte dispuesto a defender a toda costa el poder legalmente ganado por la coalición política de izquierdas.

El resultado fue que sin que aquel Gobierno de Martínez Barrio hubiera llegado a constituirse se nombrase otro presidido por el Sr. Giral, en el que figuraba como ministro de la Guerra el general Castelló, gobernador militar de Badajoz, que desde el primer momento había demostrado su lealtad al Gobierno manteniendo la guarnición de aquella plaza (...). La declaración de hacer frente a la sublevación fue terminante, siendo su primera determinación (la de Giral), no obstante la oposición de algunos dirigentes políticos, la de armar al pueblo como éste reclamaba, para poder contrarrestar la acción de fuerza de los elementos ya declarados en rebeldía y de las unidades de dudosa lealtad que pudieran secundarlas.

Inmediatamente se constituyeron, armadas bajo la responsabilidad de los partidos políticos y de las sindicales, diversas unidades de Milicias que se apostaron unas frente a los cuarteles cuya actitud se estimaba dudosa y otras en los accesos a Madrid desde Campamento y los cantones de Alcalá y Vicálvaro. Había sido nombrado ministro de Guerra el general Castelló y le (¿representaba?) hasta su incorporación desde Badajoz el general Miaja. La acción rectora la había asumido la (Subsecretaría del Ministerio).

(...) La jornada del domingo 19 transcurrió sin novedad y pudimos permanecer en nuestros domicilios. Por la mañana aún se dijo misa en la mayor parte de las iglesias de Madrid. El cuartel de la Montaña simplemente se mantenía vigilado por fuerzas de la Guardia Civil y Asalto y formaciones de Milicias apostadas en las inmediaciones. El comando de la división y la mayor parte de las unidades de Madrid y sus cantones se mantenía leal al Gobierno, salvo los encerrados en el cuartel de la Montaña y una parte de las unidades de Campamento. Las tropas se mantenían acuarteladas y solamente en Guadalajara y Toledo se había proclamado el estado de guerra y había choques con el elemento popular opuesto a la rebelión.

(...) Con [los jefes leales, el Gobierno] formó el primer Gabinete Militar, que trabajaba a las órdenes directas del ministro y del propio presidente. De él formaban parte los generales Asensio, Miaja y (¿?) (2) el teniente coronel Hernández Sarabia, el comandante Menéndez, el capitán Núñez Mazas y otros. En tal ambiente militar había surgido uno de los fantasmas más demoledores de la unidad y la moral castrenses: la desconfianza. Los que estuvieran implicados en la rebelión, si no les había llegado el momento de actuar, nada querían hacer y decir que pudiera descubrirles; los que no lo estaban porque ignorábamos qué clase de conducta iban a observar quienes dirigían los sucesos sólo podíamos esperar que éstos mostrasen sus caracteres para reaccionar según nuestra conciencia militar nos dictase para afrontar el cumplimiento del deber. La magnitud del problema, aun dentro de la confusión reinante, hacía evidente que el destino de España estaba en peligro. Pero el mejor destino de la patria, el más justo, el más noble, el más digno, ¿se lograría por el camino de la rebelión o por el de la defensa de la Ley? ¿Por el imperio de la fuerza o el de la razón? ¿Por el respeto de la voluntad nacional, aunque se manifestara alocadamente a través de la acción de un pueblo en armas, o por el acatamiento de mandatos que no eran compartidos por ninguno de los jefes naturales que legalmente ejercían sobre nosotros su autoridad?

No era momento de dejarse llevar por corazonadas; no había tiempo para discutir ni motivos para ampararse en el ejemplo de ajenas conductas o a la sombra de un presunto vencedor. Importaba solamente la verdad de España, sin zarandajas ni convencionalismos. La duda, terrible duda, estaba planteada en toda su crudeza, como jamás se nos había planteado; y yo la resolví bien o mal, pero radicalmente, categóricamente y hasta con cierta repugnancia, porque no me agradaban muchas cosas que veía en torno mío (y lo grave aún no había comenzado); y la resolví manteniéndome fiel a lo único que en aquellos aciagos momentos me dictaba mi estrecho concepto del honor: el cumplimiento del juramento que había prestado de defender la patria, defendiendo la Ley y las autoridades legítimamente constituidas, con estricta obediencia a mis jefes naturales. Nada podía torcer esa resolución.

Yo no había prometido a nadie nada que pudiera apartarme de ese camino. Yo no tenía vínculos de ninguna especie con partidos ni jefes políticos, ni había convivido en ambientes masónicos, o libertarios, o aristocráticos, o religiosos, o socialistas. Tenía, naturalmente, mis convicciones y creencias, y la más firme de todas, la que ha gobernado y gobierna inflexiblemente mi vida, la del deber militar, en el que me eduqué desde los ocho años. Había jurado cumplirlo y lo cumpliría, aunque me viera sumido en un caos.

Este concepto del deber evidentemente no concuerda con el expresado por el caudillo de la rebelión (Francisco Franco) en su discurso del 19-IV-38, en el que dijo: "Hay que sustituir el viejo concepto de la "obligación", fríamente llevado a las instituciones demoliberales, por el más exacto y riguroso del "deber", que es servicio, abnegación y heroísmo, no impuesto por el imperio coercitivo de la Ley, sino acatado con la adhesión libre y voluntaria de la conciencia cuando nuestros sentimientos están impregnados de las más puras esencias espirituales. Imponían las Constituciones la "obligación" de defender la patria con las armas. De nada nos habría servido ese concepto formalista en esta magna ocasión si nuestra juventud, consciente conmigo de la anchura de la empresa que nos cabía el honor de realizar, no se hubiera entregado a ella con el alma henchida de espíritu de sacrificio y con el ímpetu que no se pone en el cumplimiento de los reglamentos, sino en las obras colectivas que pasan a la Historia con el estigma sagrado de la virtud (...).

Ese sentido del deber ha de ser profesado de un modo singular por las clases altas que son depositarias de la tradición, y con las intelectuales con alma y pensamiento españoles, sin los cuales el movimiento carecería de rumbos doctrinales, y por los obreros, a quienes el proteccionismo del Estado impone compensaciones de disciplina y servicio".

Porque adopté aquella resolución, cuando en la tarde de aquel día 20 o del 21 (no lo recuerdo con precisión) mientras paseaba con otros compañeros por los pasillos del EMC, adonde ya no habían acudido los generales ni habían dejado orden alguna directa ni indirecta, se me acercó uno de los jefes que prestaban servicio en el EM del ministro, insinuándome con cierto aire de duda, como si tuviera poca confianza en la respuesta que de mí deseaba, si tendría inconveniente en bajar a formar parte de aquel EM, pues entre los jefes que allí había se había dado mi nombre, le respondí que en cuanto me dieran una orden por escrito del ministro me presentaría inmediatamente para desempeñar la función militar que me correspondiese.

A los 15 minutos de aquella respuesta, la orden estaba en mi poder e inmediatamente me incorporé para prestar servicio como oficial de EM en la Secc. II del EM del Ministro de la Guerra, siendo mi jefe inmediato en dicha sección el comandante Estrada. Así se encauzó mi actividad profesional en el proceso de la guerra.

(1) Aquí el autor añade una nota manuscrita: "no citarlo". (2) Ilegible en el original.

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