mércores, 30 de xuño de 2010

Tres vidas bajo el niqab


El debate del velo integral. Cuatro localidades catalanas han vetado el uso de estas prendas que algunas mujeres defienden. Zohra, Fátima y Saleha explican sus motivos para vestir el velo integral. Las tres mujeres aseguran que se lo quitan para identificarse cuando es necesario

MAGDA BANDERA EL VENDRELL (TARRAGONA) 20/06/2010

Lo flipo. En todo el año pasado, mi madre sólo se puso una cosa de negro. Le gusta ir de colores", explica Kautar, de 10 años, con los ojos fijos en las fotos que repasa en el ordenador. Es hija de Zohra Nia, una de las tres mujeres que lleva niqab en El Vendrell, un municipio de Tarragona de 35.000 habitantes que el pasado 11 de junio votó a favor de prohibir su uso en instalaciones municipales. "Busco fotos de castells [castillos humanos]. Mis hermanos y yo estamos en el grupo de mi pueblo. Yo soy la anxaneta, la que saluda desde arriba. Una vez, mientras subía, todos temblaban y me pidieron que bajara, pero dije que no y que no. Y lo conseguí. Después dijeron: ¡Qué narices tienes! Eres una campeona'".

Zohra sonríe al escuchar a la niña. Le da miedo que suba tan alto, pero "se lo pasa muy bien y así se integra", dice. Está sentada en el salón de su casa, con ropas cómodas y el rostro descubierto. A pesar de llevar siete años en España, el castellano de esta marroquí de 38 años no es fluido y prefiere que su amiga Hanane traduzca.

Las dos mujeres acaban de volver de pasear. Es mediodía y se les ha hecho tarde. Por eso, Abdel, de 16 años, ha decidido hacer la comida: "Aprendí a cocinar porque a veces venía tarde de balonmano y no había nada. Y pensaba: ¡Joder, con el hambre que tengo!". Sara, la mayor de los cuatro hermanos, confirma que lo hace bien. Tiene 18 años y cubre su cabello con hiyab desde los 15.

Tan pronto como Zohra supo que El Vendrell se planteaba la prohibición, decidió explicar por qué cubre su rostro ante la presencia de un hombre que no es de su familia o para salir a la calle: "Dicen que es un símbolo de esclavitud y que quienes lo llevamos estamos sometidas, pero el velo no se puede imponer. En mi familia nadie lo usa, pero a mí me gustó desde niña y me lo puse a los 18 años. Para mi marido fue una sorpresa, pero si le gusté con hiyab también tenía que gustarle con niqab. Es cosa mía, mi modo de vivir mi fe".

Hanane se va tras insistir en la necesidad de dejar de hablar del niqab y trabajar por la convivencia. "Hay miedo a lo desconocido y es lógico, como también lo es que se prohíba el niqab en los espacios municipales. Zohra no tendrá problemas, porque siempre se ha descubierto para identificarse cuando ha ido al centro cívico o al ayuntamiento. Otra cosa sería prohibirlo en la calle. Entonces no saldría", dice. Y sería una pena, porque le encanta ir a ver castells y animar a su hijo cuando tiene partido.

De repente, Doua, de 6 años, aparece en el salón con una cámara de plástico. Juega a grabar a la familia. "Es que ahora mi madre es famosa", dice Abdel. Sin embargo, algunos vecinos aseguran que nunca la han visto y parecen incómodos al hablar de ella. Todo lo contrario que a la propietaria de la frutería de su calle, que la llama por su nombre.

Zohra quiere demostrar que ha elegido libremente usar el niqab. "Han ido a preguntarle a mi marido a la mezquita y él les ha dicho que me pregunten a mí, que para eso soy la que lo lleva. Entiende mi lucha", argumenta. Ahora son sus hijos quienes se alternan en la traducción. Zohra sonríe ante los comentarios sobre su collar azul, de cuentas de plástico gigantes. Combinan con el estampado de su falda. Y con el de su blusa, aunque ambos no tienen nada que ver entre sí y le dan un aire de zíngara. "Me encantan los colores. Por eso intento modernizar el niqab. También busco ropas que dejen ver que soy una mujer y que no llevo nada oculto. Entiendo que la gente pueda tener miedo si no saben qué hay debajo del velo, pero nunca he tenido problemas", añade.

Finalmente, llega el pan y Sara presume de que lo ha hecho su madre en el horno que tienen en la terraza: "Las baguettes se han puesto muy caras". El padre, herrero de profesión, tiene poca faena últimamente. "La crisis...", suspiran. La joven intentará echar una mano pronto. En septiembre empezará un curso de puericultura y luego buscará trabajo o estudiará enfermería.

El pan se convierte en cubierto en las manos de Abdel. "A mis amigos de castells les he enseñado a comer así. Los invitamos a la fiesta del cordero", recuerda. Su madre remarca que a la familia le encanta "que vaya gente a casa, hermanos musulmanes y hermanos que no lo sean".

Vuelve a decirlo al día siguiente, cuando el fotógrafo va a retratarla. Pero entonces su aspecto es totalmente distinto. Cuesta recordar el rostro de la mujer de risa fácil que sólo unas horas antes prometía apuntarse a un curso de español para comunicarse mejor.

Zohra ha preparado té y dulces caseros. Además, ha envuelto dos panes para sus invitados. Aún están calientes. Antes de despedirse, pregunta: "¿Hoy no te quedas a comer? He cocinado yo".

Unos ojos tras la cortina

La única mujer que lleva velo integral en Cunit vive cerca de la playa de esta localidad turística de Tarragona, de 13.000 habitantes, y suele vérsela en el parque con sus hijos. Sin embargo, en el ayuntamiento, que votará el día 28 una moción para prohibir su uso, ni siquiera saben si usa burka o niqab. "Sólo sé que va toda de negro y que incluso lleva guantes", explica un técnico. Sí conoce las razones por las cuales la senadora y alcaldesa, Judith Alberich (PSC), decidió impulsar la moción. "Más allá de la realidad que exista ahora mismo, rechazamos el burka porque atenta contra la igualdad de las mujeres", repite.

Lo mismo opina Remei Dorado, una estudiante de Derecho de 20 años que lee en una terraza. "No se trata de prohibir su uso por un problema de seguridad ciudadana, sino de visibilidad de la mujer musulmana", argumenta. A continuación, señala la calle donde vive: "No se relaciona con nadie. No abrirá la puerta".

Poco después de llamar al telefonillo, aparecen unos ojos envueltos en las cortinas de una ventana. Al cabo de unos segundos, asoma la cabeza de un hombre. "Mi mujer no entiende el idioma", aclara, y se ofrece como traductor.

Fátima, marroquí de 26 años y tres hijos, oculta su rostro y silueta bajo un niqab negro desde que se casó, hace ocho años. La razón la explica su marido: "Una mujer buena y joven está más tranquila tapada cuando va por la calle y hay mezcla de hombres y mujeres, así no la molestan. Con la médica y en el ayuntamiento sí se lo quita para que la identifiquen", asegura. Y aprovecha para preguntar si también se prohibirá llevarlo en la calle. Está "preocupado".

También tiene respuesta para explicar por qué Fátima no habla una palabra de castellano. "En casa sólo usamos el árabe y no tiene tiempo para ir a cursos. Los niños dan mucho trabajo, pero el mayor va a enseñarle el idioma. La médica siempre insiste en que tiene que aprender", dice. Fátima sonríe. Apenas ha susurrado un par de monosílabos durante toda la conversación. En casa, viste ropas frescas y claras. Sobre el cabello, un pañuelo.

¿Entonces con quién se relaciona? "Con sus amigas marroquíes y con la familia, tenemos parientes cerca. Sale mucho. Cuando se queda tres días en casa, se pone nerviosa", cuenta. Mientras, su hijo menor juega en las escaleras. "¿Ves? Dan mucho trabajo", dice el padre.

Cabeza de familia

La mayor parte de los bares de Campclar, un barrio en las afueras de Tarragona, están llenos exclusivamente de hombres el jueves por la tarde. Es muy probable que siempre sea así, porque en algunos de ellos ni siquiera hay baño de mujeres. Beben té a la menta, y juegan al parchís y a las damas, pero la mayoría ve el partido del Mundial entre Nigeria y Grecia. Cuando marca Kalu Uche todos los marroquíes gritan: "¡África, África!".

Sentadas en una de las plazas que separan los edificios pintados de azul, un grupo de gitanas jóvenes opina sobre el niqab de su vecina. "Da miedo verla tan negra, y con este calor", dice una. Otra le hace un guiño y en tono guasón se ofrece a ir a buscarla "con un cuchillo de 50 centímetros, que el barrio es peligroso". Ya en serio, afirma que debería descubrir su rostro, "porque los tiempos han cambiado. Además, así se verá si tiene moratones". En seguida se autocorrige y pide que la respeten: "Estas cosas no se pueden obligar. Las mujeres tradicionales necesitan su tiempo".

Saleha abre la puerta con gestos lentos y media sonrisa. Su rostro, redondo y pálido, es similar al de su hija mayor. Pronto salen al rellano su sobrino veinteañero, que está de visita, y otro de los tres hijos de esta marroquí de 31 años, que llegó a España hace 12.

Su castellano es precario, pero entiende las preguntas e indica a su sobrino qué debe traducir: "Que no digan que mi marido me obliga a ponerme el niqab. Empecé a usarlo por voluntad propia cuatro años después de casarme y soy viuda desde hace cinco. A mí no me manda nadie". ¿Sus razones? "Por motivos religiosos y para ir más tranquila por la calle. A veces noto que cuchichean a mis espaldas. Pero me da igual. Yo hago mi vida".

Y no es fácil. Le cuesta mantener a toda la familia con la pensión de viudedad. El padre murió en un accidente laboral. "Era albañil", explica la niña. El sobrino sigue en segundo plano. Al preguntarle si cree que está aumentando la islamofobia, encoge los hombros con una sonrisa.

Las protagonistas

Zohra
38 años. Marroquí nacida en Tánger y residente en El Vendrell. Casada con cuatro hijos.

"El velo no se puede imponer. En mi familia nadie lo usa, pero a mí me gustó desde niña y me lo puse a los 18 años. Es mi modo de vivir la fe. Para mi marido fue una sorpresa. Intento modernizarlo, que sea de colores y que se note que debajo hay una mujer".

Fátima
26 años. Marroquí residente en Cunit. Casada con tres hijos. Habla su marido.

"Una mujer buena y joven está más tranquila tapada cuando va por la calle y hay mezcla de hombres y mujeres, así no la molestan. Delante de la médica y en el ayuntamiento sí se quita el velo para que la identifiquen"

Saleha
31 años. Marroquí residente en las afueras de Tarragona. Viuda con tres hijos.

"Que no digan que me obliga mi marido. Empecé a usar el niqab cuatro años después de casarme y soy viuda desde hace cinco. A mí no me manda nadie. Lo llevo por motivos religiosos y para sentirme más tranquila. No me importa que la gente cuchichee"

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