El premio Pritzker, el galardón más prestigioso de la
disciplina a nivel internacional, reconoce los logros estéticos pero también
las obsesiones sociales del creador japonés
Cuando Shigeru Ban
(Tokio, 1957) comenzó a trabajar, hace más de 20 años, nadie hablaba de
sostenibilidad. Ni siquiera él,que continúa sin hacerlo aunque el jurado que le
ha concedido el premio Pritzker
2014 considere en el fallo que “en su arquitectura la sostenibilidad no es un
concepto sino un hecho, algo intrínseco”.
Lo es desde que, con poco más de 30 años, Ban se enteró de que tres
millones de refugiados vivían en Ruanda a la intemperie y se presentó en las
oficinas de la ONU en Ginebra para
ofrecer un invento: una estructura de tubos que evitaría la deforestación de
los bosques ruandeses. La ONU los estaba talando para construir cabañas y lo
escuchó. Desde entonces Ban se ha volcado en hacer una arquitectura que conjuga
la máxima eficacia con los mínimos materiales.
Su obsesión con reciclar lo existente y con trabajar con lo disponible en
cada lugar le llevó a reutilizar cajas de cerveza como cimientos, en las
viviendas de emergencia levantadas tras el terremoto de Kobe de 1995, y a
convertir contenedores de transporte en las salas de exposición de su Museo
Nómada, que viajó por el mundo de 2005 a 2007. El Pritzker 2014 le reconoce ese
papel pionero que, sin embargo, no es el único que lo define.
Inventivo
y comprometido, Shigeru Ban es un
referente de la arquitectura humanitaria. Su historial de intervenciones tras
terremotos (Kobe, 1995; Turquía, 2000; Bhuj, India, 2001; Puerto Príncipe, 2010
o Onagawa, 2011) levantando refugios se suma a los edificios de papel y cartón
capaces de rehacerse pieza a pieza. Es el caso de la Iglesia de Papel de Kobe,
reconstruida en Taiwán una década después. El año pasado concluyó una catedral
de cartón en Christchurch, Nueva Zelanda y, con mismo material, la Sala de
conciertos de L’Aquila, después del seísmo que sufrió la localidad italiana. En
Fukushima se preocupó de que las víctimas del tsunami, que llevaban meses
conviviendo en una gran nave, pudieran tener tabiques de tela para recuperar
cierta intimidad.
A pesar de que, en la última década, su reputación le ha ganado grandes
encargos, como el Centro Pompidou de Metz, Ban sigue dedicando la mitad de su
tiempo a un trabajo que no cobra pero que le exige ingenio e innovación
constantes: la emergencia. Esa indagación contagia toda su obra. El Pompidou de
Metz, por ejemplo, investiga el espacio intermedio, el que, sin ser dentro ni
fuera, hace que quienes acaban de vivir un terremoto se sientan protegidos sin
temer que esa protección los aplaste cuando lleguen las réplicas. Así, Ban pone
la misma perseverancia en realizar arquitecturas de primeros auxilios que en
enseñar a hacerlas a voluntarios y estudiantes. Ese descenso hasta las
necesidades reales apunta hacia una arquitectura en los antípodas del
espectáculo, más interesada en solucionar que en impresionar, que excede el
diseño para cambiar radicalmente las prioridades de esta disciplina.
Con más de 1.300 millones de personas sin casa en el mundo es evidente que
el de la emergencia es el territorio arquitectónico con más futuro. Otro asunto
es cómo conectar la urgencia de refugiar a tanta población con el negocio de la
construcción. Y cómo hacer que los arquitectos puedan ganarse la vida apagando
el fuego de esa urgencia. Por eso, la elección de Shigeru Ban como premio Pritzker
es, además de justa, responsable. Y optimista: refuerza la idea de que la
arquitectura también puede ser un asunto alejado de las modas, dependiente de
la investigación y pegado a la necesidad.
En los últimos cinco años, el premio Pritzker de arquitectura ha recaído en
cuatro proyectistas asiáticos. Dos de ellos, el chino Wang Shu —que se hizo con
el de 2012 gracias a los edificios que levanta con restos de arquitecturas
destrozadas en su país— y el propio Ban indican un verdadero cambio de paradigma.
Anuncian que su disciplina no puede permanecer ajena ni a la devastación
medioambiental del planeta ni a las necesidades de tantas personas ni a las
consecuencias culturales de la destrucción de las ciudades. “Me tomo el premio
como una advertencia conmigo mismo: debo tener cuidado de seguir escuchando a
la gente”, ha declarado Shigeru Ban tras conocer el fallo del jurado.
Lleva toda la vida haciéndolo. Su investigación sobre la capacidad
estructural de materiales pobres está presente en las viviendas que lleva
décadas diseñando. Más allá de los campos de refugiados, la Furniture House,
que levantó en Yamanashi en 1995, convirtió las estanterías en la estructura
que soportaba la casa. También la Naked House, construida en 2000 en Saitama,
supuso una revolución: las habitaciones, sobre ruedas, podían cambiarse de
lugar.
Hace un año, Ban construyó, en el jardín del Instituto Empresa de Madrid y
ayudado por estudiantes, un pabellón con estructura de tubos de cartón. Por
entonces contó a EL PAÍS cómo se esforzó por aprender inglés para estudiar en
la Cooper Union de Nueva York. Y cómo, una vez allí, su profesor Peter Eisenman
se metía con él porque no entendía su inglés: “Yo creo que no le interesaban
los alumnos que no estuvieran dispuestos a convertirse en un espejo de su
manera de entender la arquitectura”, declaró. Shigeru Ban ha querido ser espejo
de otro tipo de edificios. Su ejemplo es arquitectónico, pero trasciende a la
propia disciplina ampliando el papel del proyectista como alguien que necesita
dialogar con los gobiernos y las instituciones para obtener cambios reales.
Es importante que un premio como el Pritzker participe del viaje que está
transformando la arquitectura a nivel mundial. Desde las escuelas en las que se
forman futuros profesionales, hasta la periferia del mundo donde se puede
mejorar la vida de tantas personas, los valores sociales están construyendo una
nueva cultura arquitectónica.
En este galardón, que comenzó premiando hace 35 años a
una figura que confiaba más en los juegos de poder que en el diseño —Philip
Johnson—, que ha reconocido el talento plástico de creadores como Luis Barragán
y Oscar Niemeyer y que ha
tenido el valor de aplaudir, contra el mercado, la obra de Wang Shu, la
elección del jurado es la que decide la naturaleza de los premios. Y los
responsables actuales —del finlandés Juhani Pallasmaa al australiano Glenn
Murcutt pasando por la alemana Kristin Feireiss— acumulan un historial de
defensa de una construcción más comprometida con las personas que con el
beneficio económico. La arquitectura lleva siglos asociada al poder que la ha
hecho posible, por eso el camino que están empezando no será cómodo, pero
promete ser fascinante y sobre todo, estará cargado de sentido.
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