xoves, 5 de abril de 2012

La vida al borde del hambre


Una crisis alimentaria se cierne sobre 16 millones de personas en el Sahel
Antes de que la viera un médico, a Zara Suleiman, de dos años, le sacaron los dientes y le extirparon las amígdalas porque vomitaba, tenía fiebre, diarrea y tos. Tampoco funcionó que al pequeño Koubra, de tres meses, le quemaran con un hierro candente y una punta de algodón en el pecho cuando empezó a tener problemas para respirar. Muchos otros padres en las zonas remotas de Chad acuden a los remedios tradicionales para sanar algo que no siempre son capaces de identificar. La malnutrición no es una enfermedad tan evidente, ni siquiera en este lugar. Como 16 millones de personas a lo largo de siete países de la franja del Sahel, los habitantes de Mao están en riesgo de padecer los efectos de una crisis alimentaria, según la FAO. Están al borde del hambre, en el paso anterior a la emergencia.
Zara llama la atención entre el resto de los niños que están en el centro nutricional de Unicef de Mao. Está sentada en una alfombra en el patio y tiene las manos vendadas para evitar que se arranque la aparatosa sonda que conecta su nariz con el estómago. Por ahora, es el único recurso para alimentarla. No reacciona a los gestos, ni levanta la mirada al oír su nombre. Padece malnutrición severa aguda. Eso significa que, de no haber recibido tratamiento, es probable que hubiera muerto en poco tiempo. Unicef calcula que unos 127.000 niños en Chad se enfrentarán a la misma situación si no se hace nada, y más de un millón en todo el Sahel.
Lo primero que se ve al llegar a Mao es una enorme esfera plateada que se eleva sobre las casas de adobe. El tráfico de las calles de arena, donde se hunden los pies hasta el tobillo, consiste en burros transportando ladrillos y bultos, algún camión rebosante de hombres con turbante y camellos. Hay 44 grados. Por las tardes, el polvo que se respira durante todo el día empieza a ascender y crea una cortina brumosa que envuelve y emborrona la capital de la región de Kanem, en el centro-oeste de Chad, en el cinturón del Sahel que atraviesa el país.
Esa bola metálica gigante con aspecto de OVNI permanente es un depósito de agua, el único que hay en la ciudad de 18.000 habitantes. Lleva dos meses en los que apenas bombea por una avería eléctrica, así que solo quedan los pozos. Para los agricultores de esta zona, empieza a ser más sencillo predecir que se va a repetir una crisis —la última fue en 2010— que la lluvia. “En la época de mi abuelo no había estos problemas”, compara un agricultor de 50 años. El cambio climático ha descabalado la época de siembra y de recogida. Y entre esas dos estaciones se lo juegan todo. En Chad, este año hay un déficit de cereal del 30%, según la FAO, y esa es la base de la alimentación. Casi se han agotado las reservas que tenían.
Un mercado medieval debía ser muy parecido al de Mao, donde las moscas y los burros de carga trasiegan en las callejuelas abarrotadas de gente y de puestos de tomates secos, zanahorias, cereales y alguno de jabón y cosméticos chinos. Se ve poca carne y nada de pescado. Aquí está Musa André, de 40 años. Es conductor y va consiguiendo contratos para llevar y traer mercancía en su furgoneta. Pertenece a algo similar a la clase acomodada de la ciudad y sin embargo tiene que dedicar el 75% de sus ingresos, unos 75 euros al mes, solo a comer. “Antes podía comprar lo básico en sacos para guardarlo. Pero el arroz casi ha doblado su precio, así que compro lo que necesito cada día, poco a poco”, explica. “Por culpa de la sequía todo viene de fuera y es más caro. El kilo de mijo vale tres veces más”. De su salario viven sus ocho hijos, sus cuatro hermanos pequeños, sus dos esposas y él. 15 personas. Con todo, André quiere tener más hijos. “¡Dios es grande!”, exclama sonriendo.
Sin salida al mar y rodeado de vecinos conflictivos —Níger, Libia, Sudán, República Centroafricana—, Chad tiene ahora cierta estabilidad política, tras una sucesión de guerras, invasiones y dictaduras. Idriss Déby, cuyo retrato saluda al recién llegado al destartalado aeropuerto de Yamena y se repite en los edificios de la capital, es el presidente de uno de los países más corruptos del mundo. Llegó al poder en 1990 tras derrocar a su antecesor y ahí sigue, aunque celebra elecciones desde 1996 y las gana por holgadas mayorías. Pese a que el país produce petróleo, las estadísticas describen los parámetros estructurales del desastre: La esperanza de vida es de 49 años. El 62% de sus 11,5 millones de habitantes son extremadamente pobres. La tasa de alfabetización es del 34%.
Aún en estas condiciones, para muchos, Chad es todavía el lugar al que volver para los cerca de 90.000 chadianos que habían emigrado a Libia para trabajar y que la guerra ha obligado a retornar. Ahora regresan a un país azotado por la escasez, y se ha agravado la necesidad de los que recibían sus remesas. Zeneba Usman, de 25 años, ha acudido con el pequeño Gukoni, de 13 meses, a recibir de Unicef el alimento terapéutico que su hijo necesita. Tiene otros dos niños y está embarazada. Cuando se casó, se fue a vivir a Zouara, en Libia. Allí ha pasado los últimos diez años. “Cuando empezó la guerra, decidimos quedarnos. Había tiroteos por las noches. Pero un día vino mi vecina a casa y me dijo que si no nos íbamos al día siguiente, toda la familia estaría en riesgo”. Muchos emigrantes subsaharianos vieron cómo, durante la revolución, se convertían en sospechosos de ser mercenarios y de apoyar al régimen de Gadafi. Hace seis meses que regresaron. Su marido, que en Libia era jardinero, lleva sin trabajar desde entonces.
De vuelta al centro de nutrición, Zara, de dos años, ha mejorado mucho. Solo ha pasado un día y es capaz de comer por sí misma. Lo hace como si aullara, pero ahora Zara ya es capaz de llorar.

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