luns, 30 de xullo de 2012

El obús más rojo


Mercedes Núñez sufrió la represión franquista y nazi por su militancia comunista
Si Mercedes Núñez (Barcelona, 1911-Vigo, 1986) hubiese querido, al abrir las manos se las habrían llenado de oro y chocolates, pero eligió cerrar el puño y erguirlo en rebeldía. Nacida en un confortable nido familiar de tradición joyera y chocolatera, abrazó el comunismo en su Barcelona natal en los años treinta y en Galicia lo gritó convencida desde finales de los setenta. Entre ambas fechas, pagó con su libertad la desfachatez de ser roja. Su noche de piedra entre Galicia y Madrid trató de disuadirla de la lucha a base de penurias e injusticia, pero solo la convenció de que jamás volvería a una jaula franquista. En el exilio se ganó un billete en el vagón de la muerte. En el campo de concentración de Ravensbrück (Alemania) casi se le escapa la vida.
Este domingo, de la mano de su hijo, el nombre de Mercedes reverberó en la isla de San Simón, que se convirtió en bandera contra el olvido y reivindicó 76 años de memoria que el silencio envenena. De padre gallego y madre catalana, fue católica practicante hasta su juventud, recibió nociones de piano, francés y buenos modales. Le apasionaba la vida política que agitaba las calles y admiraba desde la grada los progresos de la Segunda República. Pero en julio de 1936, el eco de los primeros disparos en las calles de Barcelona la obligó a posicionarse. “Ya no se podía ser neutral”, afirmaría años más tarde.
En 1939 buscó refugio en Galicia y se equivocó. En la calle Real de A Coruña, las garras del franquismo le arrebataron por primera vez la libertad mientras trataba de reorganizar el Partido Comunista en la ciudad. Estuvo primero en la vieja cárcel de A Coruña, junto a la Torre de Hércules. Después la trasladaron a la prisión madrileña de Las Ventas. En un almacén inmundo con 6.000 mujeres hacinadas en un espacio pensado para 500, aprendió durante dos años a conjurar miserias entre sardanas, pandeiradas y alalás mientras reflejaba bajo su lápiz rostros que añoraban espejos. Le echaron doce años y un día, pero en 1942 cruzó la puerta de salida por un error administrativo. “Explica en la calle lo que has visto aquí”, le susurraron en el último abrazo.
En Francia ejerció como enlace hasta que se la llevó un convoy que castigaba disidentes. El infierno partió de Carcassonne en un vagón donde 53 mujeres viajaron apiñadas durante cinco días hacia un destino incierto. Faltaba espacio, agua y comida, pero la Marsellesa brotó de unos cuantos pulmones agotados y, como un reguero de pólvora, estremeció las latas de aquel tren de mercancías.
Con un triángulo rojo que la identificaba como presa política y un número en el pecho que la privaba de condición humana, en el campo de concentración alemán de Ravensbrück conoció el horror nazi. Su fuerza de trabajo se la devoró una fábrica de armamento en la que se empleaba a fondo para sabotear los obuses que alimentaban la guerra. Lo hizo hasta que la tuberculosis la llevó a la enfermería, antesala de la cámara de gas. El mismo día que su médico le recetó el “transporte” a la postrera sombra, sus guardianes tuvieron que huir por la proximidad de las tropas americanas. La liberación la encontró con 30 kilos de vida, los pulmones destrozados y una bandera republicana en la cintura. Tenía el cuerpo roto pero el ánimo intacto. “¿Ha caído ya Franco?”, fue su primera pregunta. Aún tendría que aguardar 30 años a las afueras de París para que la complaciese la respuesta.
De vuelta en España, se instaló en Vigo hasta su muerte porque “pensaba que en Cataluña hacía menos falta”, cuenta su hijo, Pablo Iglesias, afanado en atizar la llama de su memoria. “Fue un acto militante”. Empuñó el megáfono en la campaña por la redención de los foros porque “no entendía cómo la gente seguía pagándolos a la Iglesia” y se dejó la voz en mítines del Partido Comunista de Galicia durante las primeras legislativas.”Lo que menos le gustaba de Galicia era su sumisión”. A Mercedes la movían las causas y de ellas hablaba con profusión, pero de su propia vida, su hijo supo más “por otra gente que por ella”.
Recopiló la única lista que existe de deportados gallegos en los huertos de la barbarie nazi. Recorrió ayuntamientos, indagó en el destino de “abuelos huidos” y escrutó los funestos inventarios de los campos de concentración. Sumó 220 nombres. Para ellos quiso que se irguiese un monumento y llamó a las puertas de los Ayuntamientos de Vigo y A Coruña, pero consiguió solo evasivas. “Nos acusan de querer abrir heridas, pero las heridas nunca cerraron”, afirma Pablo Iglesias. “Dicen también que en una guerra todo el mundo es culpable, pero en Galicia no hubo guerra, solo represión”.

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