luns, 8 de abril de 2013

Preston desmitifica a Santiago Carrillo


El historiador escribe una polémica biografía del dirigente comunista, repleta de traiciones y purgas

De Carrillo se han escrito montones de cosas. Elogiosas y muy críticas. La biografía que ahora aporta Paul Preston (Liverpool, 1946) se suma a las segundas. Y dado que Preston no es un antiguo correligionario resabiado ni un revisionista de la historia, sino uno de los mayores especialistas en el siglo XX español, su demoledor y controvertido retrato del principal líder de la oposición antifranquista arrancará sarpullidos. El zorro rojo (Debate) se puso en marcha tras la muerte de Carrillo pero buena parte del material empleado estaba en manos de Preston desde hace décadas. Después de su tesis doctoral, el historiador comenzó a investigar a la oposición antifranquista. El Partido Comunista de España (PCE) era la columna vertebral de aquel movimiento que, pese a sus intentonas, no logró acabar con la dictadura. “Luego la Transición se desarrolló de otra forma, no vino por la lucha antifranquista, que es la historia de un fracaso”, esgrime Preston en su casa de Londres ante un té humeante y un ventanal con vistas a un jardín nevado que contraría el reloj estacional.
Tras el fallecimiento de Carrillo, el pasado 18 de septiembre, varias editoriales le pidieron una biografía. “La tenía casi hecha, me puse a redactarla de forma coherente y lo que salió de mi encuentro con la documentación no era lo que me esperaba”, confiesa. Lo que salió es una visión desmitificadora, corrosiva. “Quedará claro que Carrillo poseía algunas cualidades en abundancia: capacidad de trabajo, ímpetu y aguante, destreza en la oratoria y escritura, inteligencia y astucia. Por desgracia, quedará igualmente claro que la honestidad y la lealtad no figuraban entre ellas”, sostiene el historiador, que le compara a Franco en el afán por reinventar su pasado y la crueldad.
Carrillo (Gijón, 1915-Madrid, 2012) vivió tanto que tuvo varias vidas. Nació en una casa pródiga en niños, afectos y conciencia obrera. Su padre, Wenceslao, era correligionario y amigo del socialista Francisco Largo Caballero. Fue precoz en militancia y responsabilidades políticas. “Si este Gobierno, entregado a las derechas, no rectifica, serán estas Juventudes las que asalten el poder, implantando su dictadura de clases”, arengaba en un mitin ante unos 80.000 jóvenes en 1934, cuando tenía ¡19 años!
Después de 17 meses en la cárcel a raíz del fracaso de la huelga de ese año, Carrillo viajó a Rusia. Le deslumbró. “Tuvo la sensación de que el PSOE era un partido del pasado”, escribe Preston. Ya estaba en la pista de despegue hacia el comunismo. A la vuelta comienza la guerra. Carrillo formaliza su ingreso en el PCE al tiempo que se desarrollan los sucesos de Paracuellos, el episodio que le perseguiría como un fantasma toda su vida, favorecido porque nunca dio una explicación sincera sobre los hechos, según Preston. Entre 2.000 y 2.500 presos fueron asesinados tras ser sacados de las cárceles en una operación que perseguía limpiar Madrid de sospechosos quintacolumnistas. Preston da una versión equilibrada entre quienes eximen y quienes culpan en exclusiva a Carrillo, y que ya figuraba en su libro El holocausto español (2011). “La autorización, la organización y la materialización de lo sucedido a los prisioneros involucró a muchas personas. Sin embargo, el puesto de Carrillo como consejero de Orden Público, sumado a su posterior relevancia como secretario general del Partido Comunista, supuso que le fuera achacada toda la responsabilidad de las muertes. Eso es absurdo, pero no significa que no tuviese ninguna responsabilidad”, escribe el biógrafo.
En febrero de 1939, Carrillo cruza la frontera. En París recibe la noticia del golpe de Casado contra Negrín y, lo que es peor, el apoyo de su padre a la operación, que le empuja a escribir una aireada carta en la que rompe con él. No volvieron a verse hasta dos décadas después. “Se puede interpretar que pone el partido por delante o que se pone a sí mismo por delante. El hilo conductor es siempre el egoísmo y la ambición”, afirma Preston.
El exilio acoge la peor cara del líder comunista. “Fue donde encontré sorpresas más desagradables. Saca conclusiones triunfalistas que despilfarran el heroísmo de muchos militantes de base y, por otro lado, sus interrogatorios son dignos del KGB”, plantea. El historiador sospecha que “fue reclutado” en su viaje a Moscú en 1936 y que posteriormente podría haber recibido una formación especial dadas las brutales técnicas de interrogatorio que aplicaría a comunistas caídos en desgracia. El hispanista achaca su progresivo ascenso hasta la cima del PCE a maniobras, mentiras y purgas de quienes podían ensombrecer su camino, como Jesús Monzón, cerebro de la fallida invasión del Val d’Aran, condenado a 30 años de cárcel, víctima de un intento de asesinato en prisión y expulsado del PCE. Algunos colaboradores de Monzón son asesinados, según declararon más tarde dirigentes comunistas, por “orden directa de Carrillo y La Pasionaria”. En sus memorias, el propio Carrillo escribía: “En aquellos momentos, no había que dar esas órdenes; quien se enfrentaba con el partido, residiendo en España, era tratado por la organización como un peligro. Ya he explicado que la dureza de la lucha no dejaba márgenes”.
Las expulsiones y purgas dentro del PCE, según Preston, tenían más que ver con el afán de congraciarse con el Kremlin que con la lucha contra la dictadura. Hasta 1953, cuando muere Stalin, el aparato español reproduce lo peor del estalinismo. Aunque algunos métodos perdurarán, hasta el extremo de que Preston titulará las versiones de la biografía en otros idiomas como El último estalinista. “Uno a uno, dio la espalda a aquellos que le ayudaron: Largo Caballero, su padre, Segundo Serrano Poncela, Francisco Antón, Fernando Claudín, Jorge Semprún, Pilar Brabo, Manuel Azcárate o Ignacio Gallego”, escribe.
El Carrillo de la Transición es otro. “Hizo cosas por un lado pragmáticas para mantener al PCE en el tablero, pero que contribuyeron a disminuir el entusiasmo de las masas. Su manera de dirigir siempre fue autoritaria, imponiendo y no explicando”, indica Preston. Una gestión que acabó devorándole y expulsándole del partido en 1985. El único gesto de grandeza que el hispanista no rebate es el del 23-F, cuando Carrillo permanece sentado en su asiento. El único que mantiene el tipo junto a Suárez y Gutiérrez Mellado. Creía, sin ninguna duda, que le iban a matar y pensó que el secretario general del PCE no podía morir como un cobarde.

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