La letra impresa fue el acompañamiento cotidiano de las
bombas.
Los libros contribuyeron a hacer menos aburrida la vida
en el frente.
Grandes escritores y soldados anónimos han dejado
memorias.
NACHO SEGURADO
28.03.2014 - 20minutos.es
La imagen parece ajena al horror de la Gran
Guerra y a los iconos fotográficos y testimoniales que solemos
evocar: un soldado relajado, tumbado en un tosco banco de madera
mientras espera a que comience la batalla, está leyendo. Podría ser Robert Graves recitando mentalmente un poema
de John Keats, o Ernst Jünger repasando sus tempestades de acero;
pero podría ser, por qué no, un combatiente anónimo, no importa el
bando, devorando una novelita de aventuras antes de pasar a consignar sus
vivencias a un diario que jamás será publicado.
La letra impresa fue el acompañamiento
cotidiano de las bombas. Su antídoto. El recurso para escapar a la melancolía
bélica. "El grado de literaturización que se dio en todos los grados
del Ejército fue incomparable", escribe el historiador Paul Fussell en su clásico La Gran Guerra y
la memoria moderna. La Primera Guerra Mundial fue la primera
guerra escrita (y también leída). A ello contribuyeron la escasa movilidad
de los frentes, el eficaz sistema postal, los altos niveles de
alfabetización de los soldados y el establecimiento de una colosal
infraestructura de bibliotecas.
De la inocencia a la ironía
"Aquellos eran los primeros balbuceos de la
guerra de trincheras; los días de las bombas confeccionadas en latas de
conservas: eran días inocentes aún". Es un jovencísimo Robert
Graves, luego novelista imprescindible, recordando en Adiós a todo
eso, su libro de memorias del conflicto, los años que pasó combatiendo como
oficial. Graves no fue el único que aludió aquellos primeros días a la añorada
inocencia. En el bando contrario, el propio Jünger –más excesivo y menos
candoroso– también alude a esa pérdida de un mundo idílico: "La
guerra había enseñado sus garras y se había quitado la máscara amable".
Del bello verano previo a la guerra –un locus
amoenus moderno del que nadie, ni Stefan Zweig, logró escapar– al aprendizaje
de la decepción. Fue la humillación del soldado incomprendido, que regresa
a la ciudad y a quien le hiere el estilo grandilocuente, de "sensiblera
benevolencia" –como escribe Fussell– con el que sus conciudadanos, la prensa
(que mantenía la moral con un estilo elevado y eufemístico) y el Gobierno le
reciben.
El heroísmo, el mito del Progreso, tan
decimonónico como ilusorio, se desvaneció en las llanuras de Somme e Ypres, en
el corazón mismo de una Europa hasta entonces frágilmente pacífica. Los
soldados eran ya unos completos descreídos. Como escribió en uno de sus poemas
de guerra Wilfred Owen –uno de los grandes poetas
ingleses, fallecido en 1918 en el frente, antes de cumplir 23 años– morir
por la patria ya no era algo dulce y honroso, como decía
Horacio, sino una vil mentira.
En los años posteriores a la guerra, las memorias
y obras de los supervivientes proliferaron en todos los países. Extinguido
ya el necesario luto, aquellos que combatieron –desde soldados rasos a
oficiales– fueron desempolvando sus recuerdos. La ironía fue entonces su
nueva arma. El espanto de la guerra iba a ser denunciado a través de la sátira:
nacía así el mundo moderno, con toda su carga de descreimiento,
polarización y perdida inocencia.
A las icónicas novelas antibelicistas, como Sin
novedad en el frente, de Enrich María Remarque, se sumaron relatos más
modestos, pero igualmente valiosos. Así, el italiano Giani
Stuparich publicó en la década de los treinta Guerra del 15,
una descripción pormenorizada y naturalista de su participación –y la de su
hermano Carlo, que fallecería en combate– como soldado voluntario cerca de
Trieste. O Parte de guerra, de Edlef Köppen, artillero del ejército alemán que murió poco
antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial y cuya obra –por irreverente y
antibelicista– fue prohibida por los nazis.
Una gran biblioteca ambulante
La vida cotidiana de la guerra en las
trincheras, además de imprevisible y cruel, era bastante aburrida. Las
largas horas aguardando otro violento ataque del enemigo que sacudiera la
monotonía y desentumeciera los músculos se consumían leyendo. Leyendo
cualquier cosa, desde manuales de estrategia a novelas de evasión. Alta y
baja cultura. Periódicos (aunque los soldados no creían en las mentiras de
la prensa) y hasta libritos para aprender idiomas.
"Leer tuvo una dimensión terapéutica",
escribe Alfonso González Quesada, historiador de la
Universidad de Barcelona. En su artículo Soldados
lectores: la movilización del libro durante la Gran Guerra, González
Quesada calcula que, sumando todas las partes beligerantes, se pusieron en circulación
cerca de 30 millones de documentos escritos. Además de la función
puramente evasiva, la lectura también contribuyó a la formación técnica de los
soldados, a su "equilibrio anímico" y al refuerzo de valores
tradicionales como la obediencia y la camaradería.
Cartas y telegramas desde el frente
Los servicios postales ejercieron una labor
vital durante toda la guerra. El frente por lo general no estaba demasiado
lejos de la retaguardia, y un sistema eficaz de correos era capaz de poner
en contacto ambas realidades –tan antagónicas– en un plazo muy breve de
tiempo y con un margen de extravío inferior a lo que pudiera pensarse.
Los soldados enviaron desde las trincheras
centenares de miles de cartas a sus familiares y amigos. La censura
previa militar existía, en mayor o menor medida, y no todo se podía contar.
El tiempo apremiaba, y a veces bastaba con un simple formulario
estandarizado en el que el soldado rellenaba sus datos. Por ejemplo, tras
una batalla, un combatiente cualquiera escribía a su hogar detallando,
escuetamente, que había participado en una ofensiva, que estaba (o no) herido,
pero que su vida no corría peligro. Y así millones de telegramas, con
buenas y malas noticias.
Algunas veces la correspondencia incluía asuntos
artísticamente más trascendentes, como el intercambio epistolar que
mantuvieron el escultor francés Gaudier-Brzeska, soldado en frente occidental,
y el poeta Ezra Pound. Brzeska, que moriría en 1915,
estaba en pleno proceso creativo, y escribía constantemente a Pound –a quien unía
una fuerte amistad de vanguardia– para pedirle consejos y teorizar sobre el arte.
Mucha de esa correspondencia anónima
(que da fe de los sentimientos comunes y habituales frente al horror de la
guerra) puede todavía leerse hoy. El trabajo de documentación y archivo
ha sido extraordinario y existen importantes instituciones encargadas de
mantener a buen recaudo su legado, como el Imperial War Museum en Inglaterra o el Proyecto
1914-1918 de la biblioteca digital Europeana. La memoria escrita de
la Gran Guerra logró salir viva de las trincheras.
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