xoves, 31 de maio de 2012

El talento me salvó en Mauthausen


Un boxeador, un dibujante y un zapatero. Tres oficios distintos para tres hombres parecidos
Unidos, 70 años atrás, por un objetivo: sobrevivir en los campos de exterminio nazis
Gracias a su astucia, captaron el interés de los crueles oficiales alemanes y lograron salvarse
Segundo Espallargas, alias 'Paulino',
consiguió el favor de los nazis gracias a los combates que estos organizaban.
En la imagen, un retrato de finales de los cuarenta. / SEGUNDO ESPALLARGAS
Son tres supervivientes, que hoy viven en Francia, de entre los más de 10.000 españoles que fueron deportados a los campos de concentración y de los pocos que hoy quedan para contarlo. En sus casas, en sus salones, recuerdan aquellos aciagos días y nos muestran sus recuerdos: fotografías antiguas, documentos y textos.
Segundo Espallargas –alias Paulino– fue boxeador en el campo de Mauthausen. Trabajaba duramente en la cantera y en comandos de carga y descarga de material pesado. Pero los fines de semana su vida cambiaba radical y peligrosamente. Los nazis montaban un cuadrilátero y Paulino debía boxear en un salvaje ring. Luchar y ganar o morir gaseado. Su garra le llevó a permanecer imbatido. Así salvó su vida. Hoy, a sus 92 años, reside en las afueras de París.
Manuel Alfonso Ortells es dibujante. Compartió barracón, también en Mauthausen, con otros españoles, de entre los cuales recuerda a Eduardo Muñoz, Lalo, gran amigo de Picasso. Le salvó la vida entrar a trabajar en la oficina para la construcción del campo y hacer algún dibujo pornográfico a cambio de una ración de comida. Con 94 años, vive en Burdeos. Allí guarda su tesoro: una carpeta repleta de dibujos realizados con papel de los planos del campo.
Francisco Bernal era zapatero de profesión. Tener buenas manos para el calzado y hacer botas de buena calidad y resistencia le valió la benevolencia de los kapos (presos convertidos en jefes de barracón o servicio) y SS de Mauthausen y Ebensee, dos de los campos donde estuvo preso. Ingenioso, luchador y solidario, recuerda situaciones inverosímiles. Tiene 93 años y vive en París.
Los tres tienen mucho en común. Son nonagenarios, viudos y además poseen una gran energía y positividad como parte de su propia esencia. Conversar con ellos implica impregnarse de recuerdos trágicos de la deportación nazi, pero también ofrecen una perspectiva artística, con dosis de humor, ironía e incluso risotadas burlonas. Jamás regresaron a España para vivir.
Fueron muchos los presos de los campos: figuras políticas, intelectuales, militares, resistentes o civiles, entre muchos otros anónimos. También sufrieron futbolistas, boxeadores, dibujantes, pintores, cantantes, escritores y fotógrafos, entre otros oficios y profesiones. De entre los nombres que han recordado los mismos entrevistados habría que citar, por ejemplo, al boxeador de peso pluma Lorenzo Vitrià, el grafista Ramon Milà, el tenor Juan Vilató, el futbolista Saturnino Navazo o el fotógrafo Francisco Boix, promotor de la sustracción de las fotografías que sirvieron de testimonio de las matanzas.
Segundo Espallargas
El boxeador imbatido: Le llamaban Paulino. Alto, fuerte; su misión era ganar. Hoy, 70 años después, al entrar en su confortable salón, le vemos descansando en una butaca. Como un resorte, abre los ojos. Está debilitado y muy sordo, pero todavía puede percibirse su complexión fuerte, brazos largos, manos grandes. Sus cabellos blancos le confieren cierto aire angelical, al que habría que añadir una suave sonrisa permanente.
Carmen, su hija mayor, y Nassima, su cuidadora, a la que adora, nos abren las puertas de la casa, donde el sol irrumpe con fuerza por las ventanas y puertas de un salón con numerosas fotografías de Espallargas, un dibujo a lápiz de dos hombres en combate y una pintura muy colorista con el rostro amoratado de un boxeador delante de un muro con un nombre: Mauthausen. El cuerpo de Espallargas está cansado, pero su voz, aunque se agota pronto, sigue resonando fuerte. Medio en español, idioma algo olvidado con el paso de los años, medio en francés, su lengua adoptiva, resume sonriente y reiteradamente: “Ser boxeador me salvó en el campo. Yo me llamo Segundo, pero fue el comandante de Mauthausen el que me dio el nombre de Paulino porque admiraba mucho a un español que boxeaba en Alemania. Era muy bueno, se llamaba Paulino Uzcudun, campeón de España y de Europa en peso pesado. Y claro, me llamó así cuando vio a un chico como yo, que tenía apenas 18 años, todo un chaval que boxeaba y ganaba siempre, ¡siempre!”, ríe y grita divertido. “¡Sí, sí, ganaba siempre! La simpatía se multiplicó hacia el resto de los comandantes del campo, hacia el chef de barraca, hacia los otros prisioneros, a todos…”, añade.
Segundo Espallargas Castro nació un 3 de enero de 1920 en Albalate del Arzobispo, en la provincia de Teruel. Su nacimiento fue tan peculiar como espectacular: pesaba 7,5 kilos, algo sumamente excepcional como cuenta su hija, pues venía gente desde lejos para ver al bebé y a su madre. Desde muy joven fue inscrito en cursos de gimnasia, y pronto, gracias a su complexión atlética, se iniciaría en el mundo del boxeo, llegando a combatir en la categoría de peso pesado.
Su familia se dedicaba a la producción de aceite de oliva a gran escala desde dos generaciones atrás y llegó a regentar varias fábricas en la región. Su padre quiso que se ocupara de los camiones de la empresa, por lo que se convertiría en aprendiz de mecánico con menos de 13 años. Pero estalló la Guerra Civil y con solo 16 años quiso alistarse en el Ejército, llegando a ser teniente de la 162ª Brigada Mixta del Ejército Popular Republicano. Su padre fue prisionero en España durante cinco años, y un hermano, fusilado. Al finalizar la guerra, se exilió a Francia, pero poco después comenzó la II Guerra Mundial y fue conducido a un campo de internamiento francés. Cuando Francia entró en guerra contra Alemania, Espallargas entró en la 28ª Compañía de Trabajadores Extranjeros junto con otros españoles, trabajando a menudo en primera línea para la construcción de fortificaciones. Pronto sería hecho prisionero en la zona de los Vosges, comenzando así un largo periplo por los stalags alemanes (campos de prisioneros de guerra); finalmente, fue conducido a Mauthausen en enero de 1941, donde también estuvo preso su tío.
Hoy aún resuena en su cabeza el sonido del ring construido dentro de Mauthausen por el comandante del campo, quien disfrutaba viendo batirse a los prisioneros: “¡Montad el ring y llamad a Paulino!’, gritaba Franz Ziereis, el comandante, cuando llegaba el fin de semana. Él ordenaba y así se hacía. Yo iba y luchaba… Los SS apostaban por mí. Yo ganaba, y eso me permitió vivir”.
De combate en combate, a medida que iba venciendo, los prisioneros lo admiraban, los combatientes le temían y los alemanes le respetaban. Pero a diario debía trabajar duramente como todos los demás deportados. Primero cargó piedras de casi 40 kilos en la cantera de granito del campo, algo que recuerda con absoluta nitidez por lo mal que vivió durante ese tiempo: “Mi estancia en la cantera fue terrible, cada día veía morir a muchos hombres, de cansancio, mordidos por los perros, a palos, aquello era un matadero… Lo peor era el conocido ‘muro del paracaidista’: desde arriba, los SS lanzaban a los judíos y otros deportados, que caían al precipicio y se estrellaban abajo, en la cantera, donde estábamos nosotros subiendo piedras. Horrible. Había que calcular por dónde podían caer y evitarlos…”.
Tras largos meses en este lugar, fue reclutado por un kapo para trabajar en un kommando (grupo de trabajo) de carga y descarga de mercancías pesadas en la estación de Panof. Segundo Espallargas cargaba todo tipo de materiales, especialmente piedra, ladrillos y granito, por lo que quienes allí trabajaban debían estar fornidos para sobrevivir. Finalmente le permitieron pasar a las cocinas, donde debía poner carbón en las calderas, en el subsuelo.
Paulino medía algo más de 1,80 y era un hombre musculado. Cuenta que con el paso del tiempo, y a raíz de sus combates imbatidos, llegó a tener el supremo privilegio de escoger a algunos de sus adversarios. Era un hombre atrevido: quería luchar contra los kapos más crueles con los españoles, pegarles lo más fuerte posible y vengar así a los compañeros condenados.
Nuestro boxeador aún recuerda a sus amigos del campo. Allí conoció a Georges Gardebois, apodado Kiki, púgil y campeón francés, nacido en París en 1907 y deportado a Mauthausen en abril de 1944. También a Michel Riquet, miembro de la Compañía de Jesús, arrestado por la Gestapo en 1944 por participar en la Resistencia. Fue conducido a Mauthausen y, después, deportado a Dachau. Tras la liberación, impartió conferencias en la Notre Dame de París y se mantuvo muy activo en la divulgación de lo ocurrido.
Tras la liberación del campo, el 5 de mayo de 1945, Segundo Espallargas siguió boxeando profesionalmente en Francia como Paulino en categoría de peso pesado.
El retorno no fue fácil; para nadie. Pero el carácter afable y abierto de Paulino le permitió compaginar el boxeo con su otra profesión de mecánico electricista. Así se le abrieron las puertas del mundo laboral en Francia. Residió en París, Pau y Troyes, donde conoció a su esposa, y tuvo cinco hijos.
“Yo siempre he tenido una salud de oro, pero ahora…, bromea, mientras se acerca su enfermera para tomarle la tensión arterial. Luego nos mira a los que estamos en la sala, sonríe y concluye: Tengo una tensión baja, muy buena, de niño, como siempre he sido, un buen chico…”.
Manuel Alfonso Ortells
Hacer planos y dibujos pornográficos: Nacido en 1918, este nonagenario ofrece desde las primeras conversaciones por teléfono la impresión de un hombre inquieto con muchas ganas de contar su experiencia en los campos nazis. Está en silla de ruedas, pero se levanta para abrirnos la puerta de su domicilio de Burdeos. Lleva boina, grandes gafas de leer y una muleta a la que se agarra fuertemente.
Manuel Alfonso Ortells posee un espíritu positivo incluso al recordar los acontecimientos más trágicos. Es generoso, divertido, nervioso, tal como transmite en su libro autobiográfico De Barcelona a Mauthausen. Diez años de mi vida, que me firma con una bonita grafía. Lo escribió en 1984, como él dice, de memoria y sin haber leído apenas las experiencias de otros deportados. Antes de conseguir un editor, hizo 60 ejemplares de forma artesanal, a base de fotocopias, para sus hijos, amigos y archivos; todos eran diferentes. Durante la entrevista va comentando las fotografías, dibujos y pinturas de su carpeta, algunos realizados en el propio campo de Mauthausen.
Desde niño le apasionaban las imágenes de la revista TBO, por lo que estudió dibujo en la escuela de cerámica de Onda (Castellón). Al estallar la Guerra Civil se alistó voluntario en la mítica Columna Durruti, estuvo en el frente de Aragón; a los pocos meses fue nombrado sargento y en una contienda fue ametrallado cerca de la frontera. Logró escapar hasta Francia, donde pisaría diversos campos franceses y se enrolaría en compañías de trabajadores extranjeros. En uno de ellos, en Septfonts, consiguió comprar clandestinamente, si así puede decirse, un lápiz, un cuaderno para dibujo y papel de escribir para enviar cartas a su madre. Esos fueron entonces sus tesoros más queridos.
Los bombardeos se intensificaron, París cayó en junio de 1940 y Pétain firmó el armisticio con Alemania. Ortells fue capturado por el Ejército alemán en St. Dié (Vosges) y trasladado al Stalag XI B, donde dibujó una copia a lápiz de una fotografía de su madre, la misma que consiguió esconder en el campo de Mauthausen burlando la vigilancia nazi y que muestra ahora con orgullo en su casa.
“Cuando llegamos en tren éramos muchos, unos 800, ¡y no sabían qué hacer con todos nosotros! Nos pusieron en una barraca con todas las pertenencias. Aproveché y escondí cosas, lápices, papel, fotos, el dibujo del retrato de mi madre, todo rápido, rápido… en el colchón. No nos registraron hasta el día siguiente, cosa muy rara. Ese dibujo estuvo conmigo hasta la liberación, escondido como se podía, debajo de las axilas durante la inspección de barracones…”.
El dibujo le salvó la vida, repite constantemente. Su afición a dibujar y a firmar con un pequeño pájaro, símbolo de sus ansias de libertad, fue decisiva para que le apodaran El Pajarito. Con su astucia, se fue ganando poco a poco la confianza de sus superiores, llegando a realizar caricaturas de sus compañeros y postales de Navidad, y a lograr en alguna ocasión una ración extra de comida a cambio de dibujos pornográficos.
Durante unos cinco meses trabajó hasta el límite de sus fuerzas en el comando Strassenbau, dedicado a la construcción de la carretera de Mauthausen. Hambre, trabajo y frío, mucho frío, en invierno. De repente, en mayo de 1941, le reclamaron en el baubüro, la oficina de los ingenieros y arquitectos donde se hacían los planos para la construcción del campo. Le hicieron una prueba, la superó y allí trabajó hasta el día de la liberación. “Había presos arquitectos que eran polacos, checos, yugoslavos, belgas, algún francés; el kapo era alemán, y había cuatro españoles: Muñoz, artista y pintor valenciano; Pérez, joven madrileño delineante, y otros dos que eran ordenanzas de los SS. Incluso vi alguna vez por allí durante cierto tiempo a un buen pintor judío ruso, Smolianoff, que fue el grabador que falsificó, por cuenta de los nazis, papel moneda inglés”. En el campo también conoció a Otto Peltzer, atleta alemán ganador de los 800 metros en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1932. Estaba preso en Mauthausen por ser homosexual e ir contra la ideología nazi.
A continuación extrae una postal pintada por el gran pintor Eduardo Muñoz, Lalo, del que dice: “Él era el maestro y yo el aprendiz. Era muy buen hombre y muy amigo mío. En el baubüro él era el artista y yo el delineante”. Aquel dibujo caricaturizado estaba dedicado a Ortells y lo representaba como un gran pájaro encima de una higuera atado con una bola de preso. Según Muñoz, la higuera significaba que estaba en la Luna.
Pronto presenció otro acontecimiento que le impactaría y que reflejaría en uno de sus dibujos más crudos y coloridos. En la cantera, unos judíos holandeses están subiendo los 186 escalones aupando una camilla con sus compañeros muertos y ensangrentados. “Yo vi a este equipo de presos que dibujé trasladando a sus muertos con los brazos colgando y las escaleras con rastros de sangre de otros que también murieron”.
Lo dice mientras enseña su dibujo Solidaridad, en el que refleja la ayuda de un deportado con traje de rayas a otro preso sin fuerzas para sostenerse en pie. La Federación Española de Deportados e Internados Políticos (FEDIP), creada en 1945 y disuelta hacia el año 2000, llegó a estampar dicho dibujo en formato de sello de correos.
Tras la liberación, Ortells se instaló en Burdeos; no pudo dedicarse profesionalmente al dibujo, pero algunos sirvieron para ilustrar libros. Conoció a su esposa, Natividad Eguiluz, con la que se casó en 1949 y tuvo descendencia. Antes de cerrar su álbum de recuerdos, Ortells extrae un último dibujo, el que se hizo a sí mismo en Burdeos. Sentado encima de una tortuga como transporte, sigue una flecha que indica el camino a España. Riendo explica: “Claro, me dibujé a mí mismo así, como quien no tenía prisa alguna para regresar, a paso de tortuga”.
Francisco Bernal
El Zapatero apodado 'Gandhi': Nació en 1919, pero lo declararon en junio de 1920. Aprendió el oficio de zapatero en su Zaragoza natal; era bueno, muy bueno como él mismo ratifica, y, sobre todo, muy ingenioso. Esto fue lo que le salvó la vida en los campos. Así lo cuenta en su casa de París, con una gorra que nunca se quita.
Su padre, de Garrapinillos (Zaragoza), campesino de remolacha y más tarde albañil, era un hombre estricto para mantener la disciplina en una casa con 10 integrantes en la familia, abuela incluida. Fue allí donde Bernal aprendió a trabajar los zapatos durante más de tres años y medio.
Tras algunos lapsus de memoria, tiempo y vivencias durante una conversación que dura horas, lo que Bernal recuerda mejor es a partir de su arresto, en junio de 1940, en Francia, donde se había exiliado. Fue conducido al Stalag VII A de Moosburg, donde permaneció 14 meses y trabajó en la zapatería: “Había bastantes polacos, que nos tenían manía y decían de los españoles: ‘Ateo, caput’. Yo les decía que había hecho la primera comunión, igual que ellos…”.
En este stalag captó la atención de los SS al hacer funcionar a la perfección una herramienta para trabajar y lijar las suelas de botas y zapatos. Los alemanes tenían una máquina de este tipo, pero solo él sabía manejarla. Así se ganó el respeto de los SS.
En septiembre de 1941, Bernal y muchos presos más fueron subidos a un tren de ganado maloliente bajo la consigna de que los trasladaban a Francia. “Nos engañaron. El viaje duró 35 horas. Un compañero que miraba a través de la pequeña rendija del vagón dijo: ‘Me parece que, en vez del paraíso terrenal, vamos al infierno porque nos esperan los SS con una calavera en la solapa de los uniformes y llevan cuatro perros lobos”. Los recibió Bachmayer, el jefe del campo. “Cuando llegamos los primeros españoles, dijeron: ‘Los abogados, que levanten la mano…’. Nadie. ‘Los bélicos, que levanten la mano…’. Uno. ‘Médicos…’. Alguno. ‘Y ahora, albañiles y carpinteros…’. Casi todos. ‘¡Pero quién es esta gente que me han traído aquí!’. Delante de la masa proletaria, estaba muy cabreado”.
Para levantar la moral en Mauthausen, Bachmayer permitió que los presos que tuvieran aún fuerzas disfrutaran, solo los domingos por la tarde, de tiempo destinado al ocio, si es que así puede denominarse. Representaciones teatrales, fútbol, boxeo y música. Los SS solo querían diversión. Defraudarles significaría la muerte inmediata. Para el teatro utilizaron el barracón que servía de cine a los nazis. Fue en 1942 cuando Bernal propuso representar una corrida de toros. Así la recuerda: “A mí me dieron el papel de inglés, quizá por lo alto y delgado. Me vistieron como tal: me sentía muy raro, con pantalones arremangados, un sombrero de caza y una cámara de cartón… Yo tenía que tirarme al ruedo y hacer como que filmaba. Con una bicicleta y una manta simularon el toro con los cuernos. La obra tuvo éxito; los alemanes se rieron mucho”. Por su físico, a Francisco le apodaron Gandhi.
Tras Mauthausen, Bernal estuvo en el campo de Redl-Zipf y, finalmente, en 1943, en Ebensee, ubicado a unos 90 kilómetros al sur de Linz, en Austria; un lugar que acogió un enorme complejo industrial subterráneo donde se fabricaron armas y municiones. También fue planta de montaje del conocido Messerschmitt ME 262, el primer avión de combate a reacción. Allí murieron 9.000 hombres de un total de casi 20.000 que trabajaron en pésimas condiciones a 30 grados bajo cero y mal alimentados. “El invierno en Ebensee era muy frío. Los presos iban a los túneles y trabajaban muy duro sin apenas comida. Los que estábamos entonces fuera de las obras, como yo, que era el zapatero del campo, el relojero y pocos más, repartíamos las sopas de mediodía, un pan para varios y un poco de margarina”. Francisco, de 1,85 metros, llegó a pesar menos de 48 kilos.
“En Ebensee había un comandante de las SS terrible”, recuerda Bernal. “Un día mató a tiros a 31 presos, entre ellos un español. Por capricho, solo por capricho. Siempre estaba paseándose con el látigo en la mano, una trenza de cuero que llevaba en el centro una varilla fina de acero flexible. Como yo era el zapatero, lo tuve en mis manos varias veces para arreglarlo”. El 5 de mayo de 1945 fue liberado. Solo regresó a Zaragoza a visitar a su madre enferma.

Factory, la orgía interminable


Fue más que el hogar de un colectivo de creadores
Un sueño de pura vida artística auspiciado por Andy Warhol
Una orgía en la que participó todo el que aspiraba a formar parte de la historia de la modernidad Este es el retrato que los invitados a la fiesta hicieron de sí mismos.
Sin exagerar se podría decir que Andy Warhol es el inventor del estilo de vida de los sesenta. Como el artista serio que es, Warhol sigue la línea de todos los que han planteado grandes retos a las convenciones y las hipocresías de la sociedad. Actor extraordinario, se relaciona con los demás precursores de las vanguardias parisienses, gentes como Antonin Artaud o Alfred Jarry, cuyas vidas tenían algo de teatrales”. De esta manera describía al artista estadounidense Barbara Rose, una de las críticas esenciales a la hora de identificar y hasta de codificar el pop art.
No estaba desencaminada en su percepción del personaje, ya que Warhol, a ratos artista y a ratos, más que actor, director de escena –de su vida y sobre todo de la de los demás–, creaba un estilo, una forma de estar en el mundo que no solo dictaría las tendencias de los sesenta, sino nuestra forma de mirar el futuro. El lugar donde todo ocurría, el escenario perfecto en el que se construían los personajes a la carta, era la conocida The Factory, lugar mítico, espacio no solo físico sino mental, que a lo largo de los años fue cambiando de emplazamiento geográfico y, por qué no decirlo, de filosofía. En cada una de las nuevas sedes –hasta tres en diferentes lugares de Nueva York– las metas fueron distintas –y los habitantes y los invitados y las costumbres–, a pesar de que en todas ellas gobernó un denominador común: la intuición brillante de Warhol, su capacidad de mirar el mundo, darle la vuelta y convencer a todos a su alrededor de que ese nuevo mundo era el que valía la pena perseguir. Warhol era perfecto para dar confianza a los tímidos, para hacer sentir importantes a los que le rodeaban. Sabía dejarse fascinar por los extrovertidos, él que hablaba poco, y dar a cada uno –al menos durante un rato– lo que andaba buscando. Como alguien ha comentado, la Factory tenía bastante de confesionario, en el cual Warhol actuaba como sumo sacerdote.
Con bastante de casa familiar, la Factory termina por ser el territorio doméstico que posibilita el “rodaje” de cierta biografía a la carta, ese tipo de proyecto que exige una época, la nuestra, consciente de lo endeble de las verdades absolutas. En la Factory, decorado donde se actúa hasta cuando la cámara está apagada, se conforma la historia de la modernidad para terminar por ser el sitio donde todo el que quiera pertenecer a dicha modernidad debe pasar. Es la habilidad de Warhol en sus estrategias: hacerse imprescindible.
Quizás por este motivo, Andy, despojado de un yo estable, vive en la Factory –como en el cine– su falsa/verdadera vida a través de la vida de los demás. Allí se travisten los travestidos y se hacen más travestidos si cabe para las cámaras. La Factory es el gran escenario de la mascarada que, muchos años después de los míticos sesenta, traviste al propio Warhol para la serie de instantáneas de Makos tiradas en 1981, durante una sesión en la cual autor y actor acaban por confundirse al infinito en una prodigiosa secuencia de autorretratos que, pese a ser polaroids, mantiene el carácter de serialidad de algunas de sus fotografías de los años sesenta. Y en la serialidad la autoría se diluye, se camufla, como en Hollywood se tambalea, a través de los géneros y el sistema de estudios, nuestra noción cultural de “autor/autoridad”. Al fin y al cabo, Warhol lo ha aprendido todo de Hollywood. Queda claro en la Factory, donde hay famosos que solo lo son allí, mientras dura el rodaje.
Esa sería la vida a partir de entonces en la escena cool neoyorquina, al menos hasta los ochenta del siglo XX. Una escena luminosa en la cual todo se mezclaba y adquiría una dimensión de novedad constante que Andy Warhol era capaz de diseñar a su alrededor. Todo era posible entre la paredes plateadas de la primera Factory, la de la Calle 47 cerca de Lexington Avenue, en el centro de Manhattan, la más radical de todas desde cualquier punto de vista. En esa primera Factory, completamente cubierta por Billy Linich con papel plateado a juego con la peluca del artista –esa plata que, según Warhol tenía un poco de astronauta y un poco de narcisismo–, pasó mucho de lo más interesante en la producción del artista, desde las cajas de Brillo hasta los retratos de Marilyn que un día una visitante disparó.
Pasó mucho y pasaron muchos. Duchamp, Nico, Ondine, Gerard Malanga, The Velvet Undergroung o los protagonistas de las películas minimal como Empire (las más experimentales) están ligados a ese territorio eminentemente gay en el cual corrían las anfetaminas y el Obetrol –entonces fáciles de conseguir y hasta políticamente correctos y usados por los médicos en las dietas de adelgazamiento– que daban a los pobladores cierta energía infatigable para el trabajo. También había drogas duras como la heroína o el LSD, pero Warhol, en su vida privada conservador salvo en el caso del Obetrol, prefería no saber mucho del tema y sus guardaespaldas ocultaban el asunto de su vista.
Allí se instaló la máquina de fotomatón y allí se rodaron los screen tests, ambos trabajos firmados por Warhol, a pesar de ser obra de un objetivo sin ojo. Los primeros, fuera de su control por razones obvias, se hallan entre las más warholianas de sus propuestas. Definen el hechizo de la reproducción mecánica sobre una generación entera y recuerdan al confesionario católico, como plantea Gary Indiana. Pero poseen, sobre todo, cierto regusto voyeurista, tan típico de Warhol. Es la idea de la autoría quebrada, el sujeto roto, el autor como actor, papeles intercambiables al infinito que nunca se acaban de cerrar, trasvases entre quien mira y es mirado, quien sueña y es soñado. Al fin y al cabo –se advertía– la Factory es un set cinematógrafo, una particular vida paralela, donde se rodaban las películas y se rodaba la vida o, como dijo Emilio de Antonio, se hacía una película de una película y en la cual, desde muy temprano, todos, incluida la buena sociedad neoyorquina, quisieron participar. Era el principio que regiría la escena de los ochenta en Nueva York cuando en medio del auge de las galerías del Alphabet City, las Avenidas A, B, C y D –entonces un barrio muy degradado–, las señoras elegantes, con visones hasta los pies, llegaban en sus coches de lujo buscando un poco de acción sin excesivo peligro, entre hogueras, gentes sin techo y degradación urbana. Esa idea de permeabilización social, tan neoyorquina por otro lado, regía en la Factory como en la obra de Warhol, donde la alta y baja cultura dibujaban las metas últimas igual que los “auténticos famosos” se mezclaban con los “famosos de cuarto de hora”.
Luego las cosas se precipitarían y las anfetaminas y las pocas horas de sueño darían paso a la calma. Ondine, Billy y el resto de los chicos dowtown eran sustituidos por Morrisey, Fred Hughs y Jed Johnson, quienes dieron a la segunda Factory, la de Union Square West, un carácter más profesional, más ordenado, cierta puesta en escena que culminaría en la Factory de 860 Broadway, en la cual –apoyado en gente como Vincent Fremont y el propio Hughs– Andy se convertiría en un hombre de negocios que captaba clientes para ser retratados en una atmósfera de almuerzos en medio de flores y olores impecables y presidida por una mesa déco.
El cambio radical, sin duda, se había ido instalando después del atentado de Valerie Solanas, quien –siempre se comenta– desarrolló en él una prevención básica sobre las mujeres que le hicieron volver los ojos hacia los travestidos. Entonces su favorita, Candy Cardling, representaba la fascinación hacia el despojamiento de la identidad primera que obsesiona a Warhol. Ese juego de papeles intercambiados llega a su cenit con la modelo más retratada, la hija más querida, la imperfección de unas encías sangrantes, cuyo arreglo Warhol se niega a pagar por lo que tienen de continuo recordatorio de la imperfección irremediable en ese mundo de apariencia perfecta, un poco esas latas Campbell o esas Liz que parecen idénticas y que, bien miradas, se muestran defectuosas en sus sutiles diferencias. Aunque en la pasión tampoco nada era del todo nuevo. “Las drags son archivos ambulatorios de la feminidad cinematográfica ideal. Cumplen un servicio documental”, escribía en La filosofía de Andy Warhol, asistido por Pat Hackett, otro nombre esencial en el Andy Warhol Enterprise.
De hecho, la Factory entendida como proyecto global tiene el papel de lugar de construcción de significados, capaz de acoger las obsesiones del autor y capaz sobre todo de diseñar el universo idóneo para ser habitado por las criaturas ambulatorias, inventadas, adoradas, imprescindibles para la supervivencia de su propio personaje como Andy lo inventa. Un personaje que define toda una época excitante y creativa, inesperada y brillante, que sigue viviendo como una estela entre nosotros porque Warhol y su Factory no inventaron solo los sesenta sino la modernidad como estado de ánimo.

mércores, 30 de maio de 2012

“Te quería ver la cara y decirte que me habéis devorado la vida”


Una víctima de la matanza etarra expresa a un etarra el dolor que provocó su 'comando'
—Te quería ver la cara. Y decirte muchas cosas. Que me habéis devorado la vida. A mí y a muchos otros. En Hipercor matasteis a un montón de gente, a un montón de niños... ¿Qué os habíamos hecho?
—Mire usted…
—Quiero que hablemos de tú a tú. Y mirándonos a los ojos. Porque hablando se entiende la gente, no con tiros ¿Me puedes contar qué pasó ese día, qué sentiste? Llevo mucho tiempo queriendo saber muchas cosas.
—Sí, sí. Te lo voy a contar todo.
Rosa interpelaba así en la cárcel, el pasado mes de noviembre, al exjefe del comando Barcelona de ETA, Rafael Caride Simón. Sus vidas se cruzaron trágicamente hace 25 años, el 19 de junio de 1987. Ella hacía la compra, como cada viernes a mediodía, en el Hipercor de la capital catalana con su marido y su hijo de tres años. A las cuatro y diez estaba en la planta de arriba, “donde la fruta”, cuando “el techo, comenzó a venirse abajo”. ETA había colocado un coche bomba en el aparcamiento. Ella, aparte de sufrir múltiples heridas, quedó sorda de un oído y lleva desde entonces recibiendo asistencia psicológica por lo que presenció. Fue el atentado más sangriento de la banda; una masacre indiscriminada en la que murieron 21 personas, la mayoría abrasadas o asfixiadas, y otras 45 resultaron heridas.
El responsable del comando, Caride Simón, fue condenado a 790 años de cárcel por esos crímenes —junto a Santiago Arróspide, Santi Potros, Domingo Troitiño y Josefa Ernaga—. Ahora, con 62 años, cumple pena en Zaballa (Álava) apartado de ETA y su disciplina. A finales de noviembre de 2011 se encontraba en la prisión de Navalcarnero (Madrid) para testificar en un juicio en la Audiencia Nacional. Fue allí donde se reunió con su víctima, dentro del programa de encuentros impulsado por el anterior Ejecutivo socialista que ha reunido hasta el momento a 11 reclusos de ETA con 11 víctimas y que el Gobierno de Mariano Rajoy ha incluido dentro del nuevo plan de reinserción de presos —aunque aún no está claro cómo se van a llevar a cabo a partir de ahora—. La prioridad, según el Ministerio del Interior, será reunir a las víctimas con el autor material del atentado que les afectó directamente. Es lo que ocurrió en este caso.
La víctima, Rosa M. P., prefiere no aparecer con sus apellidos. Sus hijos no saben que se reunió con Caride Simón. “Se trata de un tema difícil. Con mi hijo no puedo aún hablar de ello”, explica en la oficina de la Asociación Catalana de Víctimas del Terrorismo, en el centro de Barcelona.
El día del encuentro, llegó nerviosa a Madrid. Siguió estándolo mientras comía con los dos mediadores que la acompañaron a la prisión. La primera impresión que recuerda es el frío. “La frialdad de la cárcel es terrible. Fuera de lo normal. Se te mete en los huesos. Cuando llegamos, nos saludó el director de la prisión. Después empezaron a abrirse y a cerrarse puertas. Como en una película. Como no sabemos nada de las cárceles, te impresiona cuando lo ves”. Después entró en una habitación con dos mesas y cuatro sillas. Y un espejo al fondo.
Al cabo de un rato, entró Caride Simón en el cuarto. Se dieron la mano. La mediadora hizo la presentación, y comenzaron a hablar. Rosa tenía preguntas guardadas desde hace años. Así es como recuerda parte de la conversación que mantuvieron:
—¿Dormisteis en Barcelona la noche anterior a la bomba?
—Sí. En la calle Mallorca. Al día siguiente, el sitio que habíamos elegido en el aparcamiento para poner el coche no estaba libre. Y acabó en otro sitio. Hicimos una primera llamada a la policía, pero no nos creyeron. Dijimos: ‘En tal zona, en tal sitio hay un coche bomba con tanta carga’. Pero nada. No pasó nada. Hicimos una segunda llamada y tampoco nos creyeron. Insistimos una tercera vez en que había una bomba. Como no hacían caso, me acerqué yo mismo al Hipercor. Di unas cuantas vueltas y vi que a la gente la seguían dejando pasar.
—A mí, por ejemplo, me dejaron pasar.
—La policía no hizo nada.
—Ya, pero la culpa no fue de ellos, sino vuestra, tuya, de los que pusisteis la bomba. Porque si yo ahora le digo a alguien que mate a otra persona y lo hace, la culpa será suya. ¿Y qué hiciste después de pasar por allí y ver que no pasaba nada?
—Desde una cabina cercana yo mismo volví a llamar de nuevo. Y luego me fui a casa. Allí pusimos la tele. Y empezamos a ver lo que estaba pasando.
—¿Y qué sentiste? Te voy a contar cómo fue para mí. De repente se me cayó todo el techo encima. Eran como cuchillos cayendo sobre la gente. Cortando cuerpos. Había mucho humo. Mucho fuego. Mi marido nos arrastró a mi hijo, a mí y a otra chica. Salimos entre las llamas. Cuando nos cogíamos entre nosotros, la carne se nos quedaba en las manos. Había mucha gente ensangrentada. Quemada. La gente gritaba ‘el gas, el gas, que va a explotar el gas…’ Fuimos a la planta de arriba y ya no puedo contar nada más porque no me acuerdo de lo que pasó. Pero sí te digo que a los 15 días yo me hubiera tirado por el balcón. Porque mi vida no tenía sentido. No me importaba nadie. Me habíais roto la vida. Ver volar a la gente es una imagen que no se me olvidará nunca. A mi hijo, que iba en el carrito, se le reventó el bollo que llevaba encima y pensé que se le había reventado el corazón. No sabes el infierno que fue aquello que tú provocaste. Porque la responsabilidad última es del que organiza el atentado y pone la bomba. Si yo le digo a alguien que mate y lo hace, la culpa será suya. ¿Qué sentiste cuando viste lo que había pasado?
—Uf... no sé.
—¿No sentías nada? ¿Qué pensabais cuando mirabais la tele?
—Decíamos ‘joder, joder’.
—¿Y os fuisteis a dormir tranquilamente?
—Y qué íbamos a hacer...
—¿Y pusisteis tarta y todo para celebrarlo?
—No. Nada de eso.
—Piensa que yo vengo a hablar contigo y puedo hacerlo, y que ese día no murió ninguno de mis seres queridos, pero hay gente que no podría. Personas que ese día se quedaron sin hijos, o sin marido o mujer, o sin nadie. O quemados de por vida. Poner una bomba y causar tanto dolor a personas que no te habían hecho absolutamente nada es de una cobardía infinita. Muchas víctimas no podrían perdonarte.
—Lo entiendo.
—¿Qué pensarías si alguien hubiera tratado de matar a tu familia?
—Pues probablemente estaría peor que tú en este momento.
Este diálogo no es una reconstrucción literal, sino el recuerdo que guarda en su memoria la víctima. Ella asegura que estuvo tranquila, serena. “Le quería decir muchas cosas, pero con calma. Se lo dije: ‘Con odio no se consigue nada. Solo genera más odio. No es lo que les he enseñado a mis hijos, y nosotros vivimos en paz con nosotros mismos. Vosotros, nunca debisteis pegar tiros y poner bombas. El sufrimiento que causasteis en Hipercor fue inmenso, indescriptible”.
Recuerda que él le reconoció que se había dado cuenta del daño causado por él mismo y por ETA y de que matar no era el camino para alcanzar objetivos políticos. Le explicó que había tenido problemas con la organización cuando empezó a desvincularse, y que tanto entrar en ETA como abandonarla le había causado problemas con distintas personas de su entorno. Porque es mucho más fácil entrar que salir de una banda terrorista.
Antes de irse, ella le entregó una carta que le había escrito. “Para que la leas muchas veces”, le dijo. Y le regaló un libro sobre los ángeles.
—No soy religioso
—No es sobre Dios. Es para que te haga compañía. A mí me ha ayudado cuando he estado más desesperada”.
Después de casi tres horas, se despidieron. Se dieron la mano. “Te doy las gracias por la valentía que has tenido al venir”, le dijo Caride. “Dile a tu marido que lo siento. De todo corazón”.
 Al salir de la cárcel, ella rompió a llorar por la tensión. Aún tenía que asimilar lo que había ocurrido. Ahora ya lo ha hecho. “Entiendo que muchas víctimas no podrían ni querrían hablar con el terrorista. Pero a mí me ha ayudado. Las imágenes de ese día, y sobre todo, como ahora, cuando se acerca el aniversario, las tengo siempre encima. Es como un libro del que siempre leo la misma página. Pero quiero pasar a la siguiente. Nunca se me olvidará lo que pasó, pero, si hablas, lo sacas. Y prefiero que él se haya dado cuenta de lo que ha hecho y sea consciente del dolor que ha causado. Yo le mostré el sufrimiento, el mío propio y el de otra gente cercana, que han causado las bombas que él usaba para conseguir un fin político”.
La mediadora le contó más tarde que Caride había leído el libro que le regaló, y más de una vez. Quizá se vean de nuevo. Ella asegura que estaría dispuesta.