sábado, 15 de setembro de 2012

Los cascotes del imperio


Aislados, sin comentido estratégico y convertidos en un problema potencial, España conserva los peñones e islotes del norte de África para evitar reclamaciones mayores de Marruecos
Hubo un tiempo fausto, hace ya casi un siglo, en el que en el peñón de Alhucemas los comercios eran numerosos y, cuando se abrían las puertas de la plazafuerte, los rifeños entraban para vender gallinas, huevos, frutas y verduras, cebada y carbón. En otro peñón, el de Vélez de la Gomera, había nada menos que cinco tiendas y tabernas, incluida una zapatería.
En todas las diminutas plazas de soberanía españolas a lo largo de la costa norte de Marruecos había empleados de Correos, aduaneros, maestros y fareros entre una población que, en Alhucemas y Vélez, superó los 400 habitantes, incluidos los presidiarios. En la isla de Isabel II de las Chafarinas, el más grande de los minúsculos archipiélagos españoles, rebasó los setecientos vecinos. Allí hubo hasta un casino y un pequeño hospital militar.
Amar Binauda solía vender pescado a los soldados cuando era joven. Amarraba su barca en la isla Isabel II y ofrecía su mercancía a los militares españoles. Disponía incluso de una casa de pescador allí. Su padre, antes que él, también tuvo negocios con la guarnición: era su carnicero. Pero eso fue hace mucho tiempo. Cuando las tropas de las islas aún se relacionaban con los pobladores de la costa más próxima: el embarcadero marroquí de cabo de Agua. Binauda tiene ahora 74 años y no habla nunca con los españoles. “Cada uno está en su sitio”, dice. “Con lo del Sáhara todo cambió. No hay relación”, añade refiriéndose a la toma de control por Marruecos de esa colonia española en 1975.
A lo largo del siglo XX, los enclaves perdieron utilidad militar y habitantes. 1970 fue el último año en que se dio a conocer el censo de población, ya casi todos militares a las órdenes de la Comandancia General de Melilla que ni siquiera podían llevar con ellos a sus familias. Aun así hace todavía cuarenta años el turista curioso podía recorrer esas plazas situadas en parajes de gran belleza. “El servicio postal de viajeros y mercancías lo asegura un vapor de la Compañía Transmediterránea que hace un viaje semanal desde Melilla (…)”, señalaba un opúsculo editado por la comandancia hace medio siglo.
 “El viaje era barato, lento —duraba una semana— y en los barcos apenas había pasajeros”, recuerda un turista ahora octogenario que hace casi medio siglo se hinchó a leer libros durante la travesía. “En cada escala daba de sobra tiempo a bajarse y a dar una vuelta por el islote”, recuerda. Hoy en día las plazas de soberanía están vetadas a los civiles, excepto Chafarinas a los biólogos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y a los funcionarios de la Red de Parques Nacionales a la que pertenece. En las islas anidan más de dos mil parejas reproductoras de la gaviota de pico rojo, la segunda colonia mundial de estas aves, y en sus aguas nadan 9 de los 11 invertebrados marinos considerados en peligro de extinción.
Hasta hace una década seguía habiendo algún contacto entre los dos peñones y su vecindario marroquí. El suboficial enfermero destinado en Vélez se daba, por ejemplo, de vez en cuando una vuelta por el cercano pueblo de pescadores y hacía algunas curas. Alí, 30 años más joven que Beniauda, también recuerda que cuando era pequeño los soldados del peñón de Alhucemas se acercaban a la playa de Sfiha a jugar al fútbol con la gente del pueblo y a bañarse.
El peñón, donde se ubica la guarnición militar, está cerca de la costa, pero no tanto como para llegar a nado fácilmente.
Los otros dos islotes, isla de Tierra e isla de Mar, están, en cambio, literalmente pegados a la playa. Los escasos metros que separan la arena del peñasco más cercano, isla de Tierra, se pueden recorrer caminando. Apenas cubre. “Antes siempre íbamos allí a bañarnos o a coger mejillones o coquinas”, recuerda Alí. “Hay una parte muy resguardada del viento. Llevábamos allí a las ovejas en lancha y las dejábamos todo el invierno. Nadie nos ponía problemas”. La soberanía española de la isla no se hacía explícita en ninguna parte. Pero en 2002 todo cambió.
El conflicto del islote de Perejil dio al traste con esos hábitos. El enfermero ya no bajó al pueblo y los regulares españoles colocaron alambres en la isla de Tierra para impedir el acceso de los veraneantes. Perejil, del que los marroquíes se adueñaron el 11 de julio de 2002 y fueron desalojados por los boinas verdes españoles seis días después, no es una plaza de soberanía. Es una extraña tierra de nadie, según el acuerdo alcanzado hace diez años.
Desde hace una década los peñones han sido intermitentemente motivo de fricción entre Rabat y Madrid. La más grave se produjo, en junio de 2010, cuando el rey Mohamed VI pasaba unos días de descanso en un yate anclado en la bahía de Alhucemas. Se molestó por el vaivén de los helicópteros que desde Melilla abastecen a la guarnición del peñón a través del espacio aéreo marroquí. Pidió que se suspendieran los vuelos durante su estancia y Defensa accedió. Pero tardó en hacerlo, lo que suscitó la ira real.
En mayo pasado, los islotes volvieron a convertirse en un quebradero de cabeza para el Gobierno. Los inmigrantes habían descubierto una nueva vía de acceso a España. Llegaron las primeras cuatro pateras a Chafarinas que sacaron de su letargo a la guarnición allí destinada. A finales de agosto, los inmigrantes alcanzaron, probablemente a nado, la isla de Tierra de Alhucemas.
La alarma se disparó en el Gobierno español, que quería impedir que esta nueva vía se convirtiera en un coladero. Solo se podía hacer con la cooperación del país vecino. Dejar a los subsaharianos en el islote o enviarles a todos a Melilla o a la Península, como exigían, hubiese sido “una declaración de que el territorio español estaba abierto”, se justificó el ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo.
Para evitarlo el Gobierno se saltó la Ley de Extranjería, según numerosas ONG de Derechos Humanos empezando por Amnistía Internacional y el Comité Español de Ayuda al Refugiado. La ley obliga a incoar procedimientos de expulsión individuales con todo tipo de garantías incluida la asistencia de un letrado. Si los subsaharianos hubiesen entrado en Melilla o en la Península se les habría aplicado, pero no en los peñones donde “la soberanía española es menos protectora”, ironiza un diplomático. Aun así el PSOE respaldó al Gobierno.
Los peñones son España, pero una España algo particular. Alborán pertenece administrativamente a Almería, pero los otros siete islotes (archipiélagos de Alhucemas y Chafarinas y el peñón de Vélez) tienen “un indefinido estatuto interno”, según el catedrático Alejandro del Valle. “Están complemente fuera de la organización territorial del Estado” porque no forman parte de ninguna provincia, subraya en un artículo publicado por el Real Instituto Elcano.
“Se trata de territorios que no figuran explícitamente como “españoles en ningún texto relevante”, prosigue el catedrático. “Este vacío regulador provoca incertidumbre en muchos ámbitos: el reconocimiento y delimitación de espacios marinos y de aguas jurisdiccionales o de seguridad, la jurisdicción interna española aplicable...”. Estas “posiciones avanzadas, verdaderas atalayas de la patria”, como las describía la Comandancia de Melilla, son pues vulnerables y el mantenimiento allí de una presencia militar es costoso, sobre todo en tiempos de crisis.
Cuando el primer grupo de subsaharianos se asentó, en agosto, en isla de Tierra, periódicos como As Sabah, de Casablanca, divisaron “nubarrones en las relaciones entre Madrid y Rabat”. Mohamed VI quiso evitarlo y dio su visto bueno a la readmisión en Marruecos de 72 náufragos del islote. Era la segunda vez, desde que se firmó el acuerdo de readmisión hispano-marroquí de 1992, que Rabat aceptaba que le fuera devuelto un contingente de subsaharianos al que expulsó de inmediato a Argelia a través de una frontera teóricamente cerrada desde hace 18 años.
Con la inmigración, “los islotes marroquíes ocupados se convierten en un problema para España”, titulaba el diario Akhbar al Youm de Casablanca. No lo han sido esta vez porque Marruecos ha echado una mano en los peñones, como lo viene haciendo en Melilla en cuyos alrededores tiene desplegado al Ejército para secundar a la Gendarmería y a las fuerzas auxiliares (antidisturbios).
Pero las autoridades de Marruecos podrían cansarse o querer, en alguna ocasión, desviar la atención de sus problemas internos —el país entra paulatinamente en crisis económica— dejando que surja un conflicto en las plazas de soberanía. Peñones e islotes no pueden ser defendidos sin su colaboración. Es imposible erigir vallas, como en Ceuta y Melilla, y destacar a cientos de guardias civiles para rechazar a los que intenten saltárselas.
“El valor estratégico de los peñones y las Chafarinas es igual a cero”. Un general, que tuvo bajo su mando las llamadas “plazas menores” (en contraposición a las “mayores”, Ceuta y Melilla) se muestra contundente a la hora de valorar el interés militar del rosario de islotes y peñascos que conserva España en el norte de Marruecos. Las minúsculas posesiones no albergan ningún relé ni radar ni sistema de guerra electrónica útil para el despliegue de las Fuerzas Armadas españolas o la vigilancia del norte de África, más allá de los equipos necesarios para asegurar la comunicación con sus guarniciones. En la época de los satélites y los radares aerotransportados no hace falta sentarse en las barbas del vecino para espiarlo.
Eso no quiere decir que los mandos militares sean partidarios de poner fin a una presencia que, en algún caso, se remonta a 500 años, tantos como la españolidad de Melilla. “España no se entrega a trozos”, contesta airado el citado general. Otro, que fue jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, alega que “los peñones son el punto por donde puede saltar la carrera que destroce la media”. En otras palabras, según su razonamiento, “si España los entregase, Marruecos pediría luego Ceuta y Melilla y, si también se las diéramos, reclamaría Canarias”. Por eso, es raro encontrar a un militar que no aplauda la recuperación de Perejil, en 2002, a pesar de que la mayoría de los españoles ignorasen la existencia de este islote y la frase del entonces ministro de Defensa Federico Trillo (“al alba, con fuerte viento grueso de Levante”) suene más ridícula que épica. Ni un paso atrás, por tanto. Las “plazas menores” son la primera línea de defensa.
Y eso a pesar de que ellas mismas son indefendibles. En cada una de las tres guarniciones —islas Chafarinas, peñón de Alhucemas y peñón de Vélez de la Gomera— hay una sección de infantería (entre 25 y 30 militares) a las órdenes de un teniente. Además, cuentan con un equipo de la Compañía de Mar con alguna zódiac para apoyar la llegada de embarcaciones (solo las Chafarinas tienen muelle). Carecen de artillería y los mandos militares prefieren guardar silencio cuando se les pregunta si disponen de algún misil portátil.
Su mayor vulnerabilidad radica en la proximidad de la costa de Marruecos, a la que está unido por un istmo el peñón de Vélez de la Gomera, y en la lejanía de Melilla, de cuya comandancia dependen. Pero esta última carece de medios de transporte para reforzar las guarniciones en caso de emergencia. La Armada retiró hace años el patrullero que destacó en Melilla a raíz de la crisis de Perejil. Un remolcador se desplaza a la zona cada dos meses para trasportar el material pesado o peligroso, como el combustible. Lo mismo sucede con el helicóptero Chinook que cada cuatro o cinco semanas acude desde la base de las Fuerzas Aeromóviles del Ejército de Tierra (FAMET) en Colmenar Viejo (Madrid) para relevar a las tres guarniciones. Se estima que en cada relevo se mueven en torno a ocho toneladas.
Las FAMET tienen un helicóptero Cougar basado permanentemente en Melilla, pero es más pequeño que el Chinook y su misión es realizar evacuaciones médicas y llevar suministros urgentes. Además, para llegar hasta las “plazas menores” la aeronave tiene que sobrevolar suelo marroquí.
No sorprende, por tanto, que el Ejército intente que las tres guarniciones sean lo más autónomas posibles. Disponen de plantas desalinizadoras, grupos electrógenos y una planta fotovoltaica en Chafarinas, así como un botiquín atendido por un enfermero.
La vida es tediosa en las “plazas menores”. Hasta 2005 había visitas regulares de familiares de los mandos e incluso algún campamento de verano. Ese año hubo un verdadero motín en Chafarinas. Hasta 11 soldados fueron encausados por sedición después de que el teniente les castigara por la desaparición del GPS de un visitante. Para cortar de raíz el problema, el comandante general de Melilla ordenó suspender todas las visitas. Ahora solo excepcionalmente consigue un civil permiso para acercarse a zonas que en algún caso, como las Chafarinas, son auténticos paraísos naturales.
El peñón de Vélez de la Gomera, por ejemplo, está junto a una pequeña cala de piedra y un pueblo minúsculo al que solo se puede llegar por mar o por una pista de tierra de 20 kilómetros desde la carretera. Junto a la pequeña playa, por la que pasean gallinas y ovejas, hay algunas barcas de pescadores. A la izquierda se alza el peñón español, de 87 metros sobre el nivel del mar en su punto más alto. Vélez fue una isla, pero está unido a tierra desde 1930, por lo que tiene una frontera terrestre con Marruecos.
Los soldados de Vélez, según la gente del pueblo, tampoco se relacionan con los marroquíes. Como en Chafarinas, y como en Alhucemas, cada uno se queda en su sitio. Fue en este lugar donde, el pasado 29 de agosto, siete activistas marroquíes colocaron cuatro banderas de su país. Las imágenes de lo ocurrido, en las que se podía ver a los militares españoles en pantalón corto y a alguno en chanclas, reflejaban que los militares no tienen mucho que hacer en ese peñón.
“A pesar de que no hay mucha actividad, antes eran destinos que no estaban mal”, recuerda Miguel Ángel Alonso. Él hizo la mili en el peñón en 1984 y pasó allí tres meses. “En esa época éramos en la isla entre 80 y 100 personas. Nos llamaban los de la piedra. Casi todo lo hacíamos por la mañana y después tratábamos de hacer ejercicio por la tarde. Se vivía bien. Había alguno que hacía tonterías, pero sabíamos que no podíamos cruzar a Marruecos, y todos los suministros llegaban de fuera”.
Cada guarnición procede de una unidad del Ejército en Melilla, que suministra los efectivos. Los militares destacados en Chafarinas pertenecen al Tercio Gran Capitán de la Legión; los del peñón de Alhucemas al Regimiento Mixto de Artillería número 32, y los de Vélez de la Gomera al Regimiento de Regulares número 52. Durante el tiempo que están en los peñones o las islas perciben una prima equivalente a la que cobran cuando están de maniobras, pero inferior a la de sus compañeros enviados a Líbano o Afganistán.
¿Es caro mantener las plazas menores de soberanía? Los mandos militares se encojen de hombros. “Es el chocolate del loro. Lo realmente caro es mantener Melilla, que tampoco tiene ningún interés estratégico, al contrario que Ceuta”, responden. Los militares destinados en Melilla cobran más que en la Península, pero su situación no es distinta de la de los médicos, maestros o cualquier otro funcionario.
“Ni se nos pasa por la cabeza”, contesta un miembro del Gobierno cuando se le pregunta por la posibilidad de ceder a Marruecos los peñones y las islas. ¿Y si desaparecieran del mapa como si nunca hubieran existido? “Eso sería otra cosa”. Nadie los echaría de menos.
Los intentos de deshacerse de los enclaves
MARÍA ROSA DE MADARIAGA
Si el año de 1492 marca el final de la presencia política del islam en la península Ibérica, inaugura también un periodo que, como destaca el profesor Pierre Vilar, constituye “una continuación de la Reconquista en África, con un aspecto feudal, militar”. Los ataques de los señores andaluces al otro lado del Estrecho eran auténticas razias para hacerse con un botín y enriquecerse, pero paralelamente había intereses de Estado. Después de la caída de Granada en 1492, muchos musulmanes españoles emigrados se habían refugiado en territorio marroquí y para la monarquía española la necesidad de proteger el sur de España de posibles ataques procedentes del Magreb exigía la posesión de algunas plazas fuertes y de una base de operaciones del otro lado del Estrecho. El gran impulsor de las expediciones en África del Norte fue el cardenal Cisneros, quien equipó a sus expensas barcos y tropas al mando de Pedro Navarro, un aventurero, él mismo antiguo corsario. Sería este quien conquistara el peñón de Vélez de la Gomera en 1508. Los marroquíes lo recuperaron en 1522, para volver a manos españolas en 1564.
A las motivaciones que llevaron a estas conquistas en el litoral norteafricano vino a sumarse en el siglo XVI la aparición del gran corso berberisco, primero con los hermanos Barbarroja y luego con Dragut, apoyado por el Imperio Otomano, que se erigía como nueva potencia islámica en el Mediterráneo.
La predicación contra el islam prosiguió, esta vez contra el Turco, pero detrás de las exhortaciones en nombre de la fe cristiana yacían intereses políticos y económicos: la necesidad de defender el territorio contra toda posible agresión procedente del sur y proteger el comercio marítimo. El pretexto para la ocupación del peñón de Alhucemas el 28 de agosto de 1673 volvía a ser el de que allí encontraban refugio y albergue los corsarios que, en sus correrías e incursiones, atacaban las naves de las naciones cristianas.
Los dos peñones sufrieron ataques continuos de los habitantes de la costa para recuperarlos. Las condiciones de vida eran allí muy duras, llenas de privaciones —falta de agua y escasez de alimentos—, sobre todo en épocas de asedio, y calamidades como las terribles epidemias que diezmaban a las guarniciones y a la población penal. Cuando en el siglo XVIII el corso dejó de ser el principal problema, los peñones pasaron a ser presidios, no solo para criminales, sino también para confinados políticos a lo largo del siglo XIX, ya estuvieran adscritos al campo liberal o al carlista, según las épocas. Particularmente terribles fueron las epidemias de peste en 1743-1744, la de escorbuto en 1799 y la de fiebre amarilla en 1804 y 1821.
Desde mediados del siglo XVIII, los gobernantes españoles empezaron a plantearse la cuestión de si los gastos para el mantenimiento de esos enclaves valían o no la pena y no sería más conveniente abandonarlos. Más que un abandono puro y simple, se trataría de una cesión al sultán a cambio de ciertas ventajas económicas en el Imperio Jerifiano. Esta idea fue rechazada en 1801 por Godoy, para quien la cesión a Marruecos sería contraria a los “intereses de España”. Años después, la Junta Central, por un lado, y José I, por otro, entablaron negociaciones con el sultán para la cesión de ambos peñones, aunque sin llegar a ningún resultado. De nuevo, las Cortes reunidas en Cádiz en 1810 volverían a plantear el tema de la cesión, sin llegar a ponerse de acuerdo al ser muy grande la división de pareceres. El Gobierno liberal (1820-1823), surgido del pronunciamiento de Riego, planteó una vez más el asunto, con cuyo fin dio poderes al cónsul español en Tánger para firmar el tratado de cesión, pero las ventajas económicas otorgadas a España llevaron a Inglaterra a hacer presión sobre el sultán para disuadirlo de aceptar el tratado. En 1861 saldría de nuevo a relucir el tema del abandono o cesión de los dos “presidios menores” por considerarlos completamente inútiles, si bien la idea quedó posteriormente limitada al peñón de Vélez. Por último, el proyecto de abandono de los dos peñones resurgía en 1869 y, a pesar de que la comisión creada para estudiar el asunto dictaminó en sentido favorable, toda una serie de problemas, dificultades y dilaciones hicieron que el proyecto quedara una vez más en suspenso. El tema del abandono o cesión no volvió desde entonces nunca más a plantearse.
Las islas Chafarinas fueron ocupadas en enero de 1848, adelantándose a los planes de ocupación por Francia desde Argelia. El pretexto para ocuparlas fue el de constituir un buen abrigo para los barcos y poseer una excelente ubicación estratégica frente a la frontera argelino-marroquí. Lo mismo que los dos peñones, las Chafarinas fueron en su día presidio para delincuentes y confinados políticos.
Hoy día, las circunstancias han cambiado y resulta difícil creer que estos enclaves puedan representar una protección frente a la eventualidad de un peligro. Quizá haya llegado el momento de volver a plantearse hasta qué punto vale la pena conservar esos vestigios de un pasado ya caduco.
María Rosa de Madariaga es historiadora, especialista en las relaciones entre España y Marruecos.

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