Haussmann contrató a Charles Marville para que levantara
acta visual del París pintoresco y obrero
París
fue una ciudad en ruinas. En algunas fotos de Charles Marville las calles de
París son senderos abiertos entre cordilleras de escombros y, como en las
ciudades alemanas al final de la guerra, hay un horizonte gris de muros en pie
horadados por los huecos de las ventanas. Fijándose bien, entre los escombros,
al costado de fachadas solas en las que queda tal vez una maceta en un balcón y
el letrero medio descolgado de una carnicería o de una tienda de vinos, se ven
figuras humanas que van pululando de un lado a otro, cargando cascotes en
carros tirados de burros o caballos flacos, o simplemente parados en lo alto de
un montón de ruinas, estupefactos ante la escala de la destrucción. Entre 1939
y 1945 París se salvó improbablemente de los bombardeos primero alemanes y
luego aliados que arrasaron tantas ciudades de Europa. En la primera guerra
europea los habitantes de la ciudad experimentaron el limitado sobresalto de
los zepelines y los pequeños aviones de casa, el estruendo de los cañoneos
lejanos. Pero el peligro había sido tan escaso que las imágenes de los combates
aéreos y los reflectores en el cielo, o de la ciudad entera con todas las luces
apagadas y sin más claridad que la de la luna llena, le dieron a Proust la oportunidad de
escribir algunas de sus mejores páginas, en ese último volumen de En busca
del tiempo perdido en el que la guerra irrumpe con toda la fuerza de lo
impremeditado en una novela que llevaba escribiéndose casi veinte años.
Las ruinas de París no las trajo la guerra, sino el proyecto formidable de
renovación urbana que llevó a cabo, durante el segundo imperio, el barón
Charles Haussmann, que hizo con la ciudad lo que hasta entonces no se había
hecho nunca, lo que sería en el siglo siguiente el sueño de Le Corbusier y tantos de
sus discípulos: tratar el tejido urbano, formado lentamente a lo largo de
muchos siglos, como si fuera una pizarra en blanco; dibujar con regla y con
tiralíneas, encima del laberinto capilar de las calles y los callejones y las
revueltas y las plazoletas, avenidas anchas y plazas con monumentos en los que
desemboquen obligatoriamente las perspectivas. Proyectos semejantes, aunque
mucho más limitados, los emprendieron los papas en la Roma del siglo XVII. Y
Washington había sido diseñada siguiendo el mismo modelo, y precisamente por un
arquitecto francés. Pero Washington, como San Petersburgo, nacía de la nada en
una marisma, horizontal y vacía como una gran lámina en blanco sobre un tablero
de dibujo. Y el rigor geométrico de la Baixa en Lisboa es el resultado de un
terremoto y de un incendio.
París tenía que ser parcialmente derruida para ser inventada, para
convertirse de manera definitiva en París. La gran ciudad que nos parece ahora
el fetiche máximo de una monumentalidad urbana tan sagrada que no admite la
menor modificación resulta haber nacido de un empeño renovador y destructivo
que ahora sería visto como un sacrilegio, un acto de barbarie que ningún
Gobierno no despótico se podría permitir. A los que llegamos de países en los
que da la impresión que todo está siempre a medio hacer y que nada es muy
sólido y nada dura, y todo va saliendo siempre como manga por hombro, París nos
abruma con la solemnidad de lo definitivo, de lo casi opresivamente invariable.
No solo los edificios oficiales y los grandes teatros y los cafés han estado allí
desde siempre: hasta los camareros tienen un severo aplomo de dignatarios, de
funcionarios de por vida. Cuando veo uno de esos lycées de París, con
sus sillares y dinteles imponentes, sus banderas tricolores y sus letreros de Republique
française, y cuando los comparo con los escuálidos institutos españoles
de secundaria, me da una melancolía rencorosa de ilustrado español.
Pero ese París no es el fruto de la tradición, sino de todo lo contrario,
de una iconoclastia radical. La historia la conocemos por los libros, pero yo
solo me he dado cuenta del tamaño ingente de aquella destrucción viendo en el Metropolitan las
fotografías de Charles Marville que la atestiguan. A Marville lo contrató
Haussmann para que levantara el acta visual de la ciudad pintoresca y lóbrega y
obrera que estaba a punto de ser demolida y de la que se iba levantando sobre
los escombros. Marville era un hombre inquieto que desde muy joven se dedicó a
las artes más asociadas con los cambios tecnológicos: a las ilustraciones en
las revistas gráficas, a una invención tan reciente como la fotografía. Cuando
uno ve sus autorretratos juveniles —la barba, la melena impetuosa, la mirada—
se acuerda enseguida de los grandes contemporáneos con los que debió de
encontrarse por París, los que estaban inventándola como capital literaria de
la modernidad al mismo tiempo que el barón Haussmann la demolía para
modernizarla. Marville era solo unos años mayor que Baudelaire, Flaubert o
Gautier. Pero la ciudad condenada que se pasó tanto tiempo fotografiando es
menos la de Baudelaire que la de Balzac o incluso la de las fantasías medievales
de Victor Hugo, un París no
de bulevares iluminados como ascuas por faroles de gas en los que se juega uno
la vida cruzando de una acera a otra por culpa del tráfico, sino de callejones
estrechos, portales oscuros, umbrales de patios de vecindad que darán siempre a
otros pasajes más angostos, ventanas entreabiertas en las que se vislumbra tal
vez la cara pálida del único huésped de un edificio deshabitado y condenado.
Haussmann era uno de esos modernizadores autoritarios que lo hacen todo en
nombre de la línea recta, la salubridad, el progreso. El París de aguafuerte
tenebrista de las fotos de Marville es también el de las viviendas angostas e
inmundas y los arroyos de aguas fecales y orines corriendo por la mitad de las
calles, el de las oscuridades nocturnas en las que se alojaban todas las
amenazas. Pero era también una ciudad en la que los pobres y los trabajadores
vivían mezclados más o menos con los ricos, y en la que, cuando estallaba una
sublevación popular, los callejones estrechos ofrecían oportunidades magníficas
para levantar barricadas. Dicen que la anchura de los bulevares del nuevo París
estaba calculada para permitir el despliegue de batallones de caballería y
baterías artilleras. El caso es que, al mismo tiempo que el alcantarillado, los
parques, las farolas de gas, volvían más habitable el corazón de la ciudad, los
trabajadores eran expulsados de él hacia periferias que desde entonces no han
parado de volverse cada vez más lejanas. Inmediatamente después de ser
renovada, la ciudad se inmoviliza, se monumentaliza, se osifica: también se
convierte en el escenario de la apoteosis de la burguesía, y en él a los pobres
no les queda más papel que el de servidores.
En una foto de Marville se ve un barrio de chabolas tan
desordenado y superpoblado como una favela, y al fondo, a lo lejos, sobre los
tejados de tablas o de chapas, aparece la silueta de torres y cúpulas. Desde
esa distancia, en noches iluminadas si acaso por candiles de aceite, se vería
relucir de noche la capital remota de los grandes bulevares y las farolas de
gas.
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