mércores, 23 de novembro de 2011

Camino a Guantánamo


Por: David Alandete | 14 de noviembre de 2011
Esta semana visitaré la Base Naval de Guantánamo, en Cuba, donde se reanudaron la semana pasada los juicios militares. Creo que no puede haber un aniversario más significativo para visitar esas instalaciones. Se cumplieron ayer 10 años del día en que el presidente George W. Bush firmó un oscuro decreto cuya magnitud no se apreció entonces de forma inmediata, aún humeantes los escombros de las Torres Gemelas en Nueva York. Con los años, sin embargo, ese decreto crecería en importancia, con efectos muy reales, hasta dar lugar a uno de los mayores problemas actuales de Estados Unidos: una cárcel en la que aun permanecen encerrados 171 sospechosos de terrorismo, a la mayoría de los cuales no se ha acusado formalmente de nada, y a los que Washington no sabe exactamente cómo juzgar. 
Decía Bush en aquella orden: “Para proteger a EE UU y a sus ciudadanos, y para el desarrollo adecuado de las operaciones militares y la prevención de ataques terroristas, es necesario que las personas sujetas a esta norma, en virtud de su artículo número dos, sean detenidas, y, cuando lo sean, sean juzgadas por violaciones de las leyes de guerra y otras normas aplicables por comisiones militares”. 
El decreto perfilaría la política antiterrorista norteamericana durante la próxima década. EE UU perseguiría a tantos integrantes de Al Qaeda como pudiera, en refugios que abarcarían desde el cuerno de África hasta el sureste asiático. A esos supuestos terroristas se les juzgaría en tribunales militares, por considerarles enemigos combatientes. No les aplicaría los Convenios de Ginebra, que protegen los derechos básicos de los prisioneros de guerra. La pena máxima sería la de muerte, sin posibilidad de apelación. Y probablemente se prohibiría a los presos la posibilidad de contar con un abogado defensor de elección propia.
Posteriormente, el Tribunal Supremo norteamericano declararía ilegales muchas de esas provisiones. Pero hasta que aquel momento llegó, en 2006, la administración de Bush se empleó a fondo en detener y encarcelar a tantos sospechosos de terrorismo como le fue posible. El enemigo ya no era alguien que hubiera atacado a EE UU: era alguien que podía llegar a hacerlo. Y en el frente afgano, Norteamérica encontró a muchos de aquellos posibles terroristas a los que andaba buscando. El problema era: ¿dónde colocarlos hasta que les llegara la hora de ser juzgados?
El 28 de diciembre de 2001, en rueda de prensa, el entonces Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld dio la solución:
Pregunta: Señor secretario, ¿está en sus planes usar la bahía de Guantánamo como un lugar para retener a los detenidos y, posiblemente, para albergar los tribunales militares?
Respuesta: Estamos planeando retener a los detenidos allí. No hemos decidido nada sobre celebrar allí los juicios. (...) Yo caracterizaría la Bahía de Guantánamo, en Cuba, como la mejor entre las opciones que tenemos. Tiene desventajas, como ustedes sugieren. Sin embargo, esas desventajas parecen ser modestas en relación con las alternativas existentes.
La base de Guantánamo es parte de un terreno de unos 116 kilómetros cuadrados, en Cuba, que pertenecía a España, y que quedó perdido muy pronto en la guerra de 1898 contra EE UU. El gobierno independiente cubano, liderado por Tomás Estrada Palma, alquiló el área a EE UU, entonces potencia aliada. El precio se estableció por el equivalente actual de unos 3.000 euros al año. El contrato sólo se podría romper de mutuo acuerdo, o si el Pentágono abandonaba la base militar. Desde la llegada de Fidel Castro al poder, en 1959, y con la ruptura de relaciones diplomáticas, La Habana sólo ha cobrado el cheque de alquiler en una ocasión.
Tras poner Guantánamo en el mapa diplomático internacional, Rumsfeld volvió a comparecer ante los medios el 11 de enero de 2002. La prisión ya estaba preparada, dentro de la base naval. Recibió el nombre provisional de Camp X Ray. “Hemos trasladado allí a los combatientes ilícitos”, dijo. En unos días, las primeras fotos de los presos en Guantánamo, que acompañan esta entrada, darían la vuelta al mundo: hombres maniatados, vestidos con monos de color naranja, arrodillados, encapuchados algunos, cubiertos con gafas oscuras otros, metidos en jaulas, al aire libre. 
Tal fue la indignación entre los aliados de EE UU, que Rumsfeld se vio obligado a volver a comparecer en el Pentágono dos semanas después, para declarar: “No he encontrado ni un ápice de información que sugiera que alguien ha sido tratado allí de un modo que no sea humano... Y que no quepa duda alguna: el tratamiento de los detenidos en la Bahía de Guantánamo es el adecuado. Es humano, es apropiado, y es plenamente compatible con las convenciones internacionales. Ningún detenido ha sido dañado. Ningún detenido ha sido maltratado de ninguna manera."
A tenor de los documentos publicados por EL PAÍS en abril, obtenidos por la página de revelación de secretos Wikileaks, o Rumsfeld no conocía el significado de la expresión “trato humano”, o no decía la verdad. A los presos se los intimidaba, se los agredía, se los sometía a situaciones psicológicas y físicas extremas, con el único objetivo de que se quebraran y confesaran. Que confesaran lo que fuera, pero que confesaran algo que permitiera mantenerlos allí. Tan grande sería el problema de Guantánamo, que, una década después, un presidente como Barack Obama, que prometió cerrar la cárcel, no sabe cómo hacerlo

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