luns, 25 de xuño de 2012

"Adiós, hasta la eternidad"


EL PAÍS 12/06/2012 Verónica Sierra Blas
Adorada Carmina y querido Guillermo:
Extasiado y sumido en la fragancia más pura de mi amor hacia vosotros, en los últimos días de una vida que fue consagrada a adquirir el vuestro, os dedico estas letras emocionadas, cálidas y tiernas. El destino me separa de vosotros, me elimina de la vida; lo afronto con entereza, porque sé que vuestra vida habrá de ser modelo y ejemplaridad, cúmulo de honradez. No os paréis jamás a culpar a nadie de mi suerte. Tú, Carmina, como esposa y madre, cuida y educa a nuestro hijo, hazlo hombre de provecho. Recibe un beso emocionado de Humberto.
Esta es la última carta que desde la Cárcel de El Coto (Gijón), Humberto Alonso escribió a su mujer, Carmina, y a su hijo, Guillermo, la noche del 28 de mayo de 1938, tan sólo unas horas antes de su ejecución. Tenía 26 años y muchas ganas de vivir. Natural de Soto del Barco y pintor de profesión, como su padre, Humberto procedía de una familia «tranquila, apolítica y de pocas palabras», pero el destino quiso que desde muy joven se viera involucrado en distintos acontecimientos que marcaron un antes y un después en la vida de todos los españoles: la Revolución de 1934 y la Guerra Civil. Humberto pisó la cárcel por primera vez poco antes de nacer Guillermo. Con la victoria del Frente Popular en 1936 fue liberado y pudo, por primera vez, coger a su hijo en brazos. Al estallar la contienda combatió en las filas republicanas. Cuando la entrada de las tropas de Franco en Gijón era ya inminente, trató de huir a Francia para reunirse con su familia, que había abandonado Asturias a principios del mes de octubre de 1937. Sin embargo, nunca pudo llegar a su destino. El barco que le conducía a la libertad fue interceptado por un buque italiano y todos los tripulantes hechos prisioneros. Condenado a muerte el 18 de marzo de 1938, desde ese día y hasta su último suspiro escribió varias cartas a sus padres, a sus hermanos, a su mujer y, especialmente, a su hijo, a ese niño del que apenas había podido disfrutar y a quien quiso dejar por escrito todo el amor que no podría darle.
Guillermo Alonso tenía tres años cuando su padre le escribió esas cartas desde su celda de El Coto en los últimos meses de su vida. Sólo pudo leerlas 69 años después. A pesar de que su madre y su tía guardaron las misivas «como oro en paño», éstas se perdieron. Guillermo estuvo buscándolas sin suerte durante mucho tiempo y, de pronto, gracias a una noticia de la prensa local se enteró de que el Museo del Pueblo de Asturias (Gijón) las había casualmente encontrado y rescatado. Allí ha querido que se conserven los originales, para que no vuelvan a extraviarse nunca y para que puedan servir para dar a conocer la historia de su padre y la de todos y todas los que, como él, fueron ejecutados por el régimen franquista. Cuando, por fin, pudo tener las cartas en sus manos, Guillermo copió una a una las palabras de su padre en un cuaderno, para así poder releerlas siempre que quisiera y sentirse, de este modo, más cerca de él. Ha hecho de ellas su credo. Y ha cumplido con su última voluntad: «Cuando seas hombre, acaso te des perfecta cuenta de quién fue tu padre, cómo pensaba y quién lo fusiló […]. Vivid, quereros todos […]. No llevéis el odio como lema, sino la justicia […]. Quereros y amaros hasta el fin de la vida».
La carta que Humberto Alonso escribió a su mujer y a su hijo es sólo una de las miles y miles de misivas que, como última voluntad concedida por las autoridades penitenciarias, los condenados y condenadas a muerte por el Franquismo dedicaron a sus seres queridos en las horas previas a su ejecución. Sin embargo, una vez que los presos y presas eran «bajados a capilla», donde esperaban la llegada del piquete, no siempre pudieron disponer del papel y pluma prometidos. A pesar de tener ese derecho a despedirse de los suyos, se vieron obligados en numerosas ocasiones a ceder ante distintos chantajes para poder escribir a casa, siendo uno de los más habituales tener que confesarse y comulgar antes de morir.
Generalmente, los condenados y condenadas a muerte pasaban sus últimos momentos de vida en compañía de uno o varios religiosos, cuya función principal era asistirles espiritualmente, o dicho de otro modo, «conseguir su conversión para que no murieran en pecado», según afirma en sus memorias el fraile capuchino Gumersindo de Estella, Fusilados en Zaragoza, 1936-1939. Tres años de asistencia espiritual a los reos. Cumplir con los santos sacramentos, de hecho, no sólo fue un requisito para poder escribir, sino también, y sobre todo, una exigencia para asegurar la llegada de las cartas a su destino.
Los prisioneros y prisioneras hicieron todo lo posible para defenderse de estas traiciones y abusos. Frente a las cartas escritas en capilla que fueron cursadas por esta vía oficial, aunque no por ello segura, los reclusos y reclusas idearon numerosas estrategias para enviar sus misivas por otros cauces fuera de la legalidad. Entregadas a compañeros y compañeras de presidio que lograrían con el tiempo pasarlas al otro lado de las rejas o escondidas entre los objetos personales que, tras su ejecución, serían devueltos a sus familias, muchas de las cartas de despedida de los condenados y condenadas a muerte consiguieron escapar de censuras y miradas ajenas.
Clandestina u oficialmente, de forma permitida o saltándose las normas establecidas, los presos y presas de Franco hicieron uso de su derecho a escribir siempre que pudieron y no dejaron escapar esta postrera oportunidad que las cartas les brindaban para despedirse de sus seres queridos, dejando así registrados sobre el papel, a modo de testamento, sus últimos pensamientos, sentimientos y deseos. Concebidas en el momento más solemne de sus vidas, con plena lucidez y consciencia, habiendo asumido ya su trágico final, estas misivas fueron empleadas por los prisioneros y prisioneras para hacer balance de lo vivido, demostrar su inocencia, reclamar justicia y defender, además de confirmar, las ideas por las que perdían su vida. Así le escribía Joan Curto Pla a su mujer, Marina Daufí, desde la Cárcel de Pilatos (Tarragona) el 19 de octubre de 1939:
Mi amadísima esposa: No sé cuándo podrán llegar estas líneas a tus manos. Yo ya llevaré algún tiempo en el perfecto descanso […]. Mi conciencia es ahora como un lago de aguas profundas y cristalinas en el que pasan los temporales y borrascas sin agitarlo ni conmoverlo. No me arrepiento de mi vida, ni de cómo pensé, ni de cómo sentí, ni de cómo obré. Mis hijas pueden levantar la cabeza con orgullo y pensar que su padre fue un mártir de un ideal y una víctima de la intransigencia feroz. Les lego mi ejemplo como norma y mi recuerdo como un tesoro de orgullo inapreciable.
Que morían con la conciencia tranquila y sin remordimiento alguno; que su muerte no era consecuencia de la culpa, sino del deber cumplido; eran las claves principales que los condenados y condenadas a muerte debían transmitir en sus escritos para que los suyos pudieran vivir con «la cabeza bien alta» y mantenerles con vida en su recuerdo. Sabedores de que tras su desaparición la escritura cumpliría la función de consolar a sus familiares y amigos, los reclusos y reclusas trataron de ser pródigos en agradecimientos y consejos, y no escatimaron esfuerzos en demostrar su amor a sus seres queridos; un amor que, convertido en una fuerza superior, era ya lo único que tenían para conseguir vencer a la muerte: «Me despido de vosotros -les escribía a sus padres y a sus hermanos Eladio Bustillo Mirones desde la Prisión Provincial de Santander el 23 de octubre de 1939- poniendo en esta despedida todo el cariño que es capaz de sentir un hijo y hermano que tanto os amó en su paso por la vida […]. Recibid el último adiós, hasta la eternidad, todos, impregnado de todo el cariño que siento […], y tener serenidad y paciencia, que algún día disfrutaréis de felicidad».
Los prisioneros y prisioneras construyeron, de este modo, el consuelo sobre el sacrificio, intentando hacer comprender a sus destinatarios que su muerte no era en vano, sino que constituía, en el fondo, un granito de arena más en la construcción de un mundo mejor, lleno de esperanza y de vida, que ellos podrían disfrutar en el futuro. Por eso, porque de lo que se trataba era de seguir adelante, de no mirar atrás, de vivir en paz, el perdón ganó la batalla a la venganza en sus cartas, como bien se refleja en este fragmento de la última que Blanca Brissac, una de las Trece Rosas, le escribió a su hijo Enrique, a lápiz y en papel de seda, desde la Prisión madrileña de Ventas el 5 de agosto de 1939, la madrugada en que fue ejecutada. Apenas unas horas antes, su marido, militante como ella de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), con quien compartía delito y causa, fue igualmente fusilado en las tapias del Cementerio del Este (hoy Cementerio de La Almudena).
Querido, muy querido hijo de mi alma. En estos últimos momentos tu madre piensa en ti […]. Sólo te pido que seas muy bueno, muy bueno siempre. Que quieras a todos, que no guardes nunca rencor a los que dieron muerte a tus padres; no, eso nunca. Las personas buenas no guardan rencor y tú tienes que ser un hombre bueno, trabajador. Sigue el ejemplo de tu papachín. ¿Verdad, hijo, que en mi última hora me lo prometes? […]. Enrique, no se te olvide nunca el recuerdo de tus padres […]. Te seguiría escribiendo hasta el mismo momento, pero tengo que despedirme de todos. Hijo, hijo, hasta la eternidad. Recibe después de una infinidad de besos el beso eterno de tu madre, Blanca.
Enrique García Brissac, cuando hace algunos años fue entrevistado por el periodista Jacobo García Blanco-Cicerón, le confesó a éste que guardaba la carta de su madre «como una reliquia». Para Guillermo Alonso, también las cartas de su padre lo son. No resulta extraño que para los destinatarios de estas misivas de despedida, éstas constituyan objetos de culto, casi sagrados. Tampoco lo es que su veneración siga siendo para ellos una obligación que no pueden ni deben dejar de cumplir, porque hacerlo supondría faltar a la promesa de recordar eternamente a quienes ya no están entre nosotros y pidieron, de forma expresa, que no les olvidaran y que se diera a conocer su historia. Si la escritura hizo posible que los condenados y condenadas a muerte se sintieran un poco menos solos en sus últimos instantes de vida, les ayudó a prepararse para morir y actuó como morfina contra el miedo y la angustia, contra la desesperación y la locura, sus cartas son hoy para todos nosotros ejemplos de vida, testimonios inigualables para construir nuestra Historia y para garantizar que sus nombres no se borren nunca de nuestra memoria.
Verónica Sierra Blas es profesora de la Universidad de Alcalá y autora del libro Palabras huérfanas (Taurus).

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