mércores, 3 de outubro de 2012

En busca de los exploradores perdidos


Jacinto Antón, Barcelona. 22-9-2012
O coronel Perçy Harrison, perdido na selva amzónica en 1925
¿Quién no se ha perdido alguna vez? Perderse forma parte de la experiencia humana. Nos perdemos de niños, nos perdemos de adultos, nos perdemos al enamorarnos y nos perdemos inexorable y definitivamente entre las brumas de la vejez. Pero hay gente que se pierde más, que casi han hecho de perderse un desafío, si no un destino. Son los que se adentran en los confines, los que escapan de los caminos trillados, los que buscan nuevas sendas, retos y horizontes. Famosos aventureros y exploradores se han perdido a puñados a lo largo de la historia. Algunos han tenido la fortuna de reencontrar el camino o de que los rescatasen. O de no haberse realmente perdido, como Livingstone, que se sorprendió cuando Stanley le dijo que lo buscaban, y que paradójicamente es el icono de los exploradores perdidos. Pero muchos han desaparecido completamente y se sigue ignorando su suerte —seguramente mala—. Rastrearlos, como han hecho y hacen diferentes expediciones, resulta iluminador y emocionante, una gran aventura. Encontrarlos, estén en el estado que estén, sería la caraba.
El gran paradigma de explorador perdido e infructuosamente buscado hasta el momento es el coronel británico Percy Harrison Fawcett, desaparecido en 1925 en el Matto Grosso brasileño con su hijo y un amigo en una de sus expediciones en busca de la legendaria ciudad escondida de Z en la Amazonia. Convertido él mismo en un mito, Fawcett ha sido tratado de hallar sin resultado por numerosas expediciones cuyos miembros lo han pasado tan fatal como el mismo explorador perdido: más de 100 personas han muerto durante la búsqueda. Seguramente el coronel fue asesinado por los indios o murió de enfermedad en el infierno verde de la jungla infestada de anacondas, pero los más soñadores le imaginan un destino como rey de una ignota civilización, émulo afortunado de su kiplingnesco compatriota Daniel Dravot en el Kafiristain.
Tampoco se ha encontrado aún ni rastro de Friedrich Wilhelm Ludwig Leichhardt, explorador alemán y desertor del ejército prusiano desaparecido en 1848 mientras trataba de cruzar Australia con seis acompañantes y 80 animales de carga. Es difícil decir dónde se habrán metido.
Es un misterio también la suerte de otro explorador desaparecido mucho antes, John Cabot o Giovanni Caboto, el gran navegante italiano al servicio de Inglaterra que zarpó de Bristol en 1498 con cinco barcos en busca de Cipango —la misma idea de Colón, pero por el norte— y del que no ha vuelto a saberse nada más.
Tampoco se conoce bien qué fue del gran Henry Hudson, aunque podemos temer lo peor dado que la última vez que se le vio, el 23 de junio de 1611, fue al abandonarlo arteramente en una chalupa en las inmensidades heladas de la bahía que lleva su nombre la tripulación del Discovery, amotinada al grito de “¡mejor ahorcados en casa que muertos de hambre lejos!”.
A nuestro Hernando de Soto quizá se lo encuentre algún día drenando el Misisipi: allí, en el río que él mismo descubrió, cerca de Natchez, arrojaron en secreto en 1542 su cadáver sus hombres para impedir que los indios, que creían que el explorador era un dios, salieran de su gran error. La desaparición fluvial la comparte De Soto con Mungo Park, que yace en algún lugar del río Níger, al que se lanzó para escapar de los hostiles hausas. Para un repaso pormenorizado a buen número de exploradores perdidos véase Lost explorers, de Ed Wright (Pier, 2008). Otro puñado en Vanishes! Explorers forever lost, de Evan L. Balkan (Menasa Ridge Press, 2007).
Al conquistador Francisco de Orellana lo enterraron en 1546 al pie de un árbol en la Amazonia. Indiana Jones lo encuentra momificado con armadura y todo en su última película, pero dado que lo hace en Nazca, a más de 2.000 kilómetros de la zona donde murió, podemos seguir buscándolo.
Entre los navegantes perdidos de la edad de oro de la exploración náutica figuran Giovanni da Verrazzano, prosaicamente desaparecido en las barrigas de los indios caribes, y los portugueses Gaspar Corte Real, desaparecido tras alcanzar la península de Labrador, y su hermano Miguel, que fue a buscarlo y también se perdió.
Es un clásico tratar de encontrar a un explorador desaparecido —en plan Los hijos del capitán Grant— y desaparecer también. Ocurrió con varias de las ¡más de 50 expediciones! enviadas en pos de sir John Franklin, cuya misteriosa desaparición al frente de sus barcos de exploración en busca del paso del noroeste Erebus y Terror en 1846 conmovió y obsesionó a los británicos durante más de una década —“In Baffin’s Bay where the whale-fish blow / The fate of Franklin no man can know”—. Finalmente, en 1859, se dio con las tumbas, esqueletos y mensajes de algunos de los exploradores. Hubiera sido mejor no encontrarlos porque era evidente que, por mucho eufemismo que se le echara, habían practicado el canibalismo.
El propio Franklin aún no ha aparecido. Uno de los barcos enviados en busca de su expedición, el HMS Investigator (!), también perdido, ha sido hallado 150 años después, en 2010, por arqueólogos canadienses que buscaban (y siguen haciéndolo) el Erebus y el Terror. En 1985 el análisis de algunos de los restos de los marinos de Franklin —varios de ellos preservados abracadabrantemente en el permafrost— reveló envenenamiento por el metal de las latas de comida.
Entre los muchos desaparecidos en las dunas (como el ejército entero del rey persa Cambises, camino de Siwa: algún día aparecerá) figura el explorador irlandés Daniel Houghton, cuyo último despacho antes de adentrarse en el Sáhara data de 1793; aún no ha salido, pongámonos pues en lo peor. El navegante moderno perdido más famoso quizá sea Joshua Slocum desaparecido con su Spray en 1909. En 1939 se perdió en el mar el aventurero Richard Halliburton —autor de la primera foto aérea del Everest y que una vez llevó a volar con él al jefe de los cazadores de cabezas dayak—. Halliburton, al que se le acredita un romance con Ramón Novarro, trataba de atravesar el Pacífico de Hong Kong a San Francisco en un junco chino, el Sea Dragon.
Famosos aventureros perdidos son también el inspirador Everett Ruess, desaparecido en 1934 con 20 años en el desierto de Utah (unos huesos hallados en 2009 se le han atribuido pero con dudas: habría sido asesinado por indios ute para quitarle sus dos burros). Qué decir de Michael Rockefeler, retoño de la familia desaparecido en una expedición a Nueva Guinea en 1961 mientras trataba de alcanzar la orilla desde una canoa...
La exploración polar nos ha dejado un sinnúmero de exploradores perdidos y presumiblemente congelados. Tengo una querencia por Belgrave Edward Sutton Ninnis, teniente de los Fusileros Reales y miembro de la expedición de Mawson, que en 1912 se cayó en una grieta en la Antártida y no volvió. Como también la tengo por otro que sigue en aquel reino helado, Titus Oates, el corajudo miembro de la derrotada partida de ataque de Scott al Polo Sur y que dejó la tienda en plena ventisca, rumbo a una muerte cierta, para dar una oportunidad a sus camaradas. A Oates nunca se le ha hallado. Cherry-Garrad dio con sus calcetines: no habría ido muy lejos sin ellos en la Antártida. Quién sabe, quizá se lo encuentre ahora Ranulph Fiennes en su travesía del continente blanco.
Cosas más raras han pasado: miren el caso de George Mallory, perdido en el Everest en 1924 y encontrado en 1999 como si por él no hubieran pasado los años, por así decirlo —excepto si le mirabas la cara—. Por cierto, añadan en la lista de los más importantes personajes a encontrar a su acompañante de cordada, el bello y resuelto joven Andrew Irvine, que quizá lleve aún consigo la prueba fotográfica de que hubieran hecho cima (es una remota posibilidad) antes de caer.
Regresemos a los exploradores polares para recordar que a Amundsen, el rival y vencedor de Scott, no se le ha encontrado nunca: desapareció sobrevolando el mar de Barents en 1928 mientras participaba, precisamente, en la búsqueda de otro explorador, Nobile (que fue hallado vivo). En 2004 y 2009 la marina noruega trató sin éxito de localizar con un submarino no tripulado los restos del hidroavión Lathman en que volaba Amundsen.
La noticia de que este verano, en el 75º aniversario de su desaparición, se ha reemprendido la búsqueda de la pionera de la aviación Amelia Earhard, perdida a los mandos de un aeroplano Lockheed 10 E en 1937 en algún lugar del ancho Pacífico entre Nueva Guinea y la isla de Howland, es un estímulo para la imaginación. ¿Qué fue de la bella Amelia y de su copiloto Fred Noonan? Probablemente marraron el rumbo y el avión, sin combustible, se precipitó en el océano: allí estarán, bajo el agua, los rubios cabellos de la aviatrix devenidos remedo de algas. Una hipótesis menos probable es que cayeran en manos de los japoneses que los habrían tratado como espías y ejecutado.
Muy lejos de allí, en el Mediterráneo, desapareció el 31 de julio de 1944 otro de los grandes mitos de la aviación, Antoine de Saint-Exúpery. El aventurero escritor y piloto ya había bordeado la desaparición años antes como aviador de la línea Aéropostale y especialmente luego cuando se perdió en 1935 al estrellarse su aeroplano en el Sáhara egipcio cerca de Wadi Natrun y pasar cuatro días a la deriva en el desierto pertrechado con dos naranjas, hasta dar con un beduino.
La desaparición de 1944 fue definitiva: Saint-Ex volaba en su caza P-38 adaptado para reconocimiento (y desarmado) y no regresó jamás de su misión a la base de Córcega de la que había despegado. Desde entonces se han ido recuperando del mar pruebas más o menos concluyentes de su muerte —aún hay controversia—: un brazalete con su nombre, restos del avión, incluso se le atribuye un cuerpo hallado por un pescador poco después de su desaparición. Dos pilotos de la Luftwaffe han reivindicado hasta ahora el derribo con un entusiasmo más propio de haber cazado a George Preddy, el as de los Mustangs (los aeroplanos, no el grupo musical), que al autor de El principito.
En el apartado de los aviadores perdidos tenemos también a Charles Nungesser, exhúsar, as de caza francés (43 victorias), y aventurero, cuya desaparición en 1927, al tratar de volar en el biplano L'oiseau blanc el primero de París a Nueva York sin escalas, es uno de los grandes misterios de la historia de la aviación.
Si de aviadores hablamos no podemos olvidar a los españoles Mariano Barberá y Juaquín Collar, los pilotos del famoso Cuatro Vientos. El aeroplano, un Breguet XIX Gran Raid fabricado para la ocasión, había volado con gran éxito de Sevilla a Cuba, saliendo el 10 de junio de 1933 y llegando al día siguiente. Pero se perdió al continuar el 20 de junio hacia México. Las numerosas operaciones de búsqueda desde entonces (la última en 2003, por el buque oceanográfico Onjuku de la Armada mexicana, véase El vuelo del Cuatro Vientos, de Domínguez y Fernández-Coppel, Oberón, 2003), resultaron infructuosas. Según una teoría, los aviadores habrían realizado un aterrizaje forzoso en la sierra mazateca de Oaxaca y habrían sido asesinados por lugareños para robarles.
El pionero aviador australiano Charles Kingsford Smith, al que una vez salvaron de ahogarse en Sidney (hay gente que no escarmienta), por no hablar de que le amputaron parte del pie izquierdo al ser derribado durante la I Guerra Mundial, desapareció en 1935 en un vuelo de récord mientras volaba entre Allahabad (India) y Singapur. De su avión, el Lockeed Altair Lady Southern Cross, se encontraron casi dos años después trozos en la costa birmana y en 2009 un equipo de filmación aseguró haber hallado el resto del aparato. Kingsford-Smith había sido objeto de polémica cuando en 1929 realizó un aterrizaje de emergencia en Australia y se le dio por perdido. Dos aviadores murieron al estrellarse su propio avión durante la búsqueda y sentó muy mal que el piloto desaparecido y su tripulación se hubieran emborrachado durante la espera.
¿Tiene sentido buscar a toda esa legión de desaparecidos? (¡y no nos dejemos a la legendaria legión perdida, la IX Hispania!). Aparte de los enigmas históricos que plantean muchas de esas desapariciones y que podrían quedar resueltos, no olvidemos que al igual que perderse es algo indisociable de nuestra naturaleza (a pesar del GPS), la curiosidad y el afán de esclarecer misterios se cuentan entre nuestros impulsos más fuertes. Así que mientras haya un explorador perdido, qué caramba, lo seguiremos buscando.

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