martes, 31 de xullo de 2012

De los clubes de blues a los estadios: 50 años de Rolling Stones


La banda compuesta por Jagger, Keith Richards (guitarra), Ronnie Wood (bajo) y Charlie Watts (batería) sigue dando guerra con proyectos diversos, si bien por separado
Patricia Rodríguez (EFE) Madrid 12/07/2012
De tocar blues en locales nocturnos a ser garantes infalibles de éxito comercial, The Rolling Stones, la banda de rock más longeva del globo, cumple 50 años de su primer directo.
Fundado en abril de 1962, el icónico e irreverente grupo de Londres celebró su concierto debut un 12 de julio de ese mismo año en la mítica sala del Soho londinense Marquee Club cuando su icónico cantante, Mick Jagger, tenía solo 18 años.
Si entonces ya apuntaba maneras, medio siglo después, la formación compuesta -tras varios cambios en sus componentes a lo largo de los años- por Jagger, Keith Richards (guitarra), Ronnie Wood (bajo) y Charlie Watts (batería) sigue dando guerra con proyectos diversos, si bien por separado.
Como tributo a cinco prolíficas décadas en las que el influyente grupo vendió más de 200 millones de copias, sacó al mercado 24 álbumes y llevó al delirio a fans incondicionales, mañana sale al mercado un libro que repasa en fotos su brillante trayectoria.
Además de instantáneas, algunas tomadas por Philip Townsend, autor de las primeras fotos de la banda, el libro The Rolling Stones: 50 muestra también material inédito del grupo seleccionado por los propios músicos.
La obra incluye 700 imágenes, 300 en color y muchas sacadas del archivo del tabloide británico The Daily Mirror -en posesión de la mayor colección de un diario de fotografías de esa banda-, y, según los propios artistas, "cuenta la historia de cincuenta fantásticos años".
Esa sucesión de instantáneas sobre sus "Satánicas Majestades", artífices de temas de clásicos como (I Can't Get No) Satisfaction, Sympathy for the Devil o Gimme Shelter, documenta la escalada al estrellato de una formación que logró con su música, su estética y su actitud provocadora rendir a la crítica a sus pies.
También Somerset House alberga desde este viernes una exposición fotográfica gratuita con material inédito que documenta ese último medio siglo de éxitos y en cuya presentación estarán presentes mañana los músicos.
Y, por si fuera poco, los Rolling han estrenado logotipo: un diseño del inglés Shepard Fairey, artista fetiche de roqueros, que ha remodelado sutilmente los reconocibles labios rojos que identifican desde hace años a la banda.
Fairey, artífice de un póster del presidente de EEUU Barack Obama y autor de portadas de álbumes de Tom Petty, Stone Temple Pilots o Led Zeppelin, ha añadido un círculo alrededor de la sugerente boca roja con el lema "Los Rolling Stones/Cincuenta Años", incorporando el número 50 entre el nombre del grupo.
Atesoran premios, acumulan conciertos legendarios y fueron incluidos, en 1989, en el Salón de la Fama del Rock and Roll. También se ganaron en 2004 el cuarto lugar en la clasificación de los cien artistas más grandes de todos los tiempos de la prestigiosa revista "Rolling Stone".
Otra publicación, la británica Q, considera que los autores de trabajos de culto como Beggars Banquet (1968), Let It Bleed (1969), Sticky Fingers (1971) o Exile on Main St. (1972) es una de "las 50 bandas que tienes que ver antes de morir".
Ahora su ejército de seguidores acaricia la posibilidad de que los Stones celebren una gira en 2013 y lancen al mercado un nuevo álbum, algo de lo que tanto Richards como Jagger han hablado pese a la tirante relación que desde hace años existe entre quienes fueron grandes amigos de la infancia.
Al parecer, las desavenencias entre Jagger, a quien los medios retratan como un "playboy" asiduo a la prensa rosa y los círculos de la alta sociedad, y Richards, visto como la más pura esencia del rock, se agravaron a raíz del contenido de las memorias del segundo, Life (2010), donde el guitarrista no tuvo miramientos para referirse a su compañero.
Los Stones concluyeron en 2007 su última gira mundial, llamada A bigger band, tras ofrecer 147 conciertos en 118 ciudades y vender cuatro millones y medio de entradas en dos años.
Lo que parece claro es que, 50 años después de aquel primer directo, los Stones pueden presumir de ser la banda más longeva reconocida mundialmente en la grandilocuente historia del rock and roll.

luns, 30 de xullo de 2012

El obús más rojo


Mercedes Núñez sufrió la represión franquista y nazi por su militancia comunista
Si Mercedes Núñez (Barcelona, 1911-Vigo, 1986) hubiese querido, al abrir las manos se las habrían llenado de oro y chocolates, pero eligió cerrar el puño y erguirlo en rebeldía. Nacida en un confortable nido familiar de tradición joyera y chocolatera, abrazó el comunismo en su Barcelona natal en los años treinta y en Galicia lo gritó convencida desde finales de los setenta. Entre ambas fechas, pagó con su libertad la desfachatez de ser roja. Su noche de piedra entre Galicia y Madrid trató de disuadirla de la lucha a base de penurias e injusticia, pero solo la convenció de que jamás volvería a una jaula franquista. En el exilio se ganó un billete en el vagón de la muerte. En el campo de concentración de Ravensbrück (Alemania) casi se le escapa la vida.
Este domingo, de la mano de su hijo, el nombre de Mercedes reverberó en la isla de San Simón, que se convirtió en bandera contra el olvido y reivindicó 76 años de memoria que el silencio envenena. De padre gallego y madre catalana, fue católica practicante hasta su juventud, recibió nociones de piano, francés y buenos modales. Le apasionaba la vida política que agitaba las calles y admiraba desde la grada los progresos de la Segunda República. Pero en julio de 1936, el eco de los primeros disparos en las calles de Barcelona la obligó a posicionarse. “Ya no se podía ser neutral”, afirmaría años más tarde.
En 1939 buscó refugio en Galicia y se equivocó. En la calle Real de A Coruña, las garras del franquismo le arrebataron por primera vez la libertad mientras trataba de reorganizar el Partido Comunista en la ciudad. Estuvo primero en la vieja cárcel de A Coruña, junto a la Torre de Hércules. Después la trasladaron a la prisión madrileña de Las Ventas. En un almacén inmundo con 6.000 mujeres hacinadas en un espacio pensado para 500, aprendió durante dos años a conjurar miserias entre sardanas, pandeiradas y alalás mientras reflejaba bajo su lápiz rostros que añoraban espejos. Le echaron doce años y un día, pero en 1942 cruzó la puerta de salida por un error administrativo. “Explica en la calle lo que has visto aquí”, le susurraron en el último abrazo.
En Francia ejerció como enlace hasta que se la llevó un convoy que castigaba disidentes. El infierno partió de Carcassonne en un vagón donde 53 mujeres viajaron apiñadas durante cinco días hacia un destino incierto. Faltaba espacio, agua y comida, pero la Marsellesa brotó de unos cuantos pulmones agotados y, como un reguero de pólvora, estremeció las latas de aquel tren de mercancías.
Con un triángulo rojo que la identificaba como presa política y un número en el pecho que la privaba de condición humana, en el campo de concentración alemán de Ravensbrück conoció el horror nazi. Su fuerza de trabajo se la devoró una fábrica de armamento en la que se empleaba a fondo para sabotear los obuses que alimentaban la guerra. Lo hizo hasta que la tuberculosis la llevó a la enfermería, antesala de la cámara de gas. El mismo día que su médico le recetó el “transporte” a la postrera sombra, sus guardianes tuvieron que huir por la proximidad de las tropas americanas. La liberación la encontró con 30 kilos de vida, los pulmones destrozados y una bandera republicana en la cintura. Tenía el cuerpo roto pero el ánimo intacto. “¿Ha caído ya Franco?”, fue su primera pregunta. Aún tendría que aguardar 30 años a las afueras de París para que la complaciese la respuesta.
De vuelta en España, se instaló en Vigo hasta su muerte porque “pensaba que en Cataluña hacía menos falta”, cuenta su hijo, Pablo Iglesias, afanado en atizar la llama de su memoria. “Fue un acto militante”. Empuñó el megáfono en la campaña por la redención de los foros porque “no entendía cómo la gente seguía pagándolos a la Iglesia” y se dejó la voz en mítines del Partido Comunista de Galicia durante las primeras legislativas.”Lo que menos le gustaba de Galicia era su sumisión”. A Mercedes la movían las causas y de ellas hablaba con profusión, pero de su propia vida, su hijo supo más “por otra gente que por ella”.
Recopiló la única lista que existe de deportados gallegos en los huertos de la barbarie nazi. Recorrió ayuntamientos, indagó en el destino de “abuelos huidos” y escrutó los funestos inventarios de los campos de concentración. Sumó 220 nombres. Para ellos quiso que se irguiese un monumento y llamó a las puertas de los Ayuntamientos de Vigo y A Coruña, pero consiguió solo evasivas. “Nos acusan de querer abrir heridas, pero las heridas nunca cerraron”, afirma Pablo Iglesias. “Dicen también que en una guerra todo el mundo es culpable, pero en Galicia no hubo guerra, solo represión”.

domingo, 29 de xullo de 2012

Hungría detiene al presunto criminal de guerra nazi László Csizsik-Csatary


El Centro Simon Wiesenthal lo responsabiliza de la deportación de unos 15.700 judíos húngaros
Las autoridades inician el procedimiento para que sea puesto bajo arresto domiciliario
La fiscalía de Budapest afirma que el hombre ha rechazado las acusaciones en su contra
La fiscalía general de Budapest ha anunciado este miércoles que el presunto criminal de guerra nazi László Csizsik-Csatary, localizado el pasado domingo por periodistas del diario británico The Sun en la capital húngara, ha sido detenido y ha rechazado las acusaciones en su contra.
Según un comunicado de la fiscalía, el expolicía de 97 años, presunto responsable de la deportación al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau de más de 15.000 judíos durante la Segunda Guerra Mundial, ha sido interrogado como acusado y las autoridades judiciales húngaras han comenzado el procedimiento para que sea puesto bajo arresto domiciliario.
La fiscalía reconoce que en octubre del año pasado se confirmó la identidad del acusado, que vivía bajo su nombre real en Budapest desde hace 15 años, cuando huyó de Canadá después de que se descubriera su identidad y las autoridades de ese país, en el que había pasado varias décadas, iniciaran una investigación.
El Centro Simon Wiesenthal de Jerusalén responsabiliza a Csizsik-Csatary de haber enviado a los campos de exterminio nazis de la Polonia ocupada a alrededor de 15.700 judíos en 1944, el año en que un golpe de Estado llevó al poder en Hungría al partido filonazi Cruz de Flecha, que seguía la línea criminal y antisemita del régimen de Adolf Hitler.
"Estamos muy satisfechos con las medidas adoptadas en Budapest, pero sólo son pasos iniciales y exhortamos a las autoridades húngaras a agilizar este caso para que se alcance la justicia", afirmó el director de esa organización con sede en Jerusalén, Efraim Zuroff.
Según señaló Zuroff el pasado lunes, Csizsik-Csatary también es responsable, como jefe del gueto de la ciudad de Kassa (hoy Kosice, en Eslovaquia), del traslado en 1941 de unas 300 personas a la ciudad de Kamenetz-Podolsk en Ucrania, entonces también bajo ocupación nazi, donde la inmensa mayoría murió.
Según informa hoy la fiscalía húngara, la justicia eslovaca ha confirmado a las autoridades de Budapest que el acusado fue condenado a muerte en la entonces Checoslovaquia tras la Segunda Guerra Mundial. El expolicía, sin embargo, fue hallado culpable en ausencia, ya que tras la victoria de los aliados en la guerra huyó a Canadá, donde se creó una nueva identidad como comerciante de obras de arte. Las autoridades canadienses le retiraron la nacionalidad cuando fue descubierto, pero Csizsik-Csatary logró huir de nuevo en 1997, antes de que se tramitase su deportación. A partir de ese momento, el expolicía se instaló en Budapest con su identidad original, según ha confirmado la fiscalía húngara.
El equipo de reporteros británicos logró localizar a Csizsik-Csatary en Budapest con ayuda del Centro Simon Wiesenthal y su proyecto Operación: Última Oportunidad, con el que la organización judía busca llevar ante la justicia a los criminales de guerra nazis que aún viven. En la lista de los más buscados el húngaro ocupaba el primer lugar.
"(Csizsik-Csatary) era conocido por su sadismo y por su deseo expreso de apresar a todos los judíos para deportarlos a Polonia. Si se hace justicia con este hombre servirá para cerrar en cierto modo la cuestión para las comunidades judías de Hungría y Eslovaquia", afirmó Zuroff el pasado domingo, después de que los periodistas del diario británico localizaran y fotografiaran al expolicía.
Cuando los reporteros llamaron a su puerta, tras seguirlo en un paseo de cuatro horas por su barrio, el hombre les abrió en ropa interior y se negó a hablar de su pasado. "No, no. Marchaos", les dijo Csizsik-Csatary en inglés, con un acento canadiense que adquirió durante los años que pasó en Toronto y Montreal, según el artículo en el que The Sun dio a conocer la noticia del hallazgo.
El expolicía también se negó a hablar sobre la investigación abierta por las autoridades canadienses, pero los periodistas insistieron. "¿Lo niega? Mucha gente murió como consecuencia de sus acciones", le espetó uno de ellos. "No, no lo hice. Marchaos de aquí", les dijo antes de cerrar la puerta con violencia.
El portavoz del la Cancillería israelí, Lior Ben Dor, afirmó que la detención de Csizsik-Csatary es muy importante para conservar la memoria del Holocausto. "La intolerancia y falta de una educación adecuada y de valores humanos pueden llevar a holocaustos contra otros pueblos, por eso debemos unirnos para que nunca se repita contra ningún otro pueblo", señaló el funcionario.

domingo, 22 de xullo de 2012

“Me dieron un Kaláshnikov y me enseñaron a matar”


Un ex niño soldado raptado por las fuerzas de Lubanga relata su terrible experiencia y el calvario de la reinserción en Congo
 “He visto morir a mis amigos. No a muchos. A todos”. Gestaing habla rápido, como si estuviese contando la vida de otro o, simplemente, como si no quisiese darse cuenta de que es la suya la que está dibujando con palabras entrecortadas. Habla mientras surfea al mismo ritmo hiperacelerado sobre su moto Made in China por las carreteras en construcción de Bunia, capital de Ituri, en el noreste de la República Democrática del Congo. La ciudad es un hervidero sin ley ni Estado que recuerda a las películas del Lejano Oeste. Hoteles, bares y tiendas surgen como hongos: Bunia tiene una prisa tremenda por cambiar de piel en el intento, urbanístico y económico, de borrar las profundas cicatrices de unas guerras —la de Ituri y las dos de Congo— largas y brutales. Gestaing, como mucho, logra maquillar sus heridas.
Ahora tiene 24 años y un trabajo de conductor de moto-taxi. En 2002 las milicias de la UPC, la Unión de Patriotas Congoleños de Thomas Lubanga, entraron en su casa y le robaron su adolescencia. “Los milicianos llegaron a mi aldea, en el norte de Bunia, en el camino que va hacia las minas de Mongbwalu. Estaba con mi madre y mis hermanas. Mi padre ya nos había abandonado por la guerra. No teníamos nada que darles, así que me raptaron. Tenía 14 años”. No fue el peor parado. “Conmigo atraparon también a unos niños de 8 o 9 años. Yo era de los mayores, eso me ayudó para sobrevivir. Y además, los de la UPC no hicieron nada a mi familia. Les bastó con capturarme”, recuerda Gestaing de su pasaje directo a la edad adulta.
Los señores de la guerra amenazaban a los niños con violar o matar a sus madres o hermanas, a menudo con disparos en el útero. Sin duda, la forma más brutal y definitiva para certificar el cambio de propiedad: de la familia a la milicia. A Gestaing le ahorraron este horror. Solo este.
Bajo Lubanga aprendió los rudimentos de su nuevo trabajo, el de niño soldado en África. En los meses pasados al servicio de la UPC, Gestaing se familiarizó con el machete, el Kaláshnikov y los lanzacohetes. En sus clases mezclaban el uso de herramientas tradicionales, técnicas de tortura y artillería ligera. “Me pusieron en las manos un Kaláshnikov y me enseñaron a matar”. A matar a los lendu, la etnia rival, y a los de su gente, los hema, que se atrevían a proteger al enemigo. “He matado a mucha, muchísima gente, pero o mataba o me mataban, no tenía otra opción”, dice como disculpándose por lo que hizo, presionado por órdenes que le superaban y cegado por el alcohol. “Nos daban de beber, y mucho”.
Gestaing y sus amigos también tenían que matar para conquistar y proteger la cuenca aurífera de Mongbwalu, fuente de la gran riqueza de esta provincia nororiental, limitada al norte por Sudán del Sur y al este por Uganda, un vecino demasiado interesado en las joyas de Ituri. Durante las dos guerras de Congo y la de Ituri, la carretera en dirección a Mongbwalu era una de las más peligrosas del mundo. Aún ahora se necesitan seis horas, un buen todoterreno y un gran chófer para recorrer los 87 kilómetros que separan Bunia de las minas… siempre que no llueva, pero esa es en la actualidad la única incógnita del viaje. Hace unos años, este trayecto te exponía a emboscadas, raptos, violaciones y homicidios. En aquella época las minas cambiaron a menudo de dueño, pero este ha sido el único lugar de la región donde nunca faltó la electricidad: nadie destrozaba las líneas de alta tensión necesarias para la extracción. “Milagros del oro”, sintetiza con ironía Gestaing.
En la zona de Mongbwalu le enseñaron también a violar, arma no convencional muy difundida en muchos conflictos, desde la guerra de Troya a los Balcanes. “No he violado”, cuenta sin que nadie pueda contrastar su testimonio, “pero he visto a amigos, a niños soldado como yo, obligados a violar y también a otros que violaban sin obligación, empujados por la dinámica de la milicia, de la guerra”. Según un informe del American Journal of Public Health, durante las dos guerras del Congo y la de Ituri se violaban a cuatro mujeres cada cinco minutos, un ritmo trepidante, marcado también por los niños soldado. En Ituri, las milicias marcaban sus siglas a fuego sobre la piel de las mujeres violadas, letras que se transformaban en un certificado de muerte si estas pasaban a manos de un grupo militar enemigo.
Lubanga, con su ejército de hombres y 3.000 niños, controla Mongbwalu entre 2002 y 2003, quemando aldeas, matando, torturando y obligando a huir a 60.000 personas. “Fueron los meses más duros”, recuerda mirando el suelo Gestaing. La región de las minas no es un territorio dulce como las colinas de Bunia, está en el medio de la intrincada selva africana. “Es más fácil esconderse, pero mucho más difícil moverse, y teníamos que actuar rápido”.
En marzo de 2003, el Ejército ugandés expulsa a Lubanga de Bunia. Para sus niños no fue el fin de la historia. “Estábamos felices, pero no sabíamos qué hacer, había un gran caos, mi aldea ya no existía. Lubanga se había ido a Kinshasa, pero la guerra no había terminado”. El conflicto continúa con más o menos baja intensidad hasta 2008. Entonces Gestaing recupera su libertad.
“Al final de la guerra hice lo que hicieron muchos de los milicianos: utilicé el dinero que el Gobierno daba a quien devolvía las armas para comprar una moto y convertirme en mototaxista”. La del taxista a dos ruedas es la actividad por excelencia de los exguerrilleros en Ituri. Esa o la de buscador artesanal de oro en Mongbwalu. Gestaing explica su elección: “No quería volver a la zona de las minas. Demasiados malos recuerdos. Y, además, alguien hubiera podido reconocerme. Prefiero vivir aquí en la ciudad, es más viva y el trabajo es menos duro”.
Sus amigos murieron en la guerra, por las balas, la dura disciplina o las enfermedades. Ahora tiene otros, todos mototaxistas como él. Aparecen en grupo esperando y disputándose a los clientes en cada esquina de Bunia. Muchos tienen la misma historia de Gestaing, la de una adolescencia robada. Un vacío lleno de violencia que nadie ayuda a curar, también por el hecho de que no existen psicólogos o centros de ayuda especializada en este rincón del planeta. “Salvo unas pocas ONG internacionales, que están abandonando lentamente Bunia, nadie se ocupa de los niños soldado aquí”, cuenta Jeanne Cécile Myamungu, una corpulenta monja de 41 años responsable del orfanato Charité Maternelle de Muzipela, en las afueras de Bunia. El director del hospital provincial, Clement Asani, lo confirma: “No tenemos personal cualificado, ni recursos. El Estado está ausente y las emergencias son otras, el paludismo, el sida, el cólera...”. Hay algunas estructuras locales de asistencia para las mujeres violadas, pero nada para los niños.
Gestaing no parece preocupado, encoge los hombros y mira adelante. “Hice bien en volverme taxista, algunos de los que luchaban conmigo se gastaron el dinero del Estado en alcohol y mujeres, y ahora se dedican a lo único que saben hacer: robar y violar”. Un pasado de violencia que podría resurgir pronto. Después de las tensas elecciones presidenciales de noviembre pasado, la paz en Congo y en particular en el este del país está de nuevo en entredicho. Fuertes vientos de guerra silban desde el norte de Kivu.
Gestaing se acomoda sobre su moto, te mira en los ojos y escupe su futuro: “Si se vuelve a liar, no me van a joder más, no vuelvo a matar para las milicias”. Ya no es un niño, ni quiere ser soldado.