venres, 31 de agosto de 2012

La berlina de Prim


Santos SANZ VILLANUEVA | Publicado el 13/07/2012
En 1870 unos pistoleros asesinaron en Madrid dentro de su berlina al Presidente del gobierno, Juan Prim. Nada concluyente se sabe hoy sobre los responsables materiales y los inspiradores del magnicidio. Fue víctima, en todo caso, de una tupida red de intereses y malquerencias: acaso de republicanos exaltados, del ansia por ocupar el trono del duque de Montpensier, cuñado de la destronada Isabel II, del Regente Serrano o de conspiradores a favor de la restauración borbónica. El asesinato privó de su principal sostén al rey Amadeo I poco antes de que desembarcara en España. Fue, pues, un suceso de trascendencia histórica.
El prolífico Ian Gibson, conocido estudioso de Lorca, Antonio Machado o Dalí, encomienda desentrañar tan espeso enigma al protagonista de La berlina de Prim, el periodista Patrick Boyd, joven irlandés hijo de un liberal fusilado junto al general Torrijos por las fuerzas de Fernando VII en Málaga. El valeroso Boyd emprende sus peligrosas pesquisas en Sevilla contando con la ayuda inicial del abuelo y del padre de Machado y las extiende por Madrid y Francia. Las averiguaciones constituyen una novela histórica sustentada en amplia documentación y amenizada con variados apuntes de costumbrismo social, ideológico o urbano. Otro modelo la sostiene: un relato policiaco, de acción, suspense, intriga y aventuras. Además, en un plano complementario aparecen una trama de exotismo ornitológico que cuenta una excusión a Doñana para presenciar el espectáculo de nubes de ánsares comiendo arena y otra trama sentimental, los amores locos entre el periodista y una andaluza de almanaque. En suma, Gibson hace una novela mestiza descaradamente tributaria de la moda.
Este modelo de literatura popular de consumo no está abocado, sin embargo, al entretenimiento evasivo. El autor afronta la historia como magister vitae y la pone al servicio de la defensa de la libertad y de la denuncia de las fuerzas reaccionarias. Lo advierte Boyd: “La historia es la ciencia del pasado para ejemplo del presente”. Y lo corrobora Gibson por su propia boca: “Hay quienes dicen que este país es amnésico y reacio a afrontar su historia. Quizás no se equivocan”. La novela manifiesta incluso explícitas inquietudes acerca del peligro latente en el conservadurismo español.
Esta encomiable preocupación moral y política de Gibson no se corresponde, sin embargo, con resultados literarios afortunados. El estilo de la novela es plano y fríamente funcional e incurre en latiguillos anacrónicos (repite “como no podía ser de otra manera”). La forma responde a una construcción demasiado convencional, una narración en tercera persona que se alterna con un diario e interpolaciones epistolares. Los personajes tienden al estereotipo y a la simplificación maniquea. La historia de amor resulta en extremo simplista; el desenlace, efectista; el didactismo, obvio en exceso. En fin, a la novela le falta la creatividad y la fuerza de un narrador genuino capaz de recrear con plasticidad aquella época crucial de nuestro pasado. 

El mundo escrito en las paredes


“Las Vegas es como lo haría Dios si tuviera dinero”, dijo su promotor. La ciudad del juego forma parte de un repaso apasionante por la historia de 13 lugares icónicos
La vida secreta de los edificios. Del Partenón a Las Vegas en trece historias. Edward Hollis. Traducción de María Cóndor. Siruela. Madrid, 2012. 393 páginas. 24,95 euros
“La gente daba por sentado que las ruinas romanas habían sido construidas por gigantes o demonios o de forma milagrosa, pero Brunelleschi se mofaba de semejantes cuentos de viejas y se aplicó a medir los edificios. De vuelta en Florencia, se valió de las cosas que había aprendido para superar los edificios de los que las había aprendido”. Los edificios se transforman en la misma medida en que se conservan. En Europa occidental han devenido piezas estáticas de un museo monumental, pero en otros lugares se sigue robando, copiando y restaurando inmuebles antiguos. Contrariando a Goethe, Edward Hollis no cree que la arquitectura sea música congelada. Está convencido de que es cambio y que eso le permite sobrevivir. Así, sostiene que la ruina de los monumentos ha sido siempre un primer paso para su posterior resurrección y reconversión. Por eso, el relato que traza sobre la vida de 13 obras demuestra que la mejor arquitectura puede leerse y releerse muchas veces. La Alhambra, por ejemplo, revelaba su significado a aquellos que querían leerlo, “pero el emperador Carlos V no sabía y se sentaba solo en su estrado real del harén, satisfecho con que el palacio fuera patrimonio suyo”.
Las sucesivas destrucciones del Partenón de Atenas a manos de una liga santa de cristianos, de un terremoto, de los hurtos de los campesinos de la acrópolis o de los del bienintencionado Lord Elgin —que pidió a Canova que restaurara las estatuas de Fidias al tiempo que llenaba el cobertizo de su jardín de Park Lane de mármoles decapitados— conviven en este libro con la cantera de reliquias que es hoy lo que un día fuera el fin del mundo: el muro de Berlín. Por su parte, la historia de la ubicua Santa Casa, como la historia de la Virgen, se ha convertido en un cuento de reproducción milagrosa: casi un centenar de lugares del planeta reclamando como propia la supuesta vivienda de la madre de Dios. Hollis sostiene que, como una devoción o una oración, la casa debe repetirse una y otra vez. Pero también Notre Dame de París podría juzgarse ruina y milagro, ya que fue restaurada en el siglo XIX no de acuerdo al templo original —iniciado más de tres siglos antes—, sino conforme a cómo Victor Hugo lo describió en aquella novela en la que la catedral era morada del jorobado Quasimodo.
Cuentos contados con ladrillos, edificios que —como la basílica de San Marcos, en Venecia, o el Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén— son más campo de batalla que escenario de la civilización, la contrahistoria de la arquitectura explicada a partir de sus dificultades es lo que encierra este libro erudito y fascinante. Poco importa que el lector crea conocer los monumentos de los que habla Hollis, otras verdades afloran en páginas para las que el autor se ha convertido en un radar capaz de viajar por el espacio y el tiempo de los monumentos y, lo que es lo mismo, de las ruinas del mundo. El cuidado con el que narra este arquitecto y profesor del College of Art de Edimburgo personifica la arquitectura. Los mejores edificios no desafían el paso del tiempo, invitan a gozarlo.
Así, las 13 obras (dos de ellas muros) que incluye el libro solo encuentran explicación en la historia de la humanidad. Los papas y los monarcas van de la mano de albañiles que no son ignorantes artesanos, sino hombres cultivados y libres, y Sheldon G. Adelson se reinventa a sí mismo al tiempo que reinventa Venecia en un desierto de Las Vegas mientras la ciudadanía de la Serenísima protesta en la Piazza San Marco bajo una pancarta que reza “Venecia no es un hotel”. “Las Vegas es más o menos como lo haría Dios si tuviera dinero”, declaró Adelson, sabedor de que el miedo y la ambición de poder que encierran las religiones están detrás de las grandes obras.
Admitiendo que tras Hiroshima la manera de crear ruinas ya no puede ser la misma —“los relojes se pararon en el momento de la explosión”—, Hollis recuerda que, como Venecia, que decidió robar un pasado para construirse un futuro, “Las Vegas es una ciudad fabricada a partir de las imágenes robadas a otras”. También Notre Dame es una ficción romántica, que destruyó tanto como conservó, salida de la mano de Viollet-le-Duc. Al final, restaurar un edificio “no es conservarlo o repararlo, sino restablecerlo a un estado de integridad que tal vez nunca existió”. Por eso, este libro enciende una luz para quien no se haya parado a pensar en la historia como en un cuento. El libro le mira al mundo a los ojos. Siendo crítico, documentado e inmisericorde, muestra también la embriagadora pasión que ha llevado a su autor a indagar en edificios que explican la paradójica historia de la humanidad. Si la ceguera del tiempo y la estupidez del hombre ocultan los secretos de muchos inmuebles, Hollis desvela magistralmente el camino de salida de esos laberintos verticales.

xoves, 30 de agosto de 2012

Las utopías de Franco resisten


Localidades con topónimos que homenajean a la dictadura se resisten a cambiar de nombre
El 9 de mayo de 1954, el Generalísimo y su esposa se levantaron para continuar su gira por Salamanca y Badajoz. Un viaje rutinario: inaugurar colonias, visitar religiosas en batalla contra las “taras morales y físicas” del campesinado y, por supuesto, bautizar pantanos. A mediodía, la comitiva partió de Ciudad Rodrigo (Salamanca). La esperaba, a siete kilómetros de allí, “la masa campesina, agrupada en la flamante plaza del flamante poblado de Águeda del Caudillo” con el objetivo de “recibir de manos del Generalísimo los primeros títulos de colonos que los redimen de la servidumbre del secano”. En respuesta a tanto agradecimiento, el dictador regaló un discurso sobre valores rurales y el oro de Rusia.
La fundación de Águeda ha quedado retratada en diarios de la época —Ofensiva, Abc o La Voz de Miróbriga— que glosan la presencia de insignes falangistas locales o cómo el obispo al ver aparecer al dictador entonó una salve. Casi 60 años después, en Ciudad Rodrigo siguen llamando a Águeda junto a otras cuatro pedanías (San Sebastián, Conejera, Ivanrey y Sanjuanejo) “los pueblos que hizo Franco”. Todos fueron levantados por una misma familia de constructores, los Mateo, y acumulan hoy una población de alrededor de 200 personas. Estos detalles y muchos más los da en el Ayuntamiento Tomás Domínguez Cid, encargado del registro, secretario del alcalde e historiador aficionado. Su abuelo fue uno de los colonos de Águeda. “Era de Ciudad Rodrigo. Allí trabajaba una huerta diminuta y alquilaba burros. Imagínese el cambio cuando le dieron a él y a sus 10 hijos una parcela, vacas y una casa enorme a precio muy ventajoso”, cuenta en su mesa del ayuntamiento sepultado por papeles. Eran días felices, de matanzas y recogida de leche en el paraíso franquista, lejos de las estrecheces que se vivían en la ciudad. “Comprenderá por qué no se plantea un referéndum para cambiarle el nombre a Águeda: la oposición de sus habitantes es total”, reflexiona Domínguez. “La historia pesa mucho”.
Es en el agradecimiento de los habitantes de estas viejas islas Utopía donde reside su resistencia a sacar a Franco de su topónimo. Ocho núcleos de población (la mayoría no llega a municipio) siguen conservando en su nombre un homenaje al dictador: Llanos del Caudillo, en Ciudad Real; Bembézar del Caudillo, en Córdoba; Águeda del Caudillo, en Salamanca; Alberche del Caudillo, en Toledo; Bárdena del Caudillo, en Zaragoza; Guadiana del Caudillo y Villafranco del Guadiana, en Badajoz, y Villafranco del Guadalhorce, en Málaga. Casi todos, antiguas colonias.
Aunque el artículo 15 de la Ley de Memoria Histórica es tajante con la obligación de borrar denominaciones de calles y placas franquistas, resulta ambiguo respecto a los de poblaciones. Desde el fin de la dictadura, los cambios llegan con goteo. La mayoría, como en El Ferrol del Caudillo (1982) o Gévora del Caudillo (el último, en 2011), ha salido de una votación en el pleno municipal. Otros prefieren hacer antes un referéndum. Y a veces el resultado no es satisfactorio para los defensores de la ley. Es el caso de Guadiana del Caudillo, que rechazó el cambio en marzo apoyándose en lo desagradable de modificar una costumbre. También hay casos como el de Bembézar, en donde se ha vuelto a utilizar el Del Caudillo después de quitárselo: la razón es que se creaban muchas confusiones postales con el cercano embalse de Bembézar.
Basta con poner un pie en Águeda para percibir que el tema del topónimo no gusta. El pueblo es muy pequeño: un cuadrado con 12 calles, perfectamente encalado y con una plaza central llena de flores y setos. Nada más bajar del coche, un señor mayor se acerca al recién llegado y, al comentarle el objeto de su visita, se niega a hablar, dice, aunque pasará hilando la hebra 20 minutos. Al preguntarle su nombre, se resiste a darlo: “Soy el hombre que te encontraste debajo de un árbol”.
“Yo estoy aquí desde antes de que se creara la colonia”, cuenta. “Vivía en una finca en estos terrenos y de niños veníamos a ver las obras. No tenemos nada malo que decir y no nos gusta que vengan a molestarnos con la tontería de cambiar el nombre. Franco nos dejó las tierras muy baratas a todos, había trabajo, trajeron vacas suizas…”. El hombre remata la conversación clavando con furia sus ojos muy azules: “Se vivía bien cuando la gente aún quería trabajar. Luego vino lo de hacerse rico, el ladrillo, y ya ves. El que venga a molestar con el tema, no es bienvenido”.
Águeda lo ocuparon 539 personas procedentes de poblaciones de los alrededores. Hoy son oficialmente 112 habitantes. Según el hombre encontrado bajo un árbol, antiguo regente del bar, en realidad son 30, y el resto, visitantes estacionales. Ya no tienen escuela ni ayuntamiento, pero el pueblo en absoluto parece abandonado. En la calle hay una veintena de coches aparcados. Un par de mujeres mayores se escurren a sus casas al ver la conversación con el forastero. Al avanzar por las calles, los postigos se cierran. Una de las vías se llama del Generalísimo; otra, de José Antonio. El ambiente es limpio y suena de fondo el murmullo de las acequias sobre las que se levantó la agricultura de regadío. Ese fue el principal reclamo con el que el Instituto Nacional de Colonización creó 300 de estas comunidades por toda España con campesinos de familia numerosa. Su misión era cultivar para alimentar a la región. En definitiva, se trataba de reductos que debían servir de vivero no solo alimenticio, también moral: comunidades de rurales devotos, autosuficientes, antiurbanos y antiobreros. Una buena oportunidad para documentarse sobre el fenómeno llegará este otoño, cuando se estrene el documental Los colonos del Caudillo, en el que los directores Lucía Palacios y Dietmar Post parten de la historia de Llanos del Caudillo para plantear una reflexión sobre la memoria.
Mientras, la polémica en torno a los homenajes al franquismo no remite. Esta semana, una sentencia ha obligado a Valencia a retirarle el título de alcalde honorario al dictador. En Castellón, la oposición ha pedido despojarlo de la medalla de oro de la ciudad. Y en otras localidades de los alrededores, la discusión continúa, como en Algemesí o Tous.
En 1954, Franco terminó su discurso en Águeda con un sonoro “¡Arriba España!”. Ofensiva recoge que la respuesta popular al grito fue “una estruendosa salva de aplausos que dura largo rato”. Casi 60 años después, el eco de aquellos aplausos sigue resonando.
En nombre del general
      Ocho localidades mantienen en su nombre a Franco: Llanos del Caudillo, Bembézar del Caudillo, Águeda del Caudillo, Alberche del Caudillo, Bárdena del Caudillo, Guadiana del Caudillo, Villafranco del Guadalhorce y Villafranco del Guadiana.
      También conservan nombre franquista localidades como Alcocero de Mola, donde se estrelló el avión del general; Quintanilla de Onésimo, en honor a Onésimo Redondo, fundador del JONS; San Leonardo de Yagüe, por el capitán Juan Yagüe, cariñosamente El carnicero de Badajoz; o Queipo de Llano,colonia dedicada a cultivar arroz.

xoves, 23 de agosto de 2012

EE UU limpia las selvas de Vietnam que infestó con ‘agente naranja’ en los sesenta


El herbicida tóxico ha causado cáncer, diabetes, linfomas y malformaciones a millones de asiáticos
Hace 51 años, el Ejército norteamericano comenzó a rociar los frondosos valles y las planicies del centro y el sur de Vientam con 75 millones de litros de un herbicida poco conocido hasta entonces, con la intención de arrasar los campos que podían ofrecer refugio al Vietcong. El Agente Naranja, fabricado por químicas como Monsanto y Dow Chemical, resultó contener una dioxina extremadamente dañina, que ha provocado en los humanos cánceres, diabetes, linfomas y malformaciones. Sólo ahora, millones de enfermedades y muertes después, Estados Unidos ha comenzado la limpieza de unos eriales que aun son tóxicos.
Las operaciones de limpieza comenzaron el jueves en la ciudad de Danang. Durarán cuatro años y costarán 43 millones de dólares, según el Departamento de Estado de EE UU. En los diez años en que se empleó, el Agente Naranja del Pentágono arrasó dos millones de hectáreas, y afectó también a Camboya y Laos. Los norteamericanos emplearon concentraciones de dioxinas hasta 55 veces superiores a las normales, de ahí sus devastadores efectos sobre la salud. Hasta los años 90, sin embargo, el Gobierno de EE UU no reconoció formalmente los efectos nocivos del químico.
Por aquel entonces, los estragos entre los vietnamitas eran ya obvios: cánceres, dolencias respiratorias, quemaduras, abortos, fetos deformes y malformaciones. Pero tuvieron que ser los soldados norteamericanos que prestaron servicio en Vietnam los que obligaran a Washington a reaccionar. Primero, 15.000 soldados demandaron a los fabricantes del producto, y lograron, en 1984, un acuerdo extrajudicial de 180 millones de dólares. Posteriormente, el Congreso autorizó al Departamento de Veteranos del Gobierno a que indemnizara a los 4,2 millones de soldados que sirvieron en zonas donde se empleó el químico, si presentaban secuelas.
Según dijo en una investigación judicial de 1983 Henry Kissinger, asesor de seguridad nacional de Richard Nixon, fue este presidente quien dio la orden final de dejar de emplear el herbicida en 1971, desautorizando a la cúpula militar del país, que quería seguir con su uso. El general William Westmoreland, comandante de las tropas de EE UU en Vietnam hasta 1968 dijo también en esa investigación que el Agente Naranja se empleó con profusión “porque el enemigo creía el mito de que podía ser nocivo para su salud, y se mantenía alejado de él”. Aquella fue postura oficial de los oficiales del Gobierno norteamericano durante muchos años: el Agente Naranja era para ellos un herbicida, inocuo hasta que se demostrara lo contrario.
Cruz Roja estima que hay un millón de vietnamitas que viven con las secuelas de esa dioxina, y que 100.000 de ellos son niños con malformaciones. En la pasada década, esa organización de ayuda ha tratado a más de 660.000 personas con secuelas causadas por el Agente Naranja. Muchas zonas han sido limpiadas, progresivamente, por Hanoi, pero aun queda una veintena de bases y puestos norteamericanos, hoy abandonados, que siguen altamente contaminados. Entre ellos, parte del aeropuerto de Danang.
En los próximos cuatro años, los grupos de limpieza retirarán sedimentos de las zonas contaminadas, para luego someterlos a un tratamiento de desorción térmica, exponiéndolos a temperaturas extremas para provocar la evaporación los químicos, según ha explicado la embajada norteamericana en Hanoi. Danang, con más de 800.000 habitantes, es una de las mayores ciudades de la costa central de Vietnam. Se calcula que hay en ella 11.000 personas con discapacidades, muchas relacionadas con el Agente Naranja.
“La dioxina en este suelo es un legado del pasado tan doloroso que compartimos”, dijo el jueves en un discurso en Danang el embajador norteamericano en Vietnam, David B. Shear. “Pero el proyecto que iniciamos aquí y ahora, mano a mano con los vietnamitas, es un símbolo del futuro esperanzador que estamos construyendo de forma conjunta. Ambos estamos avanzando y dando los primeros pasos para enterrar el legado de nuestro pasado”.
En 2004, un grupo de ciudadanos vietnamitas presentó una demanda civil en los juzgados de Nueva York contra químicas como Dow, Monsanto o Hercules, que le vendieron el Agente Naranja al Pentágono, por considerarlas cómplices en crímenes de guerra. El juez, Jack Weinstein, la desestimó al año siguiente, al considerar que vender químicos no suponía un crimen de guerra, y que además el herbicida se había diseñado específicamente para defoliar, no para afectar a la población. En aquel caso, los efectos colaterales, aun en su gravedad, no se consideraron suficientes para encontrar culpables.

mércores, 22 de agosto de 2012

55 mecenas para reflotar la memoria


Fátima Fernández - Santiago de Compostela 10-08-2012
En un desván donde los recuerdos se cuentan por decenas de miles, una película de 16 milímetros con imágenes del NO-DO fue suficiente para que Antón Caeiro (Gondomar, 1960) insistiese en su empeño de fisgar en la historia. Una crónica en blanco y negro sobre el reflote de un buque de la compañía Ybarra a las orillas de Vilagarcía, le hizo remover cajones para componer el viaje más corto del Cabo Razo. Hace un par de años, el proyecto Desde dentro do corazón zarpó de las hemerotecas en busca de los protagonistas de la noche del verano de 1958 en que aquel barco de mercancía y pasajeros llenó el mar de náufragos asidos a listones de madera.
Los testimonios afloraron a cuentagotas hasta que la crisis se llevó la financiación institucional y el proyecto amenazó con irse a pique. Curtido en el arte de mendigar, Caeiro se echó a la Red y atrapó 55 mecenas. Bajo su auspicio, intenta encorsetar en casi dos horas cinco relatos enhebrados en un documental que un día quiso resolver en 50 minutos y que en apenas un mes promete ver la luz. A cambio, ellos aparecerán en los títulos de crédito, entre otras recompensas.
Un mediodía cualquiera, a la mesa de dos hermanos marineros se sienta la noticia del accidente del Costa Concordia. Con la ligereza de un resorte, las imágenes los devuelven a mediados de un siglo XX que cuenta la tragedia vivida a orillas del mar que lo trae todo a Vilagarcía y que se lleva a cambio lo que él dispone. De ese primer recuerdo parten memorias de mar que se desentienden de localismos y dejan claro que Vilagarcía es solo el telón de fondo de una historia universal, porque, más que datos, desentierra impresiones. El poso de los acontecimientos, que hablan en las voces y se revelan en las miradas de sus protagonistas, despoja de sentido a la voz en off. Que los muertos fuesen 13 y 39 los supervivientes apenas importa en el relato. Tampoco que el Cabo Razo fuese un viejo león de mar a cuyos lomos se exilió Alfonso XIII en 1931 y se trasladaron tropas durante la Guerra Civil. Lo relevante es que los ecos de un aciago 4 de agosto resuenan en los supervivientes cuando el mar bate contra las rocas. Unos abandonaron el mar porque el ruido de otros barcos les atormentaba los sueños. Otros se tragaron el miedo para embarcarse de nuevo tras su tercer naufragio. Y algunos, aún hoy, rehúsan mentar el suceso porque no han conseguido curarse las llagas.
El rastro del Cabo Razo va más allá de las rocas de A Barxa (Cabo de Cruz), en las que el buque colisionó minutos después de abandonar Vilagarcía. Los retales de la historia se pierden por la costa gallega y pasan por Santander para recalar en Bilbao. Incluso en Francia, una pasajera del Cabo Razo lleva al descubierto la impronta de aquella noche. Apenas volvió a mantener contacto con los vecinos que la salvaron de la lista negra, pero en 2002, cuando la tragedia se llamó Prestige, envió ayuda económica a la costa en la que nació por segunda vez.
Una niebla que nadie atestigua haber visto figura en los documentos de la investigación como causante de aquel suceso para el que no se encontraron explicaciones convincentes. El timonel, natural del pueblo que se interpuso entre el barco y el mar, lo llevó en línea recta hacia el acantilado. Dicen algunos que ya estaba muerto cuando el buque se fue contra las rocas. Dicen, pero nadie sabe.
Con esta y otras cuatro raciones de memoria ultima Caeiro la primera entrega de Desde dentro do corazón. Tras ella, la salitre dejará paso a historias de tierra, pero ese ya es otro cuento. Por ahora, el documentalista se afana en dar forma a su compromiso con la multitud que lo financió bajo el techo de un anglicismo. También el crowdfunding, en su caso, tuvo sus particularidades. Nuestro público se mueve en un rango de edad desde los 40 años hasta infinito, explica Caeiro, y la confianza en el pago por Internet merma según aumenta la cifra. Por eso, algunos prefirieron entregarle su confianza por la calle y en billetes de papel. De uno y otro modo, reunió más de 4.000 euros que le sirven para pagar posproducción, música, edición y sonido. Todo lo que no podía hacer sin dinero.
Al frente de un botín de más de 70.000 documentos gráficos que componen O Faiado da Memoria, una asociación que recopila en soporte fotográfico y audiovisual un tropel de momentos de los años veinte a los setenta, Caeiro se resiste a dejar de coleccionar recuerdos a pesar de las circunstancias. Consciente de que no son buenos tiempos para la memoria, sigue el protocolo del francotirador. Crea sus productos para la venta directa, dispuesto a comerse un amplio marrón en caso de que no lo consiga. Las subvenciones, cuando las hay, suelen escurrírsele entre los dedos antes de cumplir su cometido. En ocasiones, porque expiran los plazos, que no entienden de inspiración. Otras, la letra pequeña se burla de sus argumentos. Esta vez, de los 33.000 euros que le concedió la Xunta, ha recibido solo 11.000 y teme que tendrá que devolverlos. Nos piden cosas que no han pedido jamás, lamenta. De todos modos, el dinero no le quita el sueño. La memoria no cabe en un bolsillo.