xoves, 23 de maio de 2013

El ‘agente naranja’ aún golpea


EE UU quiere limpiar los rastros del químico tóxico que usó en la guerra de Vietnam
Los estragos siguen 50 años después

Nos podemos hacer una idea de las operaciones que se llevan a cabo en la zona restringida al público desde la terraza de una mansión que domina el aeropuerto de Danang. Más allá de un pequeño estanque de agua negra, se pone en marcha una excavadora que desplaza montones de tierra amarilla. Este es el lugar en el que los americanos desean sanar la tierra contaminada desde los años sesenta por el agente naranja, una de las huellas más terribles de su paso durante la guerra de Vietnam. Un herbicida que contiene las dioxinas que vertieron durante el conflicto en las zonas controladas por los comunistas y que ha causado cánceres, leucemias y malformaciones genéticas entre la población.
Los militares estadounidenses almacenaban su veneno cerca del ultramoderno aeropuerto de Danang, que se ha convertido en la tercera ciudad del país. Los responsables de mantenimiento lavaban, después del aterrizaje, los aviones que venían de verter el pesticida sobre los arrozales y las selvas en las que se escondían los vietcongs y los soldados norvietnamitas. Los residuos, después de la limpieza, acababan infiltrándose en el suelo, en el estanque, en la tierra de alrededor. Danang es solo una de las numerosas zonas afectadas por el agente naranja, llamado así porque se guardaba en unos barriles marcados por una banda de este color.
Fuentes vietnamitas afirman que se vertieron 80 millones de litros de este producto tóxico en un espacio de 10 años no solo sobre Vietnam, sino también en Camboya y en Laos, durante “la guerra secreta” en esos dos países. Según estas fuentes oficiales, cerca de dos millones de personas pudieron quedar afectadas en Vietnam desde 1961.Tres millones de hectáreas y 30.000 pueblos habrían sido contaminados por el agente, cuya concentración de sustancias tóxicas sería de 20 a 55 veces la dosis que se encuentra en el pesticida común.
El 9 de agosto de 2012, el embajador de Estados Unidos en Hanoi, David B. Shear, habló durante una ceremonia en Danang, con motivo de la inauguración del programa de descontaminación del aeropuerto: “Esta mañana celebramos un evento clave en la historia de la relación americano-vietnamita. ¡Limpiamos todo este desastre!”.
Un desastre, cuando menos. En Danang, son aún muchas las víctimas que, cuatro generaciones después, pagan por la aspersión del agente naranja: 5.000 personas, según cifras oficiales.
Una familia pobre vive en un cuchitril, no lejos del centro de la ciudad: la señora Nguyen Thi Thanh, de 60 años; su marido, Tran Quang Toan, de 65, y sus tres hijos. Él era soldado del Ejército survietnamita, mantenido por Washington. Después de la caída de Saigón, en 1975, su posición de simple soldado no le hizo merecer el campo de reeducación. Se fue entonces a trabajar al bosque, en el distrito de Tra My, con su joven esposa. Allí, cortando mimbre para sobrevivir, los dos se contaminaron con residuos del agente naranja. Pero no fueron ellos los que pagaron los platos rotos, sino una de sus hijas, Tran Thi Le Huyen, que hoy tiene 30 años.
Una joven de mirada perdida, que yace sobre la cama de la única habitación de una barraca de suelo de cemento, abre su boca desdentada en un grito silencioso. El agente naranja golpea al azar: los otros dos hijos, un chico de 26 años y una chica de 24, se han librado. “En 1971”, explica el padre, que se gana la vida empujando carretillas en una obra, “escuché que los americanos habían tirado productos químicos”. Sentada en la cama, la mano sobre la rodilla de su hija que rueda de un borde al otro, la madre dice dulcemente: “Los estadounidenses deberían dar una compensación a las víctimas”.
El decorado cambia, pero el destino es similar en la casa de Nguyen Van Dung, de 43 años, y de su mujer, Luu Thi Thu, de 41. El hombre trabaja desde hace años como alcantarillero cerca de las pistas del aeropuerto y del lugar en el que fueron almacenados los toneles naranjas. Su primera hija nació perfectamente normal en 1995. Al año siguiente, fue contratado en el aeropuerto. Su segunda hija llegó al mundo en 2000. Murió de leucemia a la edad de siete años. En 2006, Luu dio a luz a su tercer hijo, Twan Tu, un niño de frente desmesuradamente abombada, quejumbroso, incapaz de moverse, que da pequeños gritos, la oreja pegada al sonido de un móvil que escucha sin descanso.
Twan Tu padece una enfermedad rara, una osteogénesis imperfecta, más conocida como “la enfermedad de los huesos de cristal”. “Los médicos dicen que no le quedan más de tres meses de vida”, susurra Dung, quien añade: “Cuando se murió mi primera hija, pensé que era el azar. Pero cuando nació mi hijo así, comprendí que no era normal”.
En su despacho de Hanoi, bajo la mirada de un busto de Ho Chi Minh, el general retirado Nguyen Van Rinh, de 71 años, lidera la asociación vietnamita de víctimas del agente naranja. “Durante los años sesenta y setenta”, cuenta, “vi con mis propios ojos que los aviones y los helicópteros americanos tiraban defoliantes. Los resultados: colinas peladas, bosques destruidos”.
Vietnam ha llevado ante la justicia a las empresas norteamericanas que producen el herbicida, como Monsanto y Dow Chemical. Sin resultado. En 2005, la justicia estadounidense concluyó que el uso de herbicidas no podía ser considerado crimen de guerra, y que, además, los querellantes vietnamitas no habían establecido una relación convincente entre la exposición al agente naranja y su estado de salud.
Estados Unidos ha gastado miles de millones de dólares en compensar a sus propios soldados en contacto con el agente naranja. “Durante tres decenios”, recalca el general Van Rinh, “los americanos han negado su crimen. Ahora hacen cualquier cosa. Es un poco tarde”. Esboza una ligera sonrisa: “Pero mejor tarde que nunca”.

Telares en las mazmorras


EL PAÍS accede al primer eslabón de la industria textil de Bangladesh, lúgubres fábricas de telas con terribles condiciones laborales
Es imposible competir con la fealdad de Dacca. La capital de Bangladesh es el caos hecho ciudad, un amasijo de edificios inacabados, amontonados sin plan urbanístico alguno, que tratan de cobijar a unos 14 millones de habitantes. Solo la mitad son residentes oficiales. El resto ha llegado, procedente de los cuatro puntos cardinales de uno de los países más pobres del planeta, con la esperanza de darle un mordisco al 6% de crecimiento económico, un porcentaje que llena de orgullo al Gobierno y que convierte a la antigua Pakistán Oriental en uno de los ejemplos más exitosos del milagro económico del subcontinente indio.
Pero a los emigrantes rurales no se les encuentra en los relucientes centros comerciales que sirven de oasis de tranquilidad a la emergente clase media. No, hay que bregar con un tráfico imposible durante al menos una hora para dar con ellos en el cinturón industrial de Ashulia. Allí, cientos de miles de personas cuecen ladrillos con técnicas propias de la Edad Media, dan forma a pucheros, pegan suelas de zapato y, los más afortunados, tejen prendas de vestir en alguna de las innumerables fábricas que componen la Zona de Procesamiento de Exportaciones (EPZ, en sus siglas en inglés), escenario de las mayores tragedias de la industria textil del país.
Por 54 horas de trabajo a la semana, y siempre bajo la amenaza de derrumbes como el del Rana Plaza —más de 430 muertos— o incendios como el de Tazreen Fashions, con 110 fallecidos, la mayoría de los trabajadores cobra el salario mínimo más bajo del planeta: 3.000 takas (algo menos de 30 euros) al mes. No obstante, como apunta Jesmin, una joven que ha estado empleada tanto dentro como fuera de la EPZ, “aunque no existen medidas de seguridad adecuadas y muchas veces no se abonan las horas extra ni se conceden bajas por maternidad, todo el mundo quiere trabajar allí porque las condiciones laborales son mucho mejores”.
No en vano, de las EPZ —creadas en los ochenta para impulsar las exportaciones, disparar el crecimiento económico y crear empleo en barrios deprimidos— sale gran parte de la producción textil del país, ya la segunda en el mundo. El sector aporta en torno al 80% de los productos que Bangladesh exporta —casi 20.000 millones de euros—, y emplea a tres millones de personas en unas 4.500 fábricas.
“El empresario los fija en base a piezas por hora. Saben que ningún humano podría cumplirlos, pero da igual. Para llegar al cupo tenemos que trabajar dos o tres horas extra al día sin cobrar”, asegura Moni, empleada en Inmaculate. “Cada vez hay más presión de los clientes extranjeros para cumplir códigos de conducta que reducen los márgenes de beneficio”, reconoce Hashi, que cobra 3.500 takas (33 euros) en vez de los 4.200 takas que le corresponden por el nuevo baremo, y que ha llegado a trabajar tres meses sin un día de descanso y 15 noches seguidas en temporada alta. “Por eso, el peor trabajo se subcontrata a talleres a los que jamás ha ido un inspector”.
Lo sabe bien Ahmed R., un adolescente de 13 años que opera un vetusto telar en un cobertizo de uralita. Hay que alejarse varios kilómetros más del centro para dar con estos talleres, que nunca aparecen en los medios de comunicación y que, sin embargo, sufren condiciones laborales mucho peores. “Aquí producimos telas que, muchas veces, acaban en la EPZ y llegan a Europa y América ya confeccionadas”, reconoce el propietario, quien teme represalias, bajo condición de anonimato. “Muchos empresarios bangladesíes mienten sobre el origen del material”.
Ahmed y sus compañeros de trabajo, algunos niños de 12 años, son los subcontratados de los subcontratados, el último eslabón de una cadena que acaba en los escaparates de todo el mundo. La mayoría no ha oído hablar jamás de la responsabilidad corporativa de las grandes multinacionales que, de forma indirecta, acaban utilizando sus productos. “Muy pocas empresas controlan toda la cadena de producción”, reconoce Nazma Akter, presidenta de la Federación Textil Sommilito. “La presión ha conseguido que se realicen auditorías en las fábricas de las que sale el producto final para evitar la pésima publicidad de tragedias como la de Spectrum [que producía para Inditex y cuyo edificio se desmoronó provocando 64 muertos], pero pocos van más allá”.
La propia Inditex, que respondió a EL PAÍS a través de una dirección genérica de correo electrónico, reconoce que no era consciente de que allí se fabricara material para el principal grupo textil español. “Había recibido de un proveedor del grupo —sin nuestro conocimiento y, por tanto, sin nuestra autorización— una única orden de trabajo de 2.000 unidades”.
Otras marcas internacionales han tenido problemas similares, muchas veces por culpa de la opacidad de sus socios locales. “Las compañías extranjeras tienen gran responsabilidad, pero muchas veces los empresarios bangladesíes faltan a sus promesas y subcontratan sin dar cuenta a nadie”, apunta Amirul Haque Amin, presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Textil de Bangladesh.
Poco importan esos tejemanejes en la fábrica en la que trabaja Ahmed. En el interior, el tremendo golpeteo de las máquinas impide oír siquiera los propios pensamientos, y el adolescente ríe con ganas cuando se le pregunta si tiene protección para sus tímpanos. Apunta con su dedo índice a los pies descalzos, y asegura que lo que le preocupan son las agujas que se caen. Trabaja una media de 11 horas al día, y tiene suerte si le pagan a tiempo los 75 takas (unos 70 céntimos de euro) que gana por jornada. “No es mucho, pero ayudo a mantener a la familia”, asegura con orgullo indisimulado mientras posa en jarras frente a la máquina que opera.
La uralita del techo y las planchas de metal de las paredes convierten el lugar en un horno insufrible, pero el centenar de hombres que maneja la maquinaria parece no acusar el calor. La única corriente de aire que circula, y que levanta una fina capa de polvo que provoca estornudos constantes, es la que se cuela por las rendijas que ha dejado una construcción chapucera. “Y la puerta, que tenemos abierta para no asfixiarnos. Lo peor es en la temporada de lluvias, cuando no hay forma de impedir que entre agua”, comenta uno de los trabajadores, que, sin embargo, relativiza su trabajo. “Peor están los que fabrican ladrillos o trabajan el campo”.
El capataz de la fábrica reconoce que la situación no es ideal. “No nado en la abundancia, como los empresarios de la EPZ. Tengo problemas para pagar a los empleados porque mis clientes me abonan los pedidos tarde y mal. Al final, lo único que importa son el precio, la calidad y las fechas de entrega. No cómo se produzca”.

mércores, 15 de maio de 2013

El "almacén de mujeres" y madres de Saturraran


Entre 1938 y 1944 el antiguo balneario de Saturraran fue transformado en cárcel de mujeres por el régimen franquista. Entre sus muros estuvieron recluidas alrededor de 4.000 presas. Fallecieron 120 reclusas y 57 niños y niñas. Testimonios dan fe del robo de niños.
ALEJANDRO TORRÚS Madrid 05/05/2013

Resulta imposible establecer una fecha concreta. Los testimonios, la mayoría ya fallecidos, hablaban de un fatídico atardecer del año 1944. En los registros oficiales, sin embargo, no queda ni rastro de aquella tarde de barbarie. Decenas de niños entre tres y cinco años fueron arrancados a golpes de los brazos de sus madres, presas en la cárcel de mujeres de Saturraran (Euskadi), para ser enviados a un destino incierto a bordo de un tren.
El historiador Ricard Vinyes recoge los hechos en su obra Presas políticas. “Funcionarias y religiosas ordenaron a las presas sin previo aviso que entregasen a sus hijos. Al parecer hubo un alboroto considerable, palizas y castigos. Teresa Martín tenía cuatro años y sólo recuerda estar siempre con su madre: 'Siempre o en brazos de mi madre o de la mano de mi madre. Sólo nos separaron una vez, pero fue para siempre'”.
Alrededor de 4.000 mujeres fueron recluidas, entre 1938 y 1944, en la cárcel de Saturraran, un antiguo balneario decimonónico en la bahía del mar Cantábrico. Con apenas un petate para dormir, en los mejores años del penal, y un retrete por cada 250 reclusas llegaron a convivir en el mismo espacio temporal alrededor de 1.600 mujeres. La investigadora y periodista María González Gorosarri, autora del libro No lloréis, lo que tenéis que hacer es no olvidarnos calcula que cada presa disponía de alrededor de 45 centímetros de suelo para dormir.
 “La prisión central de Saturraran estaba formada por un complejo de varios edificios pertenecientes a la Iglesia que diferenciaba a las presas en madres, ancianas y jóvenes. Las reclusas estaban custodiadas por unas 25 monjas de la Merced, un sacerdote, un funcionario de prisiones y alrededor de 50 militares”, señala a Público González Gorosarri, que añade que el lugar “más característico” de la cárcel era la “celda de castigo”. “Esta celda se encontraba a la altura del río que pasaba por detrás del edificio anteriormente denominado Barrenengua. En consecuencia, siempre tenía un palmo de agua en el suelo que alcanzaba casi el metro cuando subía la marea”.
Durante los seis años en los que se mantuvo operativo el penal fallecieron entre sus muros 120 mujeres y 57 niños y niñas. El hambre y la falta de higiene formaba parte de la vida cotidiana de las reclusas. Los testimonios recopilados por la investigadora describen cómo las monjas robaban la comida de presas y niños para venderlo en el mismo economato de la cárcel o en el estraperlo y confiscaban los alimentos que enviaban las familias de las presas. “Por ello, la madre superiora Sor María Aranzazu Vélez de Mendizabal, conocida entre las presas como La Pantera Blanca, fue posteriormente destituida”, agrega González Gorosarri.
En la cárcel se amontonaban sin distinción las presas políticas (lazos con partidos o sindicatos afines a la República) y las presas comunes (en su mayoría prostitutas o abortistas). “Los presos políticos hombres eran separados de los presos comunes. Sin embargo, el régimen negaba a la mujer su condición de sujeto político activo por lo que era encarcelada junto a presas comunes”, explica la investigadora.
La obra de González Gorosarri recoge el testimonio de Balbina Lasheras Amezaga, quien fue conocida en la prisión de Saturraran como 'la peque', ya que era una de las más jóvenes del penal. Balbina fue detenida el 21 de junio de 1937 cuando las fuerzas falangistas entraron en Bilbao, su ciudad de nacimiento. En aquel momento tenía 16 años y se encontraba jugando a 'la cuerda' con sus amigas. La acusaron de haber delatado a unos vecinos falangistas que vivían en un chalet cercano. Permaneció encarcelada 5 años, 4 meses y 10 días.
Tras dos breves estancias en diferentes cárceles de Euskadi, Balbina fue trasladada a Saturraran. “Pasamos mucho, mucho frío. Debajo teníamos el río y había mucha humedad. Muchas mujeres se murieron de tifus. Don Luis Arriola, que era el médico de Ondarroa en aquella época, también era el médico de Saturraran. Nos daba una vacuna contra el tifus. La vacuna decía que había que tomar la inyección en tres tandas. Aquel ¿sabes qué hizo? ¡Meternos toda la vacuna de una vez! Menos mal que las jóvenes podíamos mantenernos en pie para poder atender a todas aquellas mujeres que estaban por el suelo. No se podían levantar de la fiebre que tenían”, recuerda Balbina.
En un pabellón distinto al de Balbina, en el de las madres, se encontraba Ana Morales. Tenía 17 años cuando la denunciaron por ser espía comunista. Ella lo negó todo. No obstante, y a pesar de estar embarazada, ingresó en prisión. En la cárcel de Ventas (Madrid) dio a luz a su primer hijo. Meses después fue trasladada a la cárcel de Saturraran junto a otras 25 madres con sus 25 niños.
“Entraban 30 litros de leche todos los días. Pero la leche era para las monjas, no era para los niños ni para las madres. A nosotras, a veces, nos daban un café, sin azúcar ni nada, porque el azúcar lo vendían de estraperlo (…) Mi hijo tuvo catarros fuertes y una vez las que estaban en la oficina con el director le dijeron al médico que por qué no le recetaba algo. Y dice: '¿Cómo le voy a recetar si no tiene dinero para comprarlo?'”, relata Morales, que recuerda el día en el que los niños mayores de tres años desaparecieron.
 “No sé si fueron las monjas o fue el Estado, pero mandaron un autocar con monjas teresianas, que vinieron de paisanas. A las madres nos mandaron a lavar al río. Al volver al pabellón no había ningún niño mayor. Todos los niños mayores se los habían llevado en el autocar. Y, claro, a las madres les daban ataques. '¿Dónde están mis hijos? ¿Quién se los ha llevado?', repetían”.
Uno de estos niños que vivió sus primeros años en la prisión es Rosa Pajuelo. Con dos años de vida fue trasladada junto a su madre a la prisión de Saturraran. Allí estuvo hasta los cinco, cuando su madre la entregó a una presa del pueblo que salía en libertad para evitar que fuera 'requisada' por las monjas. “Mi madre me contó que dormíamos juntas en una habitación. La de al lado tenía sarna, la otra tenía piojos, la otra enfermedades… mi madre siempre me metía debajo de ella”, rememora Pajuelo, que señala que no recuerda haber pasado hambre porque su madre le dio el pecho hasta los tres años.
En 1944, con la II Guerra Mundial terminada y ante el temor de que la victoria de los aliados pusiera fin a la dictadura fascista en España, el régimen decidió echar el cierre al penal, o como lo  definió la presa republicana Tomasa Cuevas: el almacén de mujeres. El doctor de la prisión, Don Luis Arriola, resumió a Ana Morales en apenas una frase por qué salían libres de la cárcel: “Pueden dar gracias ustedes a la situación internacional, si no, no hubiera salido ninguna de aquí. La que hubiera salido habría ido a Alemania, pero de aquí no hubiera salido ninguna viva”.

Bobby Sands, o ritmo do tempo


The rhythm of time é o título dun dos poemas que o preso político irlandés escribiu nos seus anos en prisión. Icona anti-imperialista e símbolo da resistencia até os seus últimos días, este 5 de maio conmemórase o 32 aniversario da morte de Robert 'Bobby' Sands
O.R. Sermos Galiza

"Non vou repousar até conseguir a liberación do meu país. Até que Irlanda se convirta nunha república soberana, socialista e independente"
(Bobby Sands 1954-1981)
Roibeárd Gearóid Ó Seachnasaigh dicía de si propio que era só un neno de clase obreira ao que a represión inglesa espertara o espírito revolucionario de liberdade. 32 anos após a súa morte, segue a ser símbolo de resistencia. 
Margaret Tatcher foi responsábel do seu pasamento. Intransixente até os últimos días negouse a escoitar as demandas dos presos do IRA e do INLA que en sucesivas folgas demandaban do imperio británico seren recoñecidos como presos políticos. Combatentes nun conflito que por varias décadas tivo dous bandos claramente definidos. 
Bobby Sands foi un dos membros do IRA/INLA que faleceu após 66 días sen comer na loita coñecida polas Five Demands. 5 demandas nas que reclamaban ao goberno inglés un Estatus penitenciario especial. As demandas, teren dereito a non vestir uniforme, a non desenvolver traballo algún na cadea, dereito á libre asociación con outros presos mais tamén a recibiren correspondencia do exterior unha vez por semana. "Non, non e non" foi a resposta de Margaret Tatcher ás exixencias dos presos políticos.
Da Protesta da Manda á Folga de fame
A campaña de protesta comezou en 1976 co Protesto da Manta na que os nacionalistas se negaban a portar o uniforme imposto pola prisión e exixían seren recoñecidos como prisioneiros políticos. 
Logo de que varios deles foran atacados pola policía inglesa encetaron o Protesto Sucio (1978) que os levou a non se lavaren e emporcallar a cela como respulsa ás imposicións do executivo británico e a negativa deste a lles recoñecer un estatus propio. "Un crime é un crime, non política" afirmou a primeira ministra na Cámara de representantes perante as demandas do IRA/INLA. 
Bobby Sands era naquela altura dirixente do colectivo de presos. Mais tamén parlamentar eleito após a convocatoria electoral que deviñera do falecemento dun dos representantes da súa circunscrición. Perante a intransixencia británica, en 1981 Sands e 23 presos máis inician unha folga de fame que duraría até o 3 de outubro dese mesmo ano. Dez meses en loita e dez presos mortos. 
Após o cesamento do protesto, debilitado polas demandas dalgúns familiares que exixían a intervención médica para salvar a vida dos presos, James Prior, secretario de Estado de Irlanda do Norte anunciaba publicamente a decisión de que os presos do IRA non tivesen obriga de vestir "en todas as ocasións" uniforme, tamén así permitirían ás familias visitar e enviar correspondencia semanalmente ás cadeas. No entanto, o goberno británico nunca recoñeceu a condición de presos políticos aos membros da resistencia irlandesa. 
A folga de fame e a perseverancia dos presos, entre eles Bobby Sands, consolidou o proxecto político do Sinn Fein en Irlanda que após un ano da Folga de 1981 conseguiu 5 escanos no Parlamento irlandés. O apoio popular a Sands e os demais presos en folga ficou notorio no enterro do nacionalista ao que asistiron maís de 100.000 persoas. A figura de Sands, pasaría a historia como un símbolo de combatividade, perseverancia e loita polos dereitos dos presos mais tamén das nacións sen Estado que aínda hoxe, seguen a loitar por un país soberano, socialista e independente. 
"... a nosa vinganza será o sorriso das nosas crianzas"