domingo, 4 de setembro de 2011

Cuando viajar no es un placer


El relato de los periplos de Martha Gellhorn recupera el desencanto de la periodista que fue mujer de Hemingway - Nicole Kidman la interpretará en la pantalla
CARLES GELI - Barcelona - 11/08/2011
"Chinches aplastadas en las paredes, subiendo por las camas de madera, emergiendo del suelo de madera. Las chinches huelen, aparte de las picaduras". ¿Quién ha dicho que viajar es un placer? Para la periodista y escritora estadounidense Martha Gellhorn (1908-1998), muchas veces no lo fue, quizá porque tentó demasiado a la suerte: viajó a 53 países distintos, vivió en siete y tuvo 11 casas permanentes a lo largo de su vida. Y eso que muchas veces la misión era apasionante: hacer reportajes sobre la guerra chino-japonesa; buscar los estragos de los submarinos alemanes en las islas del Caribe durante la II Guerra Mundial, hacer un safari de placer cruzando África de Oeste a Este... En cualquier caso, en cinco ocasiones fue un verdadero infierno. Y así es el título del libro que recoge esas epopeyas por vez primera en castellano: Cinco viajes al infierno (Altaïr). O, en sus palabras: "Mis mejores viajes horribles".
El de las chinches fue uno de principios de 1941 que hizo por encargo de la revista Collier's para contar la guerra chino-japonesa. Gellhorn lo hizo con Ernest Hemingway, desde un año antes su marido y que aparece como C. R. (compañero reciente). "Fue un viaje superhorroroso y le engatusé", admite, sabiendo de la total aversión hacia Oriente del autor de Por quién doblan las campanas. A lo mejor, la referencia aparecerá en Hemingway and Gellhorn, telefilme que la HBO ultima estas semanas, bajo la dirección de Philip Kaufman (La insoportable levedad del ser) y en la que Clive Owen será el escritor y Nicole Kidman, Gellhorn.
De Kidman cabe esperar la capacidad para plasmar la doble personalidad de Gellhorn. Era capaz de vomitar cada vez que oía a un chino aspirarse los mocos o escupir y de atemorizarse ante una rebelión de cucarachas. Pero también de darse una paliza de centenares de kilómetros pilotando un jeep sin descanso porque su guía no sabe manejar o de detectar la presencia de un león demasiado cerca y mantener la cabeza fría.
La causticidad, consigo misma y con su entorno, es la mejor arma de una mujer que admite: "No me gusta ningún lugar de forma permanente". En China cogerá una brutal infección en sus manos típica de la zona; en una de las islas del Caribe, un mosquito le transmitirá la fiebre delirante del dengue; en África, no parará de vomitar desde el primer día. Pero la acidez de su sentido del humor es impagable. Llevada con maestría, es su mejor arma y hace del viaje del lector, por contraposición, un verdadero placer. "Seguíamos volando a ciegas entre las nubes, pero pensé que sería de mala educación mencionarlo", apunta cuando cruza de noche, en un avión destartalado donde el piloto saca la mano por la ventanilla para comprobar altura y temperatura, las líneas enemigas japonesas. En África, un joven de la Embajada estadounidense es "de una palidez física y mental extrema"; cansada y asqueada, toma un somnífero que se traga con una cerveza: "La intención era desmayarme lo antes posible".
La ironía, las más de las veces, es amarga. Recuperados a partir de las notas o las cartas que en su momento envió a su madre, los cinco relatos están elaborados entre 1975 y 1977, cuando ya hace una quincena de años que Gellhorn está desencantada de la vida y del oficio. Ha estado -y perdido- en la Guerra Civil española; la II Guerra Mundial, la de Vietnam... La ilusión del periodismo se ha apagado. "La gente está más dispuesta a tragarse una mentira que la verdad... Ya he dejado de ser periodista; como todos los ciudadanos particulares, no tengo más trayectoria que defender que la mía", escribirá en 1959 en el prólogo de su libro El rostro de la guerra.
Esa mirada influye en el recuerdo de estos viajes. Se impone una crudeza clarividente. Hablar de democracia en según qué países africanos en enero de 1962 y ante el proceso de independentismo es, para ella, una farsa: "El uso de la palabra democracia aquí responde a nuestra pasión por el autoengaño. El presidente es el superjefe". Exhausta y enferma, se ve como "una hormiga cansada y solitaria en este continente". La climatología no ayuda. "El calor ha empezado a tener el poder del ruido... Uno se infla, como si se hubiera tragado el calor", escribe con un estilo envidiable, en el que en algún momento resuenan automatismos de Hemingway y aflora una acidez digna de Capote.
Pero a pesar de un ataque de moscas tsé-tsé, y de pasar las siempre "terriblemente largas noches" huyendo del continente con novelas policiacas, aunque se había llevado también a Tolstoi y Jane Austen, se emociona cuando ve a los animales salvajes en libertad y llora el último día cuando abandona África, adonde volverá a vivir años después.
No, no hay referencias eruditas cruzadas con otros viajeros ilustres. Ni el regusto de la misión cumplida. La suya es la visión consciente de que "los turistas son una plaga de langostas que traen oro", de que en muchas ocasiones no hay nada como la comodidad de casa, pero también de que a la felicidad -"cuando cuerpo y mente se regocijan absolutamente unidos"- se llega muchas veces viajando. "No hay nada mejor para la autoestima que la supervivencia". Y más cuando se ha regresado cinco veces del infierno.

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