domingo, 31 de marzo de 2013

Tras las huellas del genocidio tamil


EL PAÍS recorre el escenario de la ofensiva final de la guerra civil de Sri Lanka
Los testimonios hablan de una masacre que la ONU insta a que se investigue
Balasubramaniam Annaludchumy con fotografías de vítimas.
 / ZIGOR ALDAMA
Balasubramanian Annaludchumy recuerda: “En las últimas semanas de la guerra mi familia había estado dispersa, pero el 14 de mayo [de 2009] nos encontramos en la ‘zona segura’ que el Ejército había habilitado en Mullivaikal para proteger a los civiles, y encontramos cobijo en una casa. Estábamos felices. Pero esa misma noche cayeron varios obuses sobre el edificio. Cuando recuperé el sentido y se posó el polvo, vi a todos en el suelo. Mi marido estaba boca abajo, y al darle la vuelta descubrí que le había estallado el pecho, que estaba muerto”.
La mujer rompe a llorar, pero no detiene su relato. “Al lado estaba mi hija mayor. Se sujetaba los intestinos con las manos, y sabía que iba a morir. Por eso me pidió que salvase a sus dos hijos”. Esta tamil, originaria de la ciudad de Kilinochchi, en el norte de Sri Lanka, se las arregló para coger a los pequeños y llevarlos a un hospital del Ejército, pero allí fueron rechazados. “Había tantos cadáveres en la carretera que casi no se podía andar”.
Los dos niños perecieron pocas horas después del ataque, del que el Gobierno niega ser el autor a pesar de que los proyectiles utilizados fueron los que usaba habitualmente el Ejército, y no los de la guerrilla de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE). Los combates se habían reanudado, así que Annaludchumy tuvo que abandonar los cadáveres de su familia y esconderse en una zanja. Tres días después, el presidente ceilanés, Mahinda Rajapaksa, anunció la muerte del líder rebelde, Velupillai Prabhakaran, y declaró el fin de 26 años de una guerra civil que ha enfrentado a la etnia mayoritaria cingalesa —budista— y a la minoría étnica tamil —hinduista—.
Según el mandatario, la ofensiva final fue un éxito porque no se cobró la vida de ningún civil. Annaludchumy explica que ese discurso triunfalista es la razón de que en el certificado de defunción de sus cinco familiares aparezca como fecha de la muerte el 15 de marzo y no el 15 de mayo. “El Gobierno miente”, sostiene la mujer. Como ella, todos los supervivientes entrevistados para este reportaje aseguran que los soldados atacaron deliberadamente las “zonas seguras” en las que se refugiaban.
Esa sospecha ha empujado a la ONU esta semana a aprobar una resolución con la que presionar al Gobierno de Sri Lanka para que investigue la masacre —que la organización considera que podría alcanzar las 40.000 víctimas— entre octubre de 2008 y mayo de 2009. Van aún más lejos trabajadores de diferentes agencias de Naciones Unidas que critican la tibieza del informe sobre los hechos presentado en noviembre por su secretario general, Ban Ki-moon. Desde el anonimato, uno expone su molestia: “El texto incluye acusaciones contra el Ejército por atacar la zona designada como ‘libre de combate’ con bombas, misiles, artillería, bazucas y armas ligeras. Allí se habían refugiado 330.000 personas, pero Ban se ha limitado a lamentar que la ONU haya fallado de nuevo en su misión. Las presiones, que llegan no solo de Sri Lanka sino también de China e India, han impedido que se diga con claridad que lo sucedido fue un genocidio”.
Basta con echar un vistazo a los arcenes de la carretera de Mullivaikal para confirmar que el Ejército en sus embestidas contra los tamiles no solo atacó objetivos militares. Autobuses, camiones, coches y triciclos motorizados aparecen reducidos a un amasijo de hierros. Componen un escaparate del horror que está protegido de las cámaras por soldados apostados cada 50 metros con un AK-47. Los vehículos no pueden detenerse, y los militares exigen revisar el material gráfico de todo sospechoso de haber retratado esa metálica montaña de vergüenza.
El obispo de Mannar, Rayapu Joseph, vivió en primera persona el fin de la guerra y ha recogido decenas de testimonios. Sostiene que los militares han quemado miles de cadáveres para destruir pruebas, y describe la operación como “una masacre que se inscribe dentro de un proceso de limpieza étnica que continúa en todos los frentes”. Un buen ejemplo de ello es el “poblado modelo” de Keppapillavu, que pretende ser un ejemplo de reconstrucción y se queda en espejo del apartheid.
Aquí han sido reubicadas 115 familias tamiles que lo perdieron todo en la ofensiva final. Pero, en contra de lo que asegura el Gobierno, Tharmaragini, una mujer que reside en una de las chabolas sin agua corriente ni electricidad con los cinco familiares que han sobrevivido a la guerra, explica que no ha tenido que abandonar su casa porque haya sido reducida a escombros. “Se la ha quedado el Ejército”, afirma. Y no es la única. M. Mathusamy, un agricultor que construye su propia vivienda unos metros más allá, cuenta algo parecido: “Nos han arrebatado la tierra para construir asentamientos de cingaleses, y ahora nosotros no tenemos de qué vivir”.
Esta estrategia, que incluye la reordenación administrativa de municipios y provincias para evitar que la población tamil tenga mayoría, busca diluir la fuerza social y política que permitió al LTTE gobernar, de facto, el tercio norte de la isla. Pero también es la principal razón por la que el fin de la guerra no ha supuesto el fin del conflicto. Organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos, como Human Rights Watch, advierten de que el resentimiento tamil hacia el Gobierno ha aumentado con la represión.
“Hay buenas razones para la lucha, porque el Gobierno nos priva de derechos básicos”, afirma Elango, un activista tamil. “Antes de la colonización existían diferentes reinos que respondían a una compleja realidad que los británicos trataron de homogeneizar sin éxito”, analiza. “Ahora, la Constitución unitaria y el carácter dictatorial de Rakapaksa son escollos insalvables para buscar una solución dialogada al conflicto, y no podemos olvidar que la guerra se cerró con una masacre a la que ha seguido la desaparición de miles de personas”.
El hijo de Thava Malar es uno de ellos. “Durante la última batalla, el LTTE estaba desesperado y obligó a todos los hombres del pueblo a luchar con ellos. Se llevaron a nuestro hijo, de 16 años, que, afortunadamente, sobrevivió a los combates”. El adolescente regresó a casa terminada la guerra, pero una noche, 20 días después, desapareció. Su madre está convencida de que el Ejército se lo llevó. “Aquella noche hubo patrullas, y luego hemos recibido noticias de dos personas que aseguran haberlo visto en instalaciones militares”.
La impotencia de miles de personas como Malar y la impunidad del Gobierno pueden prender de nuevo la lucha armada, asegura Elango. Él considera que los miembros del LTTE son “héroes que murieron por la libertad de los tamiles”, pero es consciente de que la organización —considerada terrorista por multitud de países— cometió graves errores que no debe repetir, como el asesinato del primer ministro indio Rajiv Gandhi. “Además, durante la batalla final, el LTTE exigía a cada familia tamil que aportase hombres a la lucha. En los últimos días incluso usó a la población civil como escudos humanos, algo que muchos nunca olvidarán. Si queremos tener éxito necesitamos promulgar un sistema que sea justo y humano”.
Este activista cree que no volverá a surgir un ejército como el que tenía el LTTE, sino que se optará por una táctica de guerrilla. “Creímos que Obama detendría la masacre, pero hemos confirmado que la comunidad internacional se pliega ante los intereses económicos”. Elango apunta a la emergencia de China e India: “Esos países ayudaron al Gobierno con la ofensiva final para hacerse con todo tipo de contratos, y por eso ahora sus grandes empresas están liderando el lucrativo proceso de reconstrucción”.

La Iglesia argentina dio la espalda a la mayoría de los crímenes de la dictadura


Bergoglio pidió perdón en 2000 por no "haber hecho lo suficiente" entre 1976 y 1983

Las aguas del río de la Plata bajaban manchadas con la sangre de los secuestrados que arrojaban desde los aviones militares y la mayoría de los jerarcas de la Iglesia católica argentina parecían dormidos. La siesta se prolongó desde 1976 hasta 1983, los años de la dictadura. Luis Zamora, que ahora ejerce como político opositor al Gobierno de Cristina Fernández, era entonces un abogado de 28 años. “Yo iba los jueves a la plaza de Mayo para manifestarme junto a las madres de los desaparecidos. No me olvidaré jamás de aquel día de 1979 en que nos reprimió la policía de la dictadura. Que te persiguiera esa policía significaba que podías desaparecer para siempre. Salimos corriendo hacia la catedral, que está en la misma plaza. Y cuando nos estábamos acercando cerraron la puerta. Eran las madres de los desaparecidos y les cerraron las puertas. Tuvimos que refugiarnos en el subte [el metro]. Aquello me pareció un símbolo muy directo de la complicidad entre la Iglesia y la dictadura”.
“A las pocas semanas del golpe militar más de 60 obispos de todo el país se reunieron para evaluar la situación”, explica Luis Zamora. “Todos convinieron en que en sus obispados había secuestros, desapariciones, despidos por actividades gremiales... Hubo una discusión sobre si se pronunciaban o no. Por unos 40 votos contra 20 optaron por no pronunciarse públicamente y afrontar el problema con gestiones reservadas. Eso significó avalar públicamente la dictadura y tener una carta en el futuro que les permitiera decir: ‘Hicimos cuestionamientos privados o gestiones orales’. Pero a la población le transmitían que ellos apoyaban la dictadura. En todos los actos públicos, en las fiestas patrias… siempre había un obispo o un cardenal al lado de los dictadores. La Iglesia católica bendijo el golpe”.
El entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio llegó a pedir perdón en nombre de la Iglesia en el año 2000 por no “haber hecho lo suficiente”. Lo que se comenzó a cuestionar muy pronto es si, además de no hacer lo suficiente, la Iglesia hizo demasiado. O sea, si fue cómplice necesaria en la comisión de ciertos crímenes. El director del diario Página 12, Horacio Verbitsky, sostiene que Bergoglio colaboró en la detención de los jesuitas Francisco Jalics y Orlando Yorio, secuestrados durante seis meses en 1976. Yorio murió en 2000, pero su hermana Graciela, de 67 años, señaló que Bergoglio mantuvo el doble juego: “Preocuparse [por el destino de los dos jesuitas] y por detrás hacer todas las maniobras necesarias para que los secuestraran”. Tras conocerse el nombramiento de Francisco, Jalics declaró en un comunicado desde el monasterio de Alemania en que se encuentra que ya se había reconciliado con Bergoglio y que para él estaba cerrado el caso. Sin embargo, su mensaje parecía más incriminatorio que exculpatorio. Así que el pasado miércoles, Jalics sentenció tajante en otro comunicado: “Es un error afirmar que nuestra captura ocurrió por iniciativa del padre Bergoglio”.
A pesar de esa declaración, el asunto siguió coleando en Argentina. El pasado jueves el periodista Verbitsky relató que el jesuita Jalics le había revelado en 1999, bajo la condición del anonimato, que “durante meses Bergoglio contó a todo el mundo que Jalics y Yorio estaban en la guerrilla”. Ese dato bastaba en aquella época a los militares para secuestrar, torturar o matar a cualquiera. Y más si la información provenía del superior provincial de los jesuitas, cargo que entonces ejercía el papa Francisco. Jorge Mario Bergoglio negó siempre de forma rotunda haber asociado a Jalics y Yorio con la guerrilla.
“Qué dirá la historia de estos pastores que entregaron sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas”, se preguntaba estos días Verbitsky citando el libro Iglesia y dictadura, del fallecido Emilio Mignone. El Vaticano alega que esas afirmaciones son “calumniosas y difamatorias” y que nunca hubo una sola prueba en firme contra Bergoglio.
La presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, declaró al conocerse el nombramiento del papa Francisco: “Uno condena a la jerarquía eclesiástica porque fueron partícipes, cómplices, ocultadores, directa o indirectamente. Es una historia muy triste que entinta a toda la jerarquía de la Iglesia católica argentina, que no ha dado ni un paso para colaborar con la verdad, la memoria y la justicia. Bergoglio pertenece a esa Iglesia que oscureció al país”.
El 14 de marzo —al día siguiente de la elección papal— el gran referente de los derechos humanos en Argentina, el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, escribió un mensaje bastante crítico hacia Bergoglio en el que, sin embargo, le eximía de la acusación más grave: “Es indiscutible que hubo complicidades de buena parte de la jerarquía eclesial en el genocidio perpetrado contra el pueblo argentino y, aunque muchos con exceso de prudencia hicieron gestiones silenciosas para liberar a los perseguidos, fueron pocos los pastores que con coraje y decisión asumieron nuestra lucha por los derechos humanos contra la dictadura militar. No considero que Jorge Bergoglio haya sido cómplice de la dictadura, pero creo que le faltó coraje para acompañar nuestra lucha por los derechos humanos en los momentos más difíciles”.
“La actitud de la jerarquía episcopal en la dictadura fue muy difusa y confusa", explica Eduardo de la Serna, coordinador del Grupo de Curas en Opción por los Pobres de Argentina. “Hubo un grupo muy pequeño de obispos claramente opuestos y críticos de la dictadura (Alberto Pascual Devoto, Enrique Angelelli, Eduardo Pironio, Vicente F. Zazpe, Jaime de Nevare, Jorge Novak y Miguel Hesayne); un grupo no muy grande de obispos francamente cómplices (Victorio Bonamin, Adolfo Tortolo…). Creo que la mayoría confundió una serie de elementos: pánico al comunismo que creían que se aproximaba; muchos con una ignorancia en teología soberana entendieron que ‘la autoridad viene de Dios’ y entonces oponerse a la autoridad era oponerse a Dios; otros tenían una pobre idea del mal menor… Lo cierto es que entre unos y otros conformaron un episcopado cómplice o silencioso, callado y temeroso. No hicieron denuncias claras, no levantaron la voz, no se atrevieron a excomulgar —por ejemplo— a los torturadores. Bergoglio no fue Victorio Bonamín, pero tampoco fue Jorge Novak”.
Luis Zamora cuenta que acudió en 1979 junto a otros abogados a las oficinas en Buenos Aires del nuncio apostólico Pio Laghi. “Llevábamos muchos informes de gente que había desaparecido en esos tres años de dictadura. Y el nuncio no nos atendió. Su secretario nos dijo: ‘Está muy bien la información que traen, pero ya la tenemos’. Nos fuimos diciendo ‘¡Qué ingenuos somos!’. ¿Cómo podíamos pensar que la Iglesia no sabía todo esto desde el comienzo?”.
Hace tres años, Bergoglio se vio obligado a declarar como testigo en un juicio sobre los crímenes de la dictadura. El abogado que lo interrogó en representación de varias familias de víctimas era Luis Zamora. “Tras escuchar su testimonio, no me cabe duda de que Bergoglio entregó a esos jesuitas”, concluye Zamora.
Hoy día, sin embargo, soplan nuevos aires en el Vaticano. Desde que se conoció el nombramiento de Francisco han salido a la luz varios casos de personas perseguidas por la dictadura a quienes de forma discreta Bergoglio ayudó a salvar la vida. Además, se da por hecho que la primera persona a quien Francisco pretende beatificar es Carlos de Dios Murias, un fraile franciscano torturado y asesinado durante la dictadura. Las encuestas revelan que el Papa es profeta en su tierra. Y no será el Gobierno de Cristina Fernández el que se atreva a ir abiertamente en contra de las encuestas.

Aquella guerra que cruzó el charco


Los intelectuales latinoamericanos vivieron como propio el conflicto español
Un ambicioso proyecto repasa en 19 tomos el eco de la contienda en el continente
Gabriela Mistral, Victoria Ocampo, Pablo Neruda,
César Vallejo y Jorge Luis Borges / AGUSTIN SCIAMMARELLA
A los 22 años el argentino Dardo Cúneo fluctuaba aún entre el estudiante y el periodista cuando una exclusiva resolvió la cuestión. La tripulación del Sant Tomé se amotinó en alta mar. Los marineros no querían desembarcar en Canarias, el puerto previsto, tras su caída en manos de los militares sublevados contra la República. Cúneo publicó en Crítica el 30 de julio de 1936 un artículo con la historia de aquella embarcación que acabaría atracando en Senegal. Él iba a bordo.
Cúneo es uno de los 200 argentinos que desfilan por la colección Hispanoamérica y la guerra civil española. La voz de los intelectuales, un ambicioso proyecto dirigido por Niall Binns para sumergirse en la respuesta que suscitó en sus antiguas colonias el conflicto desatado en 1936 en la vieja potencia. La obra, que comprende 19 volúmenes publicados por la editorial Calambur y que es el resultado de ocho años de investigación, se ha estrenado este mes con los tomos de Argentina y Ecuador, a los que se sumarán en breve los correspondientes a Chile y Perú. Binns, profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense y estudioso con similar vehemencia de la Guerra Civil y de Nicanor Parra, ha comprobado que el conflicto español se vivió como propio en diferentes sociedades latinoamericanas, movilizadas en campañas a favor de unos y otros. Si pervivían resquemores históricos por el pasado, el conflicto los enterró temporalmente.
Tras la implantación de la República, de hecho, las relaciones se habían saneado. Los estados se miraron de frente, entre iguales. “España deja de ser una potencia decadente y empieza a ser un ejemplo a seguir tras la caída de la monarquía. Expresiones que antes eran rancias o conservadoras como la ‘madre patria’ empiezan a ser patrimonio de los progresistas latinoamericanos”, expone el investigador. La lucha centrifugó las pasiones. “Jamás en los países de Hispanoamérica se había escrito tanto sobre España”, subraya. Poemas, obras teatrales, artículos, panfletos, crónicas, ensayos y cualquier otro género imaginable se puso al servicio de la causa republicana y, en menor medida, la franquista. “¡Cuídate, España, de tu propia España!”, escribió el peruano César Vallejo en su España, aparta de mí este cáliz, el poemario que dedicó al conflicto en 1937, un año antes de morir en París. En el exilio Vallejo escribía sin cortapisas. “Debido a la censura de la dictadura, la mayoría de los textos peruanos a favor de la República se publicarían en Francia, Chile, Argentina o España”, señala Binns.
Chile, por el contrario, fue un hervidero. Binns atribuye esta intensidad al “motor” de María Zambrano, instalada en Santiago desde 1937, y a su coyuntura política interior. “Chile sería el tercer país del mundo con un gobierno del Frente Popular después de Francia y España”. Futuras glorias nacionales como Vicente Huidobro o Pablo Neruda se vuelcan con la causa republicana. “Generales/ traidores:/mirad mi casa muerta, mirad España rota”, lloró Neruda, un activo participante de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que luego implantó en Chile.
En los turbulentos treinta, el consulado de Chile en Madrid parecía una puerta giratoria por la que entraban y salían futuros Nobel. Cuenta Niall Binns que Neruda (premiado en 1971) sustituyó en 1935 a Gabriela Mistral (distinguida en 1945), que fue destinada a Lisboa tras la difusión de una carta con juicios poco diplomáticos sobre los españoles. Los detestara o no, Mistral se conmovió tanto ante el drama de los niños vascos evacuados a países europeos que les dedicó los beneficios de su libro Tala. “Es mi mayor asombro, podría decir también que mi más aguda vergüenza, ver a mi América Española cruzada de brazos delante de la tragedia de los niños vascos. En la anchura física y en la generosidad natural de nuestro Continente, había lugar de sobra para haberlos recibido a todos, evitándoles los países de lengua imposible, los climas agrios y las razas extrañas”, escribió en el poemario, donde agradecía a Victoria Ocampo, otro referente de las letras latinoamericanas aquellos días, que hubiese regalado la impresión de Tala a través de su editorial. “No es la descastada que suele decirse”, subrayaba Mistral.
Con la argentina Victoria Ocampo hubo sus más y sus menos. Durante las primeras semanas de la guerra, la directora de Sur firmó un manifiesto y se integró en un comité francés de ayuda a la República (la derecha argentina llegaría a llamarla “la Pasionaria de la Aristocracia”), aunque mantuvo a distancia la revista. Sin embargo, la cobertura que Ocampo dio a Gregorio Marañón en Buenos Aires desató una polémica agria en las filas republicanas. “No puedo entender cómo usted (…) ha podido tener ese gesto, creyendo amparar con una aparente, falsa generosidad quijotesca, que usted acaso considera valerosa, la cobardía de ese renegado de todo”, le reprochó José Bergamín en un duro intercambio epistolar.
La causa de los sublevados también encontró eco en América Latina, aunque ni el número ni el renombre de sus simpatizantes fue comparable al que halló la defensa de la República. La ecuatoriana Hortensia Pagés (“Creo en España una, fuerte, privilegiada e invencible”) organizó un comité de auxilio y, en Argentina, resonó la voz del hijo de Leopoldo Lugones, gran poeta modernista y primer intelectual fascista del país (“ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada”). El poeta Lugones tuvo la singularidad de guardar silencio con el argumento de que los argentinos no debían opinar sobre asuntos extranjeros, pero su hijo, un comisario que pasó a la historia por perfeccionar la tortura con el uso de la picana eléctrica y el techo (baño en excrementos), escribió al Gobierno de Franco en febrero de 1939 una carta en la que rechazaba la acogida de refugiados republicanos: “Dios quiera que jamás pisen suelo argentino esos trabajadores díscolos embrutecidos con la prédica de Moscú; que tampoco vengan para acá maestros que ya ni siquiera españoles ni nada son (…) Y sobre todo que no aparezcan por tierra de San Martín los intelectuales de izquierda autores directos del tétrico panorama de España”.
Y, en medio, Borges. Que escribió una necrológica de Unamuno, que primero saludó la rebelión militar y luego la condenó nada más ver la represión, sin citar las circunstancias de sus últimos meses del 36. Cuando le preguntaron si el arte debía estar al servicio del problema social, dijo: “Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio de la política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de artillería liberal o de repostería endecasílaba”.

sábado, 30 de marzo de 2013

El mayor pueblo sin Estado del mundo lucha por su autonomía


Treinta millones de kurdos repartidos en varios países diferentes comparten nación e idioma
Son algo más de 30 millones de personas que comparten una nación, un idioma y, en su mayoría, una religión. Pero no sólo no conforman un Estado sino que están repartidas entre varios países diferentes. Son el pueblo kurdo, generalmente considerado como el mayor del mundo sin Estado. Y es ahora, tras más de un siglo de reivindicaciones nacionalistas, cuando los kurdos están consiguiendo que se les reconozca una mayor autonomía.
Casi la mitad se encuentran en el sudeste de Turquía, unos 7 millones viven en el noreste de Irán, otros 6 millones en el norte de Irak y unos 2 millones en el noroeste de Siria. Las fronteras de estos cuatro países dividen la región del Kurdistán y dan así cuatro nacionalidades diferentes a los kurdos.
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Las primeras referencias a este pueblo aparecen durante la Edad Media, cuando empieza a surgir la identidad kurda común a toda una serie de pueblos de las regiones de Asia Central y Oriente Medio. En su mayoría son seguidores del islam suní y, de hecho, una de las figuras clave de los grandes califatos medievales, el sultán Saladino, que reconquistó Jerusalén y unificó Oriente Medio, era de origen kurdo.
Más adelante, el pueblo kurdo fue integrado dentro del Imperio Otomano y ya a finales del siglo XIX comenzó a surgir el nacionalismo kurdo moderno. Tras la Primera Guerra Mundial y la desaparición del Imperio Otomano, las potencias occidentales no tuvieron en cuenta las reivindicaciones kurdas y el nuevo mapa de la región los dividió entre los territorios de Turquía, Irán, Irak y Siria.
Desde entonces, las minorías kurdas en estos cuatro países han protagonizado diferentes luchas por sus derechos sociales y políticos frente a Estados que no les otorgaban este reconocimiento. En ocasiones, estas luchas se han convertido en enfrentamiento armado entre facciones kurdas y fuerzas gubernamentales.
El episodio más dramático se vivió seguramente en Irak el 16 de marzo de 1988, en los últimos días de la guerra entre este país e Irán. Ese día, la aviación del presidente Saddam Hussein atacó con gas venenoso la ciudad kurda de Halabja, en el norte de Irak. Entre 3.200 y 5.000 personas murieron y se estima que entre 7.000 y 10.000 resultaron heridas, la mayoría civiles.
Este acto ha sido definido oficialmente como un acto de genocidio y está considerado el mayor ataque de la historia con armas químicas contra población civil.
En la actualidad, son precisamente los kurdos iraquíes los que han conseguido una mayor autonomía política y económica. Tras la invasión estadounidense de Irak en 2003, la comunidad kurda se hizo con el control de su territorio. El llamado Gobierno Regional Kurdo tiene su capital en Erbil, administra una gran parte de los recursos petrolíferos de Irak y es una de las regiones con un mayor crecimiento económico del mundo en los últimos años.
En Turquía, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK, en kurdo) y el Estado llevan enfrentados desde 1984 en un conflicto armado que ha costado la vida a más de 40.000 personas, la mayoría militantes kurdos y población civil. La declaración de alto el fuego hoy por parte de Abdalá Ocalan, el encarcelado líder del PKK, considerado un grupo terrorista por Turquía, la Unión Europea y Estados Unidos, es un momento clave en un proceso de paz que se inició a finales del año pasado y que podría suponer el inicio del fin del conflicto. Para ello, los kurdos demandan una mayor autonomía política y el reconocimiento de la nación kurda dentro de Turquía.
Por su parte, la comunidad kurda en Irán ha sido también duramente reprimida por los sucesivos gobiernos de Teherán. Organizaciones defensoras de los derechos humanos como Amnistía Internacional han denunciado la persecución política y religiosa a la que los kurdos iraníes se ven sometidos. Expertos en relaciones internacionales consideran que la actual pujanza de las comunidades kurdas en Irak y Turquía pueda incentivar la lucha de los kurdos en Irán.
Mientras tanto, la guerra civil en Siria, que estos días ha cumplido dos años, ha servido a los sirios kurdos para conseguir una inesperada autonomía. En agosto del año pasado, las fuerzas del régimen del presidente Bachar el Asad, exigidas por la duración del conflicto y la llegada de los combates a Alepo, comenzaron a retirarse de los enclaves kurdos en el noreste del país. Esto permitió al llamado Partido de la Unión Democrática y su ala armada hacerse con el poder en esta región, donde llevan meses construyendo lo que en la práctica es un Estado kurdo dentro del Estado sirio.
"Nosotros somos nosotros, y nosotros somos kurdos. Y ahora, por fin, nosotros somos nosotros", trataba de explicar en un inglés básico una activista kurda siria en el centro cultural de Al-Malikiyah, un pueblo kurdo en el extremo noreste de Siria, junto a las fronteras con Turquía e Irak, mientras sus compañeros ensayaban en el escenario canciones kurdas, hasta entonces prohibidas, tras dejar sus rifles AK-47 apoyados en las butacas.
Aunque oficialmente nadie habla de exigir independencia, las diferentes comunidades kurdas siguen hoy persiguiendo el reconocimiento de esa identidad y esperan que esas fronteras tengan cada vez menos significado.