venres, 4 de xaneiro de 2013

El ‘mea culpa’ de los arquitectos


Una exposición en A Coruña reivindica la arquitectura como trabajo en equipo
La muestra enarbola un discurso de autocrítica de la profesión respecto a la crisis
El arquitecto Louis Kahn aconsejaba escuchar al hombre que trabaja con las manos para averiguar la mejor manera de hacer las cosas. También Renzo Piano recuerda que ningún campesino equivoca la ubicación de su casa. Y Le Corbusier tenía claro que el vínculo entre los artesanos de ayer y los creadores de hoy es el de Compañeros de oficio. Con ese título, una exposición producida por la Fundación Barrié de A Coruña indaga en la lección de una arquitectura sin arquitectos para los proyectistas más famosos de todos los tiempos. Su comisario, Pedro de Llano, da ideas para construir en un tiempo de crisis. Reta a pensar hasta dónde puede llegar la arquitectura (no en términos tecnológicos o de récords de altura sino en implicación social y humanista) y propone conocer la tradición para que los edificios sean capaces de reavivar los sentidos.
Es encomiable comprobar cómo los arquitectos, como colectivo, han hecho autocrítica para valorar hasta qué punto han sido culpables de la burbuja inmobiliaria que está ahogando España. Aunque seguramente quien tiene más culpa continua pensando que el asunto no va con él, y aunque es evidente que los arquitectos no tienen tanto poder como para hundir un país, sí es relevante que la profesión se pregunte por sus errores de manera pública y reiterada. Ese ejercicio crítico revela una de las carencias más claras que sufría: la falta de contacto con la realidad social. Y, por supuesto, el cambio en la propia disciplina, con el acceso abierto ahora a proyectistas de cualquier capa social, cuando la arquitectura era, tradicionalmente, un oficio de clase alta. La pluralidad de miradas e intereses enriquece. También las transforma. Seguramente por eso son muchos los que abogan por una transformación con memoria. Para evitar repetir errores conviene aclarar de una vez que el de arquitecto es un trabajo en equipo. Eso es lo que hace de Llano en esta muestra, señalando que ese reconocimiento a colaboradores externos se ha producido ya, en varias ocasiones, a lo largo de la historia.
Así, la muestra recuerda la potencia expresiva de las cabañas de pescadores finlandeses, las viviendas encaladas mediterráneas, los graneros de los colonos norteamericanos o las casas tradicionales japonesas para analizar, en realidad, un tiempo mítico en el que ningún campesino estropeaba el paisaje como sí lo estropea la arquitectura (la buena y no digamos la mala) con tanta frecuencia. El único pero que se le puede poner a esta oportuna exposición que informa, sugiere, recuerda y reivindica es que, junto al reconocimiento de los artesanos —y de la sabiduría de la tradición— debería figurar la reivindicación de la educación, de la humildad inteligente que lleva a uno a cuidar lo que encuentra si no ve manera de mejorarlo. Lo que de Llano defiende es difícilmente aplicable en una sociedad poco acostumbrada a cuidar la calle como si fuera su casa.
La armonía que une todas las cosas y los valores eternos del Mediterráneo, que Le Corbusier dibujó en un boceto sobre una explotación agrícola argelina, parece estar detrás del diseño que el arquitecto indio Balkrishna Doshi realizó para levantar viviendas con pocos medios en Ahmedabad. Es cierto que Doshi había trabajado con Le Corbusier, pero también que esa secuencia de bóvedas que él construyó en 1957 la han retomado este año proyectistas como Victoria Garriga y Toño Foraster (AV62) en su proyecto ganador para erigir Museo Nacional de Kabul.
La que para muchos es la gran obra de Le Corbusier, la capilla de Notre Dame du Haut, en Ronchamp, resume todo ese pasado de interpretaciones y avanza un paso más hacia el futuro. Enumera las lecciones aprendidas en sus viajes por bodegas rurales napolitanas o por el campo de Argelia para destilar una respuesta distinta: en el lugar pero fuera del tiempo. También Alvar Aalto reconoció una deuda perpetua con esa tradición anónima: no solo con las cabañas de los pescadores de Karelia, al norte de su país, también con la tradición mediterránea, que supo interpretar y llevar hasta sus edificios finlandeses. El mexicano Luis Barragán recordó, en su discurso al recoger el Premio Pritzker, que su arquitectura era una depuración de la de paredes encaladas, los patios tranquilos y las calles coloristas de Jalisco, la ciudad donde nació.
“Si comprendemos la esencia de un material podremos influir en la vida de manera mucho más concreta que con fórmulas matemáticas”, escribió Jorn Utzon. El autor de la Ópera de Sidney levantó su vivienda en Mallorca tratando de “fundirse con sus materiales: la dureza de la piedra, el carácter del vidrio”. Esa mirada a lo real en una época virtual debería resultar en una arquitectura más humana, parece decir con esta muestra de Llano.
“Se me llenan los ojos con eso que el hombre hace para sí, con la sabiduría de su necesidad amparada por la tradición”, escribió José Luis Fernández del Amo, un arquitecto que se dedicó a recorrer los pueblos españoles para aprender de la tradición antes de diseñar sus poblados de colonización de los años cincuenta. Alejandro de la Sota también lo hizo. Y lo definió con precisión: “la naturaleza es funcional, pero además significa libertad”. Esa libertad es fundamental en las artes. Frente al deterioro al que aboca el libertinaje, la libertad es la posibilidad de aportar. Y, apoyada en el peso de la tradición tanto como en el de las ideas, la arquitectura del futuro podría ofrecer más motivos de orgullo que de queja.

Ningún comentario:

Publicar un comentario