martes, 31 de decembro de 2013

Israel y la Suráfrica del apartheid: la historia de una larga amistad


Publicado el 12 diciembre 2013 por Iñigo Sáenz de Ugarte. eldiario.es
Netanyahu no fue al funeral de Nelson Mandela porque hubiera necesitado “centenares” de personas dedicadas de forma exclusiva a su seguridad. Este cálculo del viceministro de Defensa resulta un tanto exagerado, pero no hay que olvidar otro hecho: ¿cómo iba a ser recibido el jefe de Gobierno de un país que fue durante años uno de los mejores socios internacionales del odiado régimen del apartheid?
A lo largo de los años 60, ya con Mandela en prisión, la situación de Suráfrica no estuvo en primera línea de la atención internacional. Fue a partir de los 70 cuando la presión comenzó a aumentar, a lo que contribuyó la decisión de crear los bantustanes, pequeños estados dependientes económicamente de Pretoria y en los que supuestamente los negros disfrutarían de sus derechos. La burla resultó demasiado obvia, y por otro lado contribuyó a dejar patente la política racista del Gobierno.
Fue entonces cuando la ayuda israelí comenzó a ser especialmente valiosa para los africáners. El ministro de Información, Connie Mulder, viajó a Israel para explicar a sus anfitriones las ventajas propagandísticas de la creación de bantustanes. “Si nuestra política se lleva hasta sus últimas consecuencias, no quedará ningún negro con la ciudadanía de Suráfrica. Nuestro Parlamento no tendrá ya ninguna obligación moral de incluir políticamente a esta gente”.
En los años 50 y 60, Israel se mostró crítico con el apartheid, pero a partir de la guerra de 1973 la mayoría de los gobiernos africanos rompieron relaciones. Suráfrica parecía ser una alternativa muy atractiva por razones económicas, políticas y militares. Esas ideas sobre los bantustantes incluso podían resultar provechosas en relación al problema palestino. De hecho, Ariel Sharon se mostró años después en conversaciones con periodistas o políticos muy interesado en ponerla en práctica. Así se lo confió al exprimer ministro italiano Massimo D’Alema.
En un folleto publicado por el Ministerio israelí de Turismo, cuando estaba dirigido por un dirigente del partido ultra Moledet, que decía inspirarse en las ideas de Sharon, se plasmaron estas intenciones. “El mapa de Sharon es sorprendentemente similar al plan de los protectorados de Suráfrica en los años 60. Incluso el número de cantones es el mismo, 10 en Cisjordania (y uno más en Gaza)”, escribió Akiva Eldar en Haaretz hace diez años.
Empresarios de Israel y Taiwan fueron los únicos que entablaron relaciones comerciales con los bantustanes. El mayor de ellos, Bophutatswana, recibió permiso para abrir una oficina de representación en Tel Aviv.
En los años 70, fue Shimon Peres el artífice de los contactos con Suráfrica. Tratándose de Peres, el interés sólo podía ser militar. En noviembre de 1974, Peres viajó en secreto a Pretoria. En público, expresaba críticas al racismo institucionalizado de ese país. En privado, convirtió en estratégica la relación entre los ministerios de Defensa de ambos estados. A su regreso del viaje, escribió a las autoridades surafricanas: “Esta cooperación no se basa sólo en los intereses comunes o en la determinación de resistir ante nuestros enemigos, sino también en la base inmutable del odio que sentimos por la injusticia y nuestra negativa a aceptarla”, como aparece reflejado en el libro ‘The Unspoken Alliance: Israel’s Secret Relationship with Apartheid South Africa’, de Sasha Polakow-Suransky.
En qué estaría pensando Peres cuando citó “el odio” a la injusticia de un Gobierno que se basaba en la idea de que los negros eran seres inferiores.
No era sólo una relación forzada por las circunstancias o por factores coyunturales. Peres les decía a sus nuevos amigos que esperaba que ambos obtuvieran frutos a largo plazo, y eso fue lo que ocurrió.
Al año siguiente, el viaje secreto fue a Suiza, donde se reunió con el ministro de Defensa P.W. Botha (que luego sería primer ministro) para sentar las bases de la cooperación militar. A partir de entonces, los altos cargos de Defensa y de la industria militar de los dos países se reunirían dos veces al año, y los jefes de los servicios de inteligencia, una vez.
Suráfrica informaba en esos contactos a Israel sobre “organizaciones terroristas palestinas y su relación con organizaciones terroristas del sur de África”. Los gobiernos israelíes estaban sobre todo interesados en vender armas a Pretoria, relación que además siempre sería muy discreta.
En marzo de 1975, Israel ofreció a Suráfrica la venta de misiles Jericó, capaces de llevar cabezas nucleares. El jefe de la Fuerzas Armadas apoyó la compra de los misiles a pesar de su alto precio. Si al final pudieran llevar esas cabezas, supondrían un elemento clave de disuasión frente a rusos y chinos por si estos quisieran intervenir con más decisión en los asuntos africanos, según un informe del alto cargo militar.
Unos días después, Peres y Botha firmaron un acuerdo de defensa y seguridad que establecía que su existencia debería mantenerse en secreto. Era un pacto sin fecha de caducidad que impedía que alguno de sus firmantes pudiera renunciar a él de forma unilateral.
En junio, los mismos protagonistas volvieron a reunirse y el tema era la carga explosiva de los Jericó. Estaba claro que si los surafricanos estaban interesados en comprarlos era porque daban por hecho que estarían dotados con cabezas nucleares. Botha mostró su interés si llevaban “la carga adecuada”. En el acta de la reunión, Peres aparece diciendo que “la carga adecuada está disponible en tres tamaños diferentes”.
Finalmente, la venta no se produjo. El precio era demasiado elevado. Por otro lado, la planificación para el posible uso por Suráfrica de armas nucleares no estaba muy avanzada entonces. Pero eso no impidió otros acuerdos de cooperación en el tema nuclear. Diez años después, ambos países trabajaron en la puesta en práctica de una zona de pruebas nucleares en el Índico.
El regreso de los laboristas al poder en 1975 en Londres redujo el círculo de amistades para Pretoria, que dependía cada vez más de Israel en sus compras militares en el exterior.
Esa relación secreta se hizo más pública con la visita del primer ministro surafricano John Vorster a Israel en abril de 1976. Por rentables que fueran esos contactos, parecía difícil creer que alguien como Vorster fuera invitado a viajar a Israel. En 1939, este político, uno de los más importantes en la historia del régimen, se opuso públicamente a la participación en la guerra del lado de los aliados y formó parte de una organización pronazi y antibritánica de la que llegó a ser general de su brazo paramilitar. Por esa razón pasó dos años en prisión durante la guerra.
El recibimiento oficial fue caluroso, también en los medios de comunicación, y las protestas, escasas. “Las relaciones entre Israel y Suráfrica nunca han sido mejores”, dijo el antiguo nazi. En su país, la prensa definió el viaje como uno de los mayores éxitos diplomáticos de Vorster en sus diez años en el poder.
El primer ministro Rabin elogió en la visita los objetivos comunes de ambos gobiernos: “Justicia y coexistencia pacífica”. Se podría haber descrito de otra manera: Israel recibe cuantiosos fondos surafricanos y contratos para su industria militar. Suráfrica, material militar de primera calidad y asesoramiento. Y materia prima relevante para la propaganda del régimen: los herederos del pueblo perseguido por los nazis daban su aprobación moral a un régimen racista al que muchos comparaban con los nazis.
Adelantándose a la retórica que ya conocemos en esta última década, Vorster dijo que Israel y Suráfrica se enfrentaban a los enemigos de la civilización occidental. Claro que para Vorster civilización occidental significaba civilización blanca, y eso suponía en Suráfrica negar derechos políticos y sociales a la mayoría negra del país.
En público, los objetivos de la visita se centraron en aspectos comerciales, no militares. Sin embargo, ya el año anterior el acuerdo firmado incluía la compra de material por valor de 100 millones de dólares. Según el almirante Binyamin Telem, jefe de la Armada israelí durante la guerra del Yom Kippur, la visita de Vorster permitió ampliar esa cantidad hasta 700 millones.
“Nosotros creamos la industria de armamento surafricana”, dijo después el embajador israelí en Pretoria Alon Liel. “Nos ayudaron a desarrollar todo tipo de tecnología porque tenían mucho dinero. Cuando desarrollábamos proyectos conjuntos, nosotros aportábamos la tecnología y ellos, el dinero. Después de 1976, hubo una historia de amor entre los servicios de seguridad y ejércitos de ambos países”. 
Todos estos acuerdos militares debían mantenerse en secreto. Muchos miembros de la comunidad judía surafricana no sentían ninguna simpatía por el racismo institucionalizado. Ocurría algo parecido en EEUU. Por eso, era necesario disimular, y otros se ocuparon de la venta en los mercados más complicados. En un artículo en el NYT, Moshe Decter, de la organización American Jewish Congress, se apresuró a reaccionar: “la pequeña venta de armas” no era nada comparado con lo que Suráfrica compraba a Francia, Gran Bretaña y otros países. Negarlo era un ejemplo de “claro cinismo, evidente hipocresía y prejuicios antisemitas”.
El Ministerio israelí de Defensa no tenía tales prejuicios. Envió en 1976 al coronel Amos Baram a Pretoria para que asesorara directamente al alto mando militar surafricano. No sólo sobre amenazas exteriores. “Si sabes defenderte contra el enemigo fuera de tus fronteras, sabrás cómo ocuparte de él dentro de tus fronteras”, dijo después Baram. La amenaza que sufría el régimen del apartheid tenía un obvio componente interno (la mayoría negra), y el coronel israelí tenía ideas que compartir al respecto.
A diferencia de Telem, al que le indignó que los empleados negros de la embajada israelí cobraran diez veces que los locales que trabajaban para la legación alemana y que consiguió que el Ministerio acabara con esta discriminación, a Baram el apartheid no le causaba conflictos morales. Nunca hizo un comentario en público contra el sistema: “¿Por qué debería haberlo hecho? Yo les estaba aconsejando precisamente para que pudieran defenderlo”.
Los surafricanos también tenían la oportunidad de aprender de otras maneras. El jefe del Ejército, Constand Viljoen, visitó los territorios ocupados palestinos en 1977 y se quedó maravillado por los controles militares israelíes. Le dejó boquiabierto lo concienzudos que eran: “A los árabes les cuesta atravesarlos como poco hora y media. Cuando el tráfico es muy alto, necesitan entre cuatro y cinco horas”.
Observar cómo los israelíes controlaban a los palestinos resultaba muy instructivo para los surafricanos, que aplicaban estas enseñanzas en su propio país.
En noviembre de 1977, la ONU aprobó un embargo (de obligado cumplimiento a diferencia del embargo anterior de carácter voluntario) en la venta de armas al régimen racista. De más está decir que no afectó en absoluto a la exportación de armamento israelí. Ya con Begin al frente del Gobierno en Jerusalén, ese apoyo incluso se acentuó.
Sólo a mediados de los 80, cuando el aislamiento de Suráfrica era generalizado, los gobernantes israelíes aceptaron tener que abandonar su relación especial con el régimen de Pretoria. Los altos cargos militares y de inteligencia lo consideraron un gran error.
Ronnie Kasrils fue uno de los judíos surafricanos que se opuso con decisión al apartheid, cuando los miembros más destacados de su comunidad homenajeaban por ejemplo a otro judío, Percy Yutar, el fiscal del juicio que condenó a Mandela a cadena perpetua. Yutar terminó siendo presidente de la sinagoga ortodoxa de Johanesburgo.
Kasrils visitó los territorios palestinos en 2004. No se puede decir que lo que vio le recordara lo que había ocurrido en su país. Había importantes diferencias: “Esto es mucho peor que el apartheid. Las medidas israelíes, la brutalidad, hacían que el apartheid pareciera un picnic. Nunca atacamos con aviones de guerra las ciudades. Nunca tuvimos poblaciones sitiadas durante meses y meses. Nunca hicimos que los tanques destruyeran casas. Teníamos vehículos blindados y a la policía que usaba armas ligeras para disparar a la gente, pero no a esta escala”.

La Barcelona extraña de Joan Colom


Antes de que Diane Arbus descubriera a sus freaks, Joan Colom había retratado el underground del Barrio Chino de la Ciudad Condal
10/12/2013 – eldiario.es

La genialidad de Diane Arbus fue lograr que la aristocracia neoyorquina pagara por tener en su casa los retratos de las mismas personas a las que pagaba para no ver en el callejón. La del fotógrafo Joan Colom (1921) fue retratar a una Ciudad Condal traumatizada pero efervescente durante la posguerra.  "Yo hago la calle", su primera gran exposición retrospectiva, se inaugura mañana (y permanecerá hasta el 25 de mayo) en el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC).
Organizada por David Balsells y Jorge Ribalta, la muestra recoge material de 1957 a 2010, pero la estrella son sus retratos del Barrio Chino (el Raval), el Borne y el Somorrostro (1957-1964), que Colom realizaba clandestinamente con la cámara medio escondida en la mano. Cuando la revista AFAL publicó su serie sobre el Raval en 1962, su biografía decía: "Edad: 40 años. Profesión: contable. Aficiones: excepto la fotografía, claro está, ninguna".
Según Ribalta, los retratos trágicos y sensacionalistas de marineros, prostitutas y de lo que ahora llamaríamos violencia de género que Colom realizó en el espacio público muestran la innovadora manera de trabajar de aquella generación de fotógrafos, a la que Colom pertenece, denominada la "nueva vanguardia". La exposición recoge también los lazos que el artista mantenía con otros fotógrafos de esta corriente y su implicación con el grupo El Mussol.
Señala Ribalta que ésta es la primera exposición en la que se "estudia un artista de su generación". Colom abandonó la fotografía en 1964, cuando una de sus "modelos" le demandó por aparecer en Izas, rabizas y colipoterras, un libro con fotografías de Colom y firmado por Camilo José Cela. Fue editado en 1964 por Lumen, con diseño de Oscar Tusquets, y Cela se apropió del verdadero protagonista de la obra: las fotografías de Colom. 
De la Barcelona franquista a la Barcelona olímpica
La muestra está organizada en dos etapas ordenadas de forma cronológica que retratan la Barcelona franquista y la Barcelona del desarrollismo olímpico, algo que, en opinión de Ribalta, permite que el espectador reflexione sobre "qué hay de diferente" entre uno y otro periodo.
Su trabajo más tardío, realizado entre los años 1977 y 2010, ocupa tres cuartas partes del archivo, es el más desconocido y en él retrata desde la Barcelona marginal contemporánea a acontecimientos de la ciudad como los Juegos Olímpicos 1992, celebración que animó a Colom a "volver a las calles".
Según Pepe Serra, director del MNAC, esta exposición es una "petición" de Joan Colom, ausente en la presentación por cuestiones de salud, quien quería ver su trabajo expuesto "antes de morir", y es una muestra de que "la fotografía puede tener un papel mucho más importante en la colección del MNAC".
Serra ha asegurado que ya están manteniendo conversaciones para que esta gran exposición retrospectiva viaje a otras ciudades, aunque aún no hay nada cerrado.

luns, 30 de decembro de 2013

A segunda biografía de Ascensión Concheiro


De protagonista dunha novela a autora das súas propias memorias. Ascensión Concheiro, Chonchiña, personaxe principal de O lapis do carpinteiro de Manuel Rivas, escribiu nos últimos anos da súa vida unha autobiografía que foi publicada en México pouco antes da súa morte hai tres meses, como agasallo da filla polo seu centenario.  
CARME VIDAL. sermosgaliza.com

Ascensión Concheiro morreu hai tres meses en México, o destino do seu exilio con Francisco Comesaña e tamén o lugar no que pasaría os seus últimos tempos na compaña da familia da súa filla Mariángeles. Pouco antes, a muller que tivera unha vida de novela decidira escribir a súa propia autobiografía, un texto que a súa filla editaría en libro para agasallala no seu centenario e que repartirían ás persoas convidadas á festa de celebración, algunhas desprazadas a México desde Tui, onde a parella se instalara á volta do seu exilio en 1975. 
A vida escrita de Ascensión Concheiro, Chonchiña, era até entón a historia que Manuel Rivas levara a O lapis do carpinteiro, unha das novelas máis lidas da literatura galega, que se convertería tamén en película baixo a dirección de Antón Reixa. Nos últimos anos da súa vida, convidada polo seu fillo Francisco Javier, Ascensión Concheiro escribe nun caderno os seus recordos e repite, en primeira persoa, algúns dos episodios que Rivas recreara na súa novela. 
Encomenda do fillo
Los recuerdos que llenan mi vida é o título das memorias de Chonchiña, un pequeno libro publicado en México, o singular agasallo que foi entregado no centenario da autora, poucos meses antes da súa morte. No inicio, Mariángeles Comesaña introduce un breve texto no que confesa que a propia Chonchiña dubidaba ter escrito aquelas páxinas, coa memoria xa mermada polos anos: “Si mamaíña escribíchelas ti fai oito anos, cando o meu irmá che regalou un caderno onde te pedía que contaras todo”. 
Neses oito anos, no tempo que pasa desde que o violinista Francisco Javier lle fai o agasallo do caderno e a publicación familiar do libro, Ascensión Concheiro viviría o episodio máis tráxico da súa vida, posterior á escrita do relato e que, sen dúbida, cambiaría de maneira radical a autobiografía. “Escribe, cóntame cousas, cóntame sobre persoas, parentes cercanos e lonxanos, cóntame todo”, anotara o fillo Francisco Javier, incitador a un texto que a morte lle impediría ver publicado. 
A noite inesquecíbel
“Isto debino ter feito fai moitos anos, cando non me tremaba o pulso e tiña as ideas e os recordos máis claros e máis recentes, mais nunca é tarde se se trata de algo que che pide un fillo, e tratarei de lembrar as cousas que marcaron a miña vida, a miña longa vida”, escribe Chonchiña no inicio das súas memorias, un relato cronolóxico que comeza cando coñece a Francisco Comesaña en Compostela e continúa co cárcere, o casamento por poderes e aquela primeira noite furtiva xuntos escoltada polos gardiáns do seu home preso que Rivas levou con intensidade a súa novela. “Custoume traballo baixarme do tren e camiñar cara o Hotel Universal onde ao vernos chegar cunha parella da garda civil creron que eramos importantes personaxes con escolta. Ao rexistrarse, Paquiño pediu tres habitación e que por favor nos serviran a cea arriba. Así foi a miña inesquecíbel noite de vodas”, un dos episodios máis lidos da literatura galega relatado agora pola propia protagonista. 
A ilusión de escribir
 “Fíxome ilusión escribir todo isto, non pensei ao comezar que me ía gustar tanto lembrar feitos que marcaron a miña vida e que eu cría que xa tiña esquecidos. Ademais, encántame que os meus adorados fillos teñan esta lembranza, e desexo que cando eu morra o lean coa alegría que estou sentindo ao escribilo”, explica Chonchiña, nun libro que retrata unha muller poderosa, afectiva, alegre e vital mesmo neses últimos anos nos que, por veces, lamenta a falta de forzas ou a perda continuada de amigos e familiares que a deixan máis soa.  
Los recuerdos que llenan mi vida é, porén, un libro optimista. Días despois de cumprir 94 anos, a autora fai unha anotación cargada de enerxía. “Dáme pena, non por cumprilos senón por pensar nos poucos que me quedan de vida; estou tan ben que non teño ningunhas ganas de morrer e non penso niso para nada”, escribe pouco antes do fin das memorias, cando pecha o libro coa vontade de non lembrar as “cousas tristes”, a non ser os sete anos que Francisco Comesaña pasou no cárcere. “Para min foron maos mais para el foron terríbeis”, conclúe, dun tempo que Chonchiña, mesmo co seu optimismo vital, non era quen de borrar da súa cabeza. 

Sudán del Sur se enfrenta a su tercera guerra civil en 50 años


La independencia del país más joven del mundo ha despertado rencillas étnicas dejadas de lado pero jamás olvidadas

“En Sudán del Sur no hay pueblos. Los tukuls, las chozas familiares, se levantan lo más distanciados posibles entre ellos, a menudo hay más de una hora a pie entre un vecino y otro”, comenta una funcionaria de la Unión Europea que trabaja en Yuba. “Durante la última guerra civil, vivir en comunidad significaba ser atacado una y otra vez por los grupos armados así que la gente decidió vivir lo más alejada posible para sobrevivir”. La guerra civil que asoló Sudán del Sur entre 1983 y 2005 —fue la segunda puesto que hubo una inicial de 1955 a 1972— ha marcado la vida cotidiana del país más joven de la comunidad internacional. Desde que se desató la violencia el pasado día 16, un cuarto de millón de personas han emprendido de nuevo la huída intentando evitar a las diferentes facciones que luchan entre sí.
Sudán del Sur obtuvo la independencia de Sudán en junio de 2011 entre la euforia de sus ocho millones de habitantes agotados tras 22 años de conflicto, dos millones de muertos y casi un millón de refugiados y desplazados. La nueva nación es rica en petróleo y tiene alguna de las tierras más fértiles de África pero es tan subdesarrollada que cuenta apenas con 60 kilómetros de carreteras asfaltadas y no tiene red eléctrica. Más del 70 % de sus ciudadanos tiene menos de 30 años lo que significa que solo han conocido la guerra y menos de una cuarta parte de la población sabe leer y escribir. Un caldo de cultivo peligroso para comenzar una nueva andadura que en escasamente dos años y medio se ha topado con un antiguo bache: la falta de visión conjunta de las más de 60 etnias que viven en su territorio y el recurso a la violencia como primera opción.
La guerra civil de los años ochenta y noventa, a menudo erróneamente simplificada como una lucha entre norte y sur, fue una carnicería entre los múltiples grupos étnicos de la región —dinka, nuer, murle, shilluck y las docenas de tribus de la región ecuatorial— que luchaban por obtener sus cuotas de poder político y social en el futuro estado. Las luchas internas causaron más muertos y destrucción que el conflicto contra Jartum en sí. Es más, fue únicamente la existencia del enemigo común, Sudán, lo que consiguió que temporalmente aparcaran sus diferencias y acudieran juntos a las negociaciones de paz que desembocaron en un referéndum de secesión.
Las rencillas entre tribus se barrieron debajo de la alfombra y las tentativas de reconciliación nacional nunca fructificaron. Los líderes militares durante la guerra pasaron sin transición a ser las figuras políticas del nuevo país. Hombres como Salva Kiir, Riek Machar y Lam Akol, que ya en los noventa fueron responsables de las sangrientas escisiones internas en el movimiento rebelde contra Sudán, se encontraron de nuevo en el Ejecutivo y el parlamento administrando un país. Cada decisión, desde el reparto de ministerios hasta la elección de dónde se construía un hospital rural, se percibía a través del prisma étnico intensificando sentimientos de agravio y de marginación. Si un candidato de la etnia murle no obtenía un escaño en unas elecciones, lo achacaba a una conspiración política contra su tribu y rápidamente lograba apoyos para iniciar una rebelión. Una disputa por pastos para el ganado a nivel local se convertía rápidamente en una disputa nacional. Lo que es un país con estructuras más sólidas se podría resolver por la vía judicial, en Sudán del Sur se resuelve a través de las armas.
La mayoría de las etnias han visto que los dinka, el grupo mayoritario, ha ido acaparando poco a poco todo el poder. El presidente Salva Kiir, un dinka, confirmaba estos temores dando pasos cada vez menos disimulados para eliminar cualquier futura competencia política, incluso dentro de su propio partido. La gota que colmó el vaso fue la expulsión del Gobierno en junio pasado del segundo hombre fuerte del país, el vicepresidente Riek Machar (de la etnia nuer) que había comunicado públicamente sus intenciones de ser candidato presidencial en 2015. Kiir, que llevaba meses saboteando cualquier iniciativa de Machar dentro del Ejecutivo, lo camufló como una reorganización de su Gabinete que nadie se creyó. Pocos esperaban, dados los antecedentes de Sudán del Sur, que Machar esperara dos años para reivindicarse en las urnas. Para Boutros Biel, un abogado local que trabaja en temas de derechos humanos en Yuba, “en el momento en que el sentimiento de marginación política de un grupo toque techo y tome las armas, va a provocar un efecto dominó. Todas las demás etnias se van a volver a reagrupar y preparase para lo peor", explicaba hace escasamente un mes.
La aparición televisada del presidente acusando a Machar de promover un golpe de estado fue ese detonante. En cuestión de pocos días las mismas dinámicas de la guerra civil se activaron de nuevo y las facciones armadas —no solo los nuer, también los murle de Jonglei y los shilluk en las riberas del Nilo— volvieron a alinearse de acuerdo con su identidad étnica, dispuestas a retomar el “todos contra todos” previo a los acuerdos de paz de 2005. Los muertos superan ya el millar y crecen los rumores de matanzas étnicas. La voluntad de negociar de Kiir llega tarde y probablemente no consiga aplacar a sus rivales que ya han visto de primera mano que en época de paz, el presidente se comporta como durante la guerra: sin ceder un ápice de poder.
Iliana Mier-Lavin es investigadora sobre conflictos en la Universidad de Columbia.