sábado, 23 de febreiro de 2013

Torres, engendros y otras controversias


El debate arquitectónico y político sobre el futuro de las ciudades pasa por el encaje del rascacielos
Se debate sobre su papel como símbolo de progreso o de especulación
Rañaceos de Ponferrada
O muy lejos o muy cerca. El futuro de las ciudades europeas se bifurca cuando se considera a los rascacielos como vía inevitable de crecimiento. Algunas urbes, como Fráncfort, han reconstruido con ellos su identidad y su tejido urbano. Otras, como Londres, Milán o Varsovia, apuestan por llevar las torres al centro histórico, a la antigua city o al ensanche de la ciudad. Buena parte de las metrópolis los arrincona en barrios de negocios o en nuevos vecindarios y capitales como París los tiene estrictamente prohibidos en el centro, desde que, en 1972, los 210 metros de la monolítica Torre de Montparnasse osaron hacerle sombra a la Torre Eiffel. Con los símbolos no se juega. Algo así debieron de pensar los regidores franceses y algo, en esa línea, ha sucedido en Sevilla, donde la Torre Cajasol del argentino César Pelli permanece detenida en la Isla de la Cartuja, lejos del centro pero vigilada de reojo por la Giralda, otro emblema.
Inacabada y en espera de una decisión que incline la balanza entre la amenaza de la Unesco de retirar la calificación de Patrimonio de la Humanidad a monumentos como la Catedral o el Alcázar y la posibilidad de terminar el rascacielos, la Torre de Pelli ve cómo el tiempo le va cambiando el nombre sin que su conclusión permita intuir nada más que un futuro incierto. Los arquitectos sevillanos María González y Juanjo López de la Cruz (Sol 89) sostienen que el impacto visual de la torre en esos monumentos es “nulo”, pero denuncian que “este entretenimiento mediático ha anulado discusiones más pertinentes, como la posibilidad de la construcción en altura como alternativa a los crecimientos horizontales de baja densidad, que son los que hipotecan el futuro y el territorio”.
Si la arquitectura de firma tiene o no el poder regenerador que se le ha reconocido en los últimos años es algo que los rascacielos hacen mucho más evidente. Por eso, ya que la torre Cajasol existe, son muchos los colectivos sevillanos que se plantean recuperar lo ya construido (31 de las 42 plantas previstas) como viviendas para realojo (con la carga simbólica que supondría realojar a los desahuciados en el edificio de una caja). Muchos arquitectos proponen la solución de reconducir el problema, es decir: de plantear una zona de rascacielos, más allá de una pieza única, para que la ciudad siga mandando sobre la arquitectura.
En espera de que se resuelva el caso, Pelli es ya un experto en rascacielos. Más allá de firmar las Torres Petronas de Kuala Lumpur, que entre 1998 y 2003 ostentaron el cada vez más pasajero récord de altura del mundo, el argentino es autor de numerosos inmuebles hincados en corazones urbanos como la Torre Iberdrola, junto al Guggenheim de Bilbao o la Torre Repsol YPF, una de las cuatro al final de la Castellana, lejos del centro de Madrid. Si bien es cierto que ambos proyectos buscaron la regeneración urbana, con la torre bilbaína la apuesta resultó más radical (por la ubicación, no por la arquitectura) pero también más controlada financieramente. Sin embargo, los cuatro rascacielos de Madrid no han alcanzado el mismo éxito. Ideados para crear una identidad rápida y reconocible para un barrio nuevo, este ha quedado mermado e indefinido por la crisis.
Así, Bilbao y Madrid representan dos caras opuestas a la hora de considerar el futuro del rascacielos y su capacidad recuperadora. Mientras la primera ciudad lo ubica en el centro, la segunda los aleja pero los multiplica. Como opinaban los arquitectos sevillanos, esas decisiones urbanísticas dibujan también modelos distintos de ciudad. Expandidos o concentrados, para que entren los rascacielos en las ciudades antiguas algo tiene que salir. Y en ese grupo de emigrantes urbanos figuran siempre los pequeños comerciantes, los ancianos, los jóvenes y todos aquellos con escasa capacidad adquisitiva para los que la llegada de los rascacielos al centro es indicativo de que su ciudad se ha convertido para ellos en una opción demasiado cara.
Con todo, genere o no acuerdo, despierte o no polémica, una torre no es siempre un buen negocio. Solo en España, son legión los rascacielos en torno a los 100 metros de altura que esperan, sobre el papel, un momento propicio para iniciar su construcción. Y es que no permite optimismo comprobar la existencia de torres que, ya construidas, permanecen vacías, como colosales equivocaciones o como monumentos a la avaricia visibles desde toda la ciudad. Es el caso de la torre La Rosaleda, en Ponferrada. Fue un ponferradino de pro, el periodista Luis del Olmo, quien puso la primera piedra y adquirió, además, la última planta del edificio de 100 metros. El periodista nunca se instaló. Y quienes sí lo hicieron fueron, paulatinamente, abandonando el inmueble. Por falta de pago de la empresa contratista, el Grupo Begar —presidido por José Luis Ulibarri, imputado en el caso Gürtel— los vecinos se quedaron sin luz, sin ascensores y sin agua en las zonas comunes. Así la torre está hoy acabada y, a la vez, abandonada. Tan visible como solitaria, ha pasado de simbolizar el progreso a retratar la especulación. Se la conoce como el engendro de Ponferrada.
“Un rascacielos contagia fe en el futuro”, opina la arquitecta Zaha Hadid, autora de la primera torre erigida en el puerto de Marsella y visible desde toda esa ciudad. Hadid defiende la necesidad de iconos para revitalizar las ciudades. Sin embargo, iconos o engendros, nada en el urbanismo español invita a encontrar un lugar fijo para los rascacielos. Aunque la Gran Vía madrileña tuvo, en 1930 y con la Torre de Telefónica de 90 metros, el rascacielos más alto de Europa, hoy muchas ciudades del mundo acumulan más rascacielos que toda España, a pesar de que estos hayan proliferado como nunca durante la última década. En España, la altura incomoda. La prueba de ese rechazo podemos encontrarla no tanto en las protestas de los ciudadanos como en las propias excusas de los arquitectos. Jean Nouvel aseguró que su Torre Agbar de Barcelona buscaba remitir a las formas redondeadas de las piedras de Montserrat. A pesar de eso, la construcción de su torpedo fue polémica y, sin embargo, hoy marca un hito urbano en la ciudad. Con todo, los 144 metros de ese icono barcelonés se quedan cortos comparados con los 250 de la Torre Caja Madrid, que Norman Foster levantó al final de la Castellana madrileña, o con los 186 del Gran Hotel Bali de Benidorm.
Los nuevos rascacielos ya no son prismas rígidos. Todo lo contrario. Las formas que permiten su fácil identificación triunfan entre los colosos de nueva factura. El sello de una autoría reconocible está detrás de los nuevos rascacielos de Nueva York, que, por encima de la sobriedad, han pasado a presumir de la singularidad de una firma. Es el caso del rascacielos 8 Spruce Street de Frank Gehry o de la Hearst Tower de Norman Foster.
Parece que los rascacielos echaban en falta el rostro, o la corona, que tuvieron en sus inicios. Así, en esa línea de torres de autor, el modisto Pierre Cardin desveló el pasado verano el sinuoso edificio de 243 metros que tiene intención de levantar en Mestre, muy cerca de Venecia. A sus 90 años, Cardin argumenta que quiere prosperidad para el lugar donde nació —aunque con dos años se trasladara a Francia— y que sus torres de apartamentos, comercios, hotel y centro de congresos darán trabajo a 5.000 personas. El modisto sería el promotor de su proyecto, que financiaría con la venta de pisos. Pero con la población dividida ante un precedente que da patadas a la historia, el proyecto permanece también en espera.
La notoriedad de un autor ha atesorado algunas victorias. Fue ese factor, más que los cambios en el proyecto, lo que desatascó la construcción del mayor rascacielos de la Unión Europea. Un grupo inversor catarí apostó por Renzo Piano para erigir The Shard, inaugurado hace unos meses en el sur de Londres, después de descartar un primer proyecto al que se habían opuesto los vecinos. Ese cambio marca una vía de futuro. Y es que Londres es la ciudad clave para analizar el futuro de los rascacielos en Europa. Allí lo han probado todo: de la resistencia al aplauso. Como sucedió con el barrio parisiense de La Défense, Canary Wharf quiso ser un nuevo suburbio de negocios en el que la normativa urbanística ascendió varios metros para permitir, precisamente, otra torre de César Pelli. Sin embargo, hace ya una década que los rascacielos han regresado para hacer más rentable el escaso suelo céntrico. En esa misma línea, si el viaje que va de simbolizar la especulación a representar la sostenibilidad llega a buen puerto, los rascacielos europeos podrían seguir ese camino y trasladarse de los distritos de negocios periféricos a los corazones urbanos.

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