Ánxel Grove 13
diciembre 2012 20 20minutos.es
La historia que transmitió Joe O’Donnell sostiene
que fue él quien hizo la foto. Tenía 23 años, era marine del Ejército de los EE
UU y estaba en Nagaski, la ciudad japonesa contra la cual un objeto llamado Fat Man —3,3 metros de largo; 1,5 de diámetro
y un peso de 4.600 kilos— había sido lanzado desde un
avión militar a las 11 de la mañana del 9 de agosto de 1945.
La explosión del artefacto atómico, de una
potencia —equivalente a la detonación de 22.000 toneladas de dinamita— que la
mente humana sólo puede imaginar como una ecuación, causó la muerte
inmediata de 150.000 personas. Fue la segunda bomba atómica en tres días
que los EE UU lanzaron sobre población civil de Japón.
Muchos años después, en 1989, O’Donnell contó la historia de la foto por
primera vez. La conocemos por una tercera persona, su hijo Tyge, entonces un
adolescente.
Una copia de la imagen estaba sobre la mesa de la cocina del hogar familiar
de Nashville.
— El pequeño está muy dormido, comentó Tyge, que nunca antes había visto la
foto en casa.
— No, hijo, no está dormido. Está muerto y su hermano espera para
incinerarlo. Cuando quemaron el cadáver el chico mayor se hizo sangre en
los labios de lo fuerte que se mordía para no llorar .
Esa es la historia que O’Donnell —fallecido en 2007, a los 85 años— se
encargó de difundir y su hijo, ahora un adulto, quiere
mantener viva.
En resumen, los O’Donnell sostiene que tras la rendición de Japón y la
invasión posterior, el marine fue enviado por el Ejército a Nagasaki
para que registrase los efectos de la bomba atómica. Lo que vio —orfandad, un
cementerio inmenso, personas con quemaduras con dimensión de pesadilla…— cambió
su vida. Algunas de las fotos, entre ellas la del niño
con el cadáver de su hermano, las escondió porque tenía miedo de que los
mandos las incautasen. Al volver a los EE UU las guardó en unas cajas que
depositó en el ático durante más de cuarenta años.
Esa, digo, es la historia. Pero los fotógrafos, como cualquier ser
humano, pueden mentir.
Durante años, O’Donnell se dedicó a dar conferencias y conceder
entrevistas. En ellas, además de volver al horror que encontró en
Nagasaki, recordaba sus años como fotógrafo oficial de la Casa Blanca y presentaba como suyas fotos que hicieron otros.
Eran maniobras de una enorme inocencia: se adjudicaba imágenes tan conocidas
como la del niño John F. Kennedy Jr saludando a lo militar el ataud de su
padre, el presidente JFK, que hizo Stan Stearns. Aunque nunca trabajó para la
Casa Blanca, O’Donnell posaba ante una pared repleta de retratos
de mandatarios a los que decía haber retratado. Ninguna de las fotos era
suya.
Cuando el escándalo, como era previsible, saltó a la luz, O’Donnell no se
retractó. Su hijo, que entonces encabezaba una empresa para intentar sacar
beneficios de las fotos del padre, atribuyó las fantasías a un episodio de
“demencia senil”.
No hay constancia, según los archivos del Ejército que lanzaba bombas atómicas
sobre civiles, de que el marine fuera destinado a Nagasaki en 1945. Tampoco, y
de ese pormenor sí hay constancia, trabajó jamás para la Casa Blanca.
Nada sabía de la foto de los hermanos hasta que la encontré en un blog personal que frecuento. De la
intrahistoria me fui enterando, con pasmo y asombro, más tarde.
Las mentiras de O’Donnell convierten en pertinentes algunas preguntas: ¿son
ciertas las fotos de Nagasaki?, ¿las hizo O’Donnell?, ¿es real la historia,
el pie de foto, del niño esperando la cremación de su hermano?, ¿por qué el
fotógrafo escondió las imágenes durante tantos años, demasiados como para
protegerse de la censura militar?, ¿está muerto o está dormido el niño japonés?.
También deberíamos formular otra pregunta que acaso sea la unica
primordial: ¿importan las mentiras presuntas de un ser humano cuando hablamos
de una carnicería cometida por otros seres humanos, también mentirosos, pero, y
eso los diferencia de O’Donnell, indiferentes al horror?
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