xoves, 6 de decembro de 2012

Las gemas del abismo


En África hay diamantes de sangre, y en Pakistán, gemas hechas de esfuerzos sobrehumanos en las montañas del Karakórum, en altitudes de más de 4.000 metros. Hemos estado con esos hombres que buscan tesoros en las cumbres.
Una explosión rompe la calma del pueblo de Dassu, a orillas del río Braldo en las montañas del Karakórum pakistaní. Un par de kilómetros río arriba, colgado a 80 metros del suelo, Mohammad Ashraf coloca otro cartucho de explosivo wabox de 50 × 500 milímetros y enciende la mecha antes de parapetarse en un agujero contiguo. Lleva un viejo arnés del ejército con el que se asegura a una cuerda despeluchada. Unos metros más abajo, su compañero Gulam Nassur se protege de los fragmentos de roca detrás de un compresor chino que han embutido en una oquedad excavada en el granito.
La explosión sacude el valle y hace que una lluvia de piedras salte como un vómito al vacío. Gulam y Ashraf, provistos con mazos y punteros, pican ahora en precario equilibrio sobre el abismo. Buscan gemas en las bandas de pegmatita que fenómenos tectónicos profundos convirtieron en cristales. Manejan kilos de explosivos ilegales, trabajan en una pared colgados de cuerdas y escalan cargados con pesados martillos neumáticos para taladrar. No está de más señalar que están a las puertas de un parque nacional. Pero en estas montañas, como en otros muchos puntos de Pakistán, la supervivencia desplaza a la legalidad. La historia de Gulam y Ashraf es la de un país siempre al borde de la tragedia que se sobrepone a base de risas. Si encuentran una buena pieza de aguamarina, un rubí o una esmeralda, serán ricos; si no, continuarán trabajando de sol a sol en su miseria cotidiana.
Skardú es una ciudad polvorienta, capital de la región de Baltistán, en el norte del país. Los bazares se apiñan a ambos lados de la única carretera que cruza las montañas en dirección a Islamabad. Las viviendas de una planta se amontonan detrás de las tiendas, en un caos de cables, canales de riego y calles sin pavimentar. Gilgit-Baltistán es una de las zonas de Cachemira controladas por Pakistán. Según el Institute for Gilgit Baltistan Studies, la renta per capita de esta provincia es una cuarta parte de la media nacional, y más de la mitad de la población vive por debajo del límite de la pobreza. En Skardú se concentra la venta de gemas, un negocio abastecido por unos 3.800 mineros que trabajan principalmente en los valles de Shigar y en el distrito de Rondu.
Rozi Ali es un bepari, un tratante de piedras preciosas y minerales. Su casa de Skardú es un edificio de dos plantas con un porche sostenido por columnas pretenciosas. Conduce un todoterreno último modelo. Las ruedas del vehículo tienen un profundo dibujo. Cada uno de estos tres detalles –la casa de dos pisos, el vehículo y los neumáticos nuevos– dan muestra de su elevado estatus económico. Rozi tiene 35 años y dos hijos, es chií como la mayoría de la población en Baltistán, y en el salón de su casa muestra orgulloso una foto de un viaje religioso a Irán. Su hijo pequeño saca paquetes de piedras envueltos en papel de periódico. En un instante, el estrecho recibidor se llena de centenares de piezas de aguamarina, topacios, epidotos, esmeraldas, turmalinas, granates y rubíes. Son piedras en bruto, algunas de alta calidad. Rozi Ali vende los ejemplares más grandes a museos extranjeros, mientras que las piezas más menudas viajan a Peshawar, Karachi, India o Tailandia, donde serán talladas y certificadas por un laboratorio gemológico, muchas veces sin tener en cuenta su procedencia.
La aguamarina es la estrella de la zona. Se trata de una variedad de color azul verdoso del berilo que se forma por cristalización de los fluidos asociados a las venas pegmatíticas. En las montañas de Baltistán, estas vetas se encuentran en paredes verticales de muy difícil acceso. Rozi se pasa el día hablando por teléfono con mineros y compradores, en urdu, en baltí y en un inglés básico. Tras colgar, sujeta con una mano una gran pieza de aguamarina que compró el día anterior por 800 euros, y que en un par de días venderá a un museo alemán por el triple. Toda una fortuna en esta parte del mundo. Una piedra de alta calidad para joyería con grandes dimensiones y de un profundo color azul puede alcanzar un precio en Skardú de 50.000 rupias paquistaníes (unos 400 euros) por quilate (0,2 gramos). Esta misma piedra, una vez tallada, certificada y colocada en el mercado internacional, puede alcanzar los 1.200 euros el quilate.
La aldea de Hushé está situada a una altitud de 3.100 metros, en pleno corazón de las montañas del Karakórum, no muy lejos de la frontera con China y del glaciar de Siachen, una zona en conflicto, ahora ocupada por el ejército indio. Se trata de una de las áreas más remotas del mundo y la cuna de las grandes montañas que superan los 8.000. Cuatro cumbres principales y una secundaria superan esa elevación. La más conocida es el K2, segunda altura del planeta, con 8.611 metros, y la más difícil y peligrosa de ascender. Una de cada nueve personas que alcanzan esta cumbre muere durante el descenso. En 2008, 11 personas murieron a causa de una avalancha de nieve en el lugar conocido como el “cuello de botella”, a una altitud de 8.300 metros. A esa altura, respirar o pensar se convierten en ejercicios extremos.
Durante los últimos 30 años, desde la popularización del turismo de montaña, los hombres más fuertes de Hushé se han dedicado a trabajar como porteadores de altura. Son los tipos que cargan, los que ponen la cuerda, los que abren la huella, los que acarrean las botellas de oxígeno, los que recogen los campamentos cuando todo ha terminado. Las ganancias durante la corta y arriesgada temporada pueden ser cuantiosas: unos 1.800 euros por una expedición de cinco semanas. Para los que no tienen esa fuerza excepcional o evitan tanto riesgo queda el pastoreo o la minería.
Gulam Nabi tiene una apariencia endeble, pero si se escruta en el fondo de sus ojos se puede encontrar el gesto alegre e indiferente de quien ha esquivado muchas veces la muerte. También sus manos cuentan otra historia que poco o nada tiene que ver con su porte delgado y su aspecto tímido. Conserva todas las falanges, algo no muy usual entre hombres que se pasan la vida manipulando explosivos o subiendo cargas a 8.000 metros con temperaturas de hasta 30 grados bajo cero. Sus dedos son robustos, con la carne prieta y oscurecida por el trabajo, pero su mirada conserva un brillo adolescente a sus 32 años, como si sus actividades de cada verano necesitasen un poco de ironía juvenil. Gulam explica que siempre ha cuidado mucho sus dedos en la altura de la montaña. “Cuando subo por encima de los 7.000, nunca me quito las manoplas de pluma. Un momento con la mano descubierta y te congelas”. Termina la frase con un movimiento que recrea unas tijeras imaginarias. Una leve congelación a esa altura significa amputación.
Gulam Nabi es de Hushé. Tras ocho años trabajando como porteador de altura, ahora ha dejado parte de su temporada de verano libre para probar fortuna con la minería. El verano es corto en estas montañas de Pakistán, apenas dos meses en los que el clima es lo suficientemente benigno para trabajar por encima de los 4.500 metros. La mina de Gulam Nabi está a dos días caminando de Hushé, en el margen derecho del glaciar de Gondogoro, rodeada de montañas que superan los 6.000 metros. A poca distancia del prado, colgado sobre la morrena glaciar donde se encuentra el campamento minero, está el Laila Peak, una de las montañas más bellas de Pakistán, y el Masherbrum o K1, 22ª altura del planeta y una de las más difíciles. Los mineros trabajan en un equipo llamado handual, compuesto por ocho o nueve personas. Dos o tres son los inversores. Uno compra el explosivo; otro, el martillo neumático (en este caso, de fabricación china y de gasolina), y el tercero se ocupa de los gastos de comida. El resto son obreros sin ninguna preparación. Los inversores no trabajan, pero el reparto de los beneficios es equitativo entre todos los miembros del handual.
El caso de Gulam Nabi es especial, pues ha decidido trabajar solo. La mina, enclavada en el parque nacional del Karakórum, es propiedad del pueblo, y él no tiene ningún permiso. Durante varios días transporta cargas de 30 kilos hasta el campamento, una dura faena a la que está acostumbrado por su ocupación de porteador. Desde el prado de Shakg La, a 4.300 metros, busca una vena de pegmatita donde comenzar la tarea. El lugar elegido resulta estremecedor. Allí, en el lugar más peligroso de la montaña, Nabi ha establecido su lugar de trabajo. Gracias a su experiencia como escalador, asciende con facilidad 60 metros sobre la roca compacta hasta alcanzar un dique pegmatítico. “He observado durante varios días la pared con los prismáticos hasta encontrar oquedades en una veta. Donde la roca es blanda hay más posibilidades de encontrar gemas”, dice mientras su mujer calienta un té con madera de sabina. “Subí el martillo compresor con un sistema de poleas y rápidamente me puse a picar y a dinamitar para hacer un agujero donde protegerme para que no me golpeasen las piedras. Pero este primer año no ha habido suerte, apenas he encontrado unos cristales sin valor”, afirma resignado, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, mientras sorbe el té salado con mantequilla, una bebida que constituye la dieta básica de los baltíes.
Para la época en que la lluvia torrencial del monzón traspasa la cadena del Karakórum y provoca inundaciones, Gulam, gracias a sus conocimientos de montaña, ha encontrado un nuevo negocio: “Cada vez que el río se lleva el puente de Saitcho, mi compañero Gulam Brasul y yo instalamos una tirolina y cobramos 200 rupias por trayecto a los turistas que vienen del trekking del Baltoro”. Gulam Nabi tiene cuatro hijos a los que alimentar y una familia mucho más numerosa de la que ocuparse. Sus diversos negocios son peligrosos y nacen, muchas veces, de la desventura y la inaccesibilidad de estas tierras en las que ha nacido y en las que probablemente morirá joven. El Karakórum está vivo, las placas tectónicas siguen haciendo crecer las montañas; las lluvias y el deshielo desgarran la tierra, las piedras caen y ruedan peligrosamente, los ríos fluyen oscuros y cargados de sedimentos. El Karakórum es “la más genial expresión de las fuerzas orogénicas del planeta”, según decía Günter Oskar Dyhrenfurth, uno de los primeros visitantes occidentales en esta cordillera.
La Oficina Antiterrorista del Departamento de Estado de EE UU contabilizó el año pasado 3.170 muertos en Pakistán en incidentes relacionados con el terrorismo. En un país donde los explosivos son baratos y accesibles hay muchas posibilidades de que cualquier cosa salte por los aires. Mohammad Isaac sostiene en sus manos un cartucho de wabox mientras explica el proceso que su handual ha utilizado para comprar los más de 40 kilos de barreno que han utilizado este verano en la mina de Hushé. Isaac trabaja en la misma pared que Gulam Nabi, pero varios cientos de metros más arriba. “Hay que tener una licencia especial para comprar los cartuchos. En Skardú hay dos lugares de venta a un precio por unidad de 150 rupias (un euro y medio)”. Mientras habla, da vueltas en sus manos al wabox como si fuese un juguete. Este compuesto, a base de nitrotoluenos, nitroglicerina, DNT y TNT, es la pesadilla del ejército aliado en Afganistán. Fabricado en Pakistán por Wah Nobel, una compañía creada en 1962 de la fusión de Saab de Suecia, Almisehal de Arabia Saudí y Pakistan Ordnance Factories. Se trata de un explosivo basado en nitratos, fácilmente detectable por perros y máquinas, muy estable y seguro tanto para almacenar como para transportar y detonar. Además, es asombrosamente barato, una caja de 25 kilos se puede comprar en cualquier lugar de Pakistán por algo menos de 170 euros. “Los permisos no son un problema”, dice Isaac. “Por 2.000 rupias, alguien que tiene la certificación te puede conseguir muchos kilos”. Esta es la razón por la que todo el mundo en estos pueblos de montaña tiene unos cartuchos de nitroglicerina en casa. Los utilizan para abrir caminos, partir grandes piedras en los campos de cultivo o para trabajos de construcción. Los otros usos del material son innumerables y muy oscuros.
El motel Concordia de Skardú es uno de los centros sociales en este pueblo del salvaje norte paquistaní. Sus frondosos jardines son un mirador inmejorable sobre las aguas del río Indo, que en este punto forma una balsa de aguas tranquilas que se mueve corriente abajo de una manera plácida y perezosa. En este escenario rodeado de escarpados picos, Wazir Ejaz Hussain, mánager de la ONG Baltistan Culture & Development Foundation, explica los esfuerzos de esta organización por establecer y promover el negocio de las gemas en la región. “En 2004 creamos la Baltistan Gems and Minerals Association, a través de la cual los vendedores y compradores de gemas pueden obtener licencias y ayudas para acceder a los mercados internacionales. En Pakistán, el negocio de las piedras preciosas está centralizado en Peshawar, y la industria de corte y pulido está localizada en Karachi, pero queremos conseguir que nuestro producto viaje directamente al extranjero para minimizar el número de intermediarios, con lo que se garantiza la calidad a un coste menos elevado”. Según un estudio realizado por la organización gestionada por Wazir Ezaj, “25 tipos diferentes de piedras preciosas y minerales se encuentran en los valles de la región. En 2007, la minería generó unos ingresos de 77 millones de rupias (unos 626.000 euros). Sin embargo, las técnicas de minería que se utilizan en la actualidad son primitivas y causan la destrucción del 50% del producto”. Es sorprendente escuchar en boca de Wazir Ezaj que “ni un solo ingeniero de minas supervisa la actividad en la región”.
A 74 kilómetros de Skardú se encuentra el pueblo de Dassu, en el valle de Shigar, por donde circulan los viejos Toyota cargados de montañeros hacia el glaciar Baltoro. El turismo era hace años una de las principales industrias de Baltistán, pero tras los atentados del 11-S, el número de extranjeros que visitan la región ha disminuido drásticamente. Según Nazir Ahmed, de la agencia de turismo Hushé Treks & Tours, “en los últimos años, el número de expediciones a las montañas del Karakórum se ha reducido a un tercio de las que había años atrás, a pesar de que entonces las comunicaciones y los servicios eran aún más primitivos”.
Podemos decir que esta industria improvisada, peligrosa y sin clara regulación de las minas de Baltistán es un reflejo del país. Un país nuevo, alterado por las guerras y por los conflictos internos, un país en el que cada región tiene su propia lengua y, algunas, su propio movimiento independentista, y donde la economía está mantenida y velada por más de 430 ONG. Mary Anne Weaver, autora de Pakistan: In the shadow of jihad and Afghanistan, vaticinó que las debilidades estructurales de Pakistán son tan avanzadas que “bien podría convertirse en el Estado fallido más nuevo del mundo; además, un Estado fallido con armas nucleares”. Según Haroon Arbab, que trabajó entre los años 2008 y 2011 realizando estudios para el Stone and Mining Department, y que concluyó que la mayoría de las explotaciones mineras de Baltistán son ilegales, “estos mineros ocasionales no son mineros, sino supervivientes”. Supervivientes cargados de explosivos. Como el país.

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