domingo, 8 de setembro de 2013

Residuos del turismo patriótico


Los Gobiernos suelen orientar el negocio turístico para justificar la historia. La promoción de la Marca España y la conmemoración de 1714 organizada por la Generalitat son ejemplos del ansia por ‘vender patria’

En el siglo XIX, los aristócratas con pretensiones cultas y cosmopolitas, sobre todo los británicos, tenían que hacer un Grand Tour del continente europeo, que en realidad se centraba en Italia, Francia, partes de Alemania y Grecia (y definitivamente excluía a la exótica y peligrosísima España, la de Carmen y otros bandoleros de la imaginación romántica). La expansión del turismo durante el siglo XX fue otra expresión de la irrupción de las masas como sujetos históricos activos y visibles. También fue resultado de la extensión de la sociedad de consumo a las capas medias y bajas de Occidente. El boomde posguerra hizo posible la motorización primero y los aviones a reacción después, lo que, combinado con las vacaciones pagadas permitió la explosión de la industria del turismo para los plebeyos como usted y yo. Esto es, antes y después de su masificación, el turismo a menudo ha cubierto una “necesidad” cultural y el resultado es que hay turismo histórico para todos los gustos y estómagos: ya sea la certificación de los elevados orígenes de nuestra civilización mediante inspección de la Acrópolis a la visión del espanto del totalitarismo contemporáneo en Auschwitz.
El turismo histórico nunca ha dejado de ser del todo discernible del proyecto político del Estado. Los Gobiernos, y especialmente las dictaduras, cuando han podido, han buscado la “orientación” del negocio turístico para nacionalizarlo y justificar lo que les ha convenido, forzando el olvido o el desprestigio de lo que les ha molestado. Ahí esta el papel legitimador del turismo histórico, y hasta del de playa, de la dictadura franquista. En este último caso, no se trataba solo de lo que se decía, por ejemplo, del Valle de los Caídos o de Belchite, sino de lo que no se decía de otros lugares y hechos que o no existían o pertenecían al mundo de la deformación y el escarnio oficial. Como explicó la profesora Sandie Holguín, ya durante la Guerra Civil la dictadura de Franco invitaba a extranjeros a los frentes de guerra (pero no a las fosas apenas cerradas de sus víctimas). Más tarde, como también ha explicado el profesor Sasha Pack, durante la vida del régimen, el Spain is different de los años sesenta también implicaba que su democracia, Señor Turista, no es la nuestra, así que venga y disfrute y no piense demasiado. No es casualidad que el factótum del turismo español durante los primeros 15 años de la dictadura, Luis Bolín, fuese también, entre otros servicios prestados a su amo, jefe de prensa del Caudillo durante la guerra (y luego su seudobiógrafo). Tampoco es casualidad que el régimen fundiese las funciones de turismo y propaganda en un solo ministerio donde sirvieron personajes como Gabriel Arias-Salgado o el más prolífico Manuel Fraga, o que intelectual residente del ministerio durante décadas fuese el historiador Ricardo de la Cierva.
Son cosas del pasado, de la dictadura, se dirá; y es cierto que lo peor del turismo histórico-patriótico en España, disfrazado o no, ya pasó. Pero hay actitudes en este campo que o perviven o han renacido al calor de los discursos nacionalistas, ahora vestidos de modernidad, de la España actual. Quizá en este sentido el ejemplo españolista más banal sea el de la Marca España, que sería irrisorio si no tuviésemos seis millones de parados, niños y adultos con hambre, corrupción por doquier, o miles de nuestros mejores ciudadanos desperdiciados para la ciencia “española”. Es dudoso que la Marca España nos haga vender más o atraiga más turistas, pero lo que sí parece obvio es que sirve sobre todo a este Gobierno, para el que vale más vender humo patriotero, que además no se ve más allá de donde llegan las emisiones de la televisión gubernamental, que dar trabajo a unos cuantos científicos o maestros más.
Desgraciadamente, hay demasiada competencia en España en esta ansia de vender patria en el extranjero. La Generalitat catalana, lanzada a conmemorar y gastar lo que no tiene en los fastos de 2014, se ha metido también a la promoción turística de la historia patriótica. En este sentido, la Dirección General de Turismo ha editado una guía turística (de casi 150 páginas en la edición en inglés) promoviendo una serie de circuitos de visitas a lugares clave en los acontecimientos de 1714 (Catalonia 1714. A tour of places associated with the War of Succession and the Baroque era). Lo que en principio parece un proyecto muy loable para promover el turismo y quizá activar la economía, y el conocimiento histórico, resulta ser un documento que refleja una visión única y muy parcial, la del soberanismo catalán, de la Guerra de Sucesión y de los 300 años que siguieron. Puesto algo más crudamente: es propaganda política que se hace pasar por historia, quizá útil desde el punto de vista del negocio hostelero, pero al servicio de quien está en el poder en Barcelona, y pagada con dinero público.
De entrada la guía promete presentar el “punto de vista catalán” de los hechos. ¿Qué punto de vista catalán? ¿Hay un único y verdadero punto de vista catalán? Con respeto para los autores y teniendo bien en cuenta las muchas diferencias de fondo y tiempo, ¿nadie se ha dado cuenta de cómo esto recuerda a las notorias “verdad de España” del régimen franquista? Cataluña es una sociedad libre y diversa y, por tanto, no tiene una voz única ni para el pasado ni para el presente. Pero es que el texto chirría incluso cuando describe hechos. Menciona esta guía la supresión de la “constitución” de Cataluña por parte de Felipe V. A falta de mayor información, la noción que se da al turista histórico es la de una Constitución (moderna, democrática y votada por los ciudadanos) suprimida, no la derogación por parte de una Monarquía centralista de la compilación de una serie de derechos y privilegios de origen medieval. Más tarde, reduce este texto a los combatientes en el conflicto a dos grupos artificialmente diferenciados, moral y geográficamente. Por un lado, estarían las tropas de Cataluña y, por otro, las francesas y españolas. La inconveniente presencia, entre otros, entre los presuntos “patriotas” catalanes de unidades castellanas, aragonesas, navarras, valencianas e incluso de la península italiana es simplemente ignorada. Por último, y pese a todas las deformaciones y omisiones, quizá lo peor de la guía va, como en las jotas, en la despedida: la afirmación de que el objetivo último de las fuerzas borbónicas era “destruir la nación catalana”; un objetivo que, nos dice por si no lo habíamos captado, 300 años después siguen (es de suponer que los españoles) sin haber conseguido.
Evidentemente, hay quien piensa que la explicación de toda patria para el consumo de la masa turística o escolar necesita de una reducción a argumentos de buenos y malos. Es un camino tan fácil como falso que lleva primero a la caricatura y luego a la contradicción de los absurdos. Por seguir con esta guía, en ella se citan a los dos aliados de la patria derrotada en 1714, Inglaterra y los Países Bajos, como modelos de libertad y laboriosidad hacia los que los catalanes se sentían naturalmente atraídos. Dejemos aparte la laboriosidad y centrémonos brevemente en la promoción inglesa de la libertad, porque es una visión que daría que pensar al visitante que, antes o después de hacer turismo patriótico en Cataluña, hiciese lo propio y leyese lo que se escribe y se conmemora en Escocia, Irlanda, la Arcadia canadiense, Quebec o Nueva Inglaterra, por no mencionar en lo que queda de las prisiones y mercados de esclavos africanos en ambas orillas del Atlántico. Y esto sin salirnos del XVIII: un siglo que podrá ser reinventado a conveniencia, pero en el que las patrias soñadas de unos siguen siendo las pesadillas de otros.
Antonio Cazorla Sánchez es catedrático de Historia de Europa en la Trent University (Canadá). Su próximo libro es Franco: the biography of the Myth (Routledge, 2013).

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