venres, 28 de febreiro de 2014

El primer abrazo entre los hermanos coreanos Park tras 60 años separados


Es el primer encuentro entre habitantes del Norte y del Sur desde 2010
Más de 40 son octogenarios y 25 nonagenarios

Más de un centenar de coreanos del Sur y del Norte se reunieron este jueves, tras seis décadas de separación, con sus seres queridos entre abrazos y lágrimas en un emotivo e histórico reencuentro considerado el primer paso hacia la reconciliación entre ambas Coreas. Es la primera vez desde 2010 que familias de las dos Coreas se reúnen. Unos encuentro que llegan días despues de que la ONU publicara un informe en el que acusa a Pyongyang de crímenes contra la humanidad.
Padres que nunca llegaron a conocer a sus hijos, hermanos separados desde la infancia, tíos con sobrinos al otro lado de la frontera, casi todos ancianos, han compartido recuerdos y emociones en el simbólico monte norcoreano de Kumgang, como mostraron las imágenes del evento humanitario difundidas por medios surcoreanos.
Uno de los cientos de protagonistas del día fue el surcoreano Choi Pyeong-kwan, que era un niño durante la Guerra de Corea (1950-53), cuando su padre fue reclutado forzosamente por Pyongyang y que formó una nueva familia en el país vecino al acabar el conflicto.
Este anciano de 85 años aseguró a los medios que desde ahora "se sentirá menos solo" tras conocer a sus hermanos del Norte, de los que hasta ahora desconocía incluso su existencia, e intercambiar con ellos fotografías familiares en la primera sesión del encuentro.
Igual de emotiva fue la escena en la que Lee Sun-hyang, una surcoreana de 88 años, no pudo contener el llanto al reunirse con su hermano Lee Yun-geun, de 72, al que no veía desde su infancia.
Aunque casi todas las lágrimas de hoy han sido de alegría también las ha habido de decepción, como en el caso de Choi Nam-soon, de 83 años, que vio roto su sueño de reencontrarse con sus hermanos tras más de seis décadas de separación.
Tras una breve conversación, Choi descubrió consternado que a quienes había abrazado minutos antes y que se sentaban en su mesa no eran realmente los hijos de su padre sino personas desconocidas.
El encuentro permitió a 82 surcoreanos reencontrarse con sus parientes del  otro lado de la zona desmilitarizada. De ellos, 41 son octogenarios y 25 nonagenarios. la avanzada edad hizo que una veintena de ellos tuviera que acudir en silla de ruedas al punto de encuentro y otros dos en ambulancia. Kim Seom-kyeong tuvo que recibir a sus familiares dentro de la ambulancia por su delicado estado de salud.
El primer contacto de la jornada inaugural tuvo lugar en el gran salón de reuniones del resort norcoreano de Kumgang, al que muchas de las mujeres asistieron ataviadas con el tradicional vestido coreano Hanbok, difícil de ver en la moderna Seúl y otras ciudades del Sur aunque todavía popular en el Norte.
Ellos acudieron en general con traje, en el caso de los norcoreanos decorado en su solapa con la insignia de Kim Il-sung y Kim Jong-il, fallecidos dictadores de un Estado caracterizado por el extremo culto a la personalidad de sus líderes.
Tras el primer contacto de dos horas al que siguió una cena, también colectiva, los familiares podrán disfrutar en los próximos dos días de reuniones más íntimas con sus seres queridos en salas individuales.
A partir del domingo 23 y hasta el martes 25 será el turno de los 88 candidatos norcoreanos, que se citarán con hasta 360 familiares del Sur en la segunda ronda de los encuentros.
Este evento humanitario, el decimonoveno en la historia y el primero desde 2010, ha llegado después de que las dos Coreas confirmaran su voluntad de abrir una etapa de entendimiento tras años de tensión, al concluir con éxito la semana pasada su primera cita de alto nivel desde 2007.
Así, se espera que las reuniones de familias divididas sean un primer paso para que Norte y Sur pongan fin a las hostilidades y abran una etapa duradera de paz y entendimiento.
También es una tarea pendiente para ambos Gobiernos organizar estas reuniones de forma periódica, ya que cada año mueren cientos de ancianos sin poder reencontrarse con sus familiares al otro lado de la frontera.

xoves, 27 de febreiro de 2014

Violet Gibson: Yo disparé a Mussolini


La periodista británica Frances Stonor Saunders recrea la vida de Violet Gibson, la mujer que en 1926 disparó a bocajarro sobre Benito Mussolini
A través de textos periodísticos y de las reflexiones de Virginia Woolf, Saunders dibuja el perfil de Gibson, que acabó confinada en un manicomio al ser declarada enferma mental
Para Woolf, este diagnóstico era la constatación de que "las mujeres han servido de espejos que poseen el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre en el doble de su tamaño real"
Paula Corroto 19/02/2014 – eldiario.es

Era una mañana radiante. El 7 de abril de 1926, Benito Mussolini, Il Duce, debía ofrecer un discurso en la plaza del Campidoglio de Roma. Una multitud se agolpaba a su alrededor. Mucha camisa negra y brazo alzado. Entre la gente, apenas a cinco metros del líder fascista, Violet Gibson, 62 años, de origen norirlandés.
En cuanto le vio aparecer, Violet no dudó: levantó el brazo, sacó un revólver y le disparó a bocajarro. La bala apenas le rozó en la nariz. Rauda, la guardia que custodiaba a Mussolini se echó sobre ella y la detuvo. Il Duce, mientras tanto, salió de nuevo a la calle con un esparadrapo en su rostro forjando esa imagen de viril dulzura que tanto cultivó durante su mandato. Era el hombre fuerte y el seductor. Y nadie iba a arrebatarle esa figura. Gibson, tras varios interrogatorios, fue enviada a un asilo mental inglés donde permaneció hasta su muerte, en 1956.
De aquel atentado, cometido por una mujer que, curiosamente, procedía de la alta cuna de Irlanda, apenas se han escrito más de un par de líneas en los libros de historia. Pero su misión ha sido recuperada por la periodista británica Frances Stonor Saunders en el libro La mujer que disparó a Mussolini, editado recientemente en español por Capitán Swing.
En él, a través de artículos de prensa, se recorre toda la vida de Gibson y su paralelismo con la de Mussolini, el hombre que comenzó en el socialismo para fundar el fascismo, mientras iba a dejando cadáveres y amantes a su paso. De hecho, el día del atentado había dormido con una mujer que no era Rachele, su esposa.

Mujeres tras el sueño de Martin Luther King


Por: Ángela Paloma Martín | 18 de febrero de 2014

Hay muchos nombres detrás de un sueño, rostros que inspiran palabras cuando se los ve envueltos en el halo de la injusticia. Hay muchos nombres detrás de un sueño que se desconocen, nombres que han marcado un antes y un después en la historia de las mujeres y que no hay forma de conocer a menos que la intención bucee en el recuerdo. Muchas mujeres soñaron junto a Martin Luther King en el Movimiento por los Derechos Civiles de los Afroamericanos, a pesar de que es ardua tarea de documentalista intentar encontrar la palabra “mujer” en aquella batalla por los derechos civiles.
Detrás de las palabras que Luther King pronunció aquel agosto de 1963 estaban los sueños de muchas mujeres. Algunas se intentan rescatar porque fueron las primeras en hacerse un hueco en aquello por lo que lucharon, otras muchas permanecen en la memoria, quizás bajo el tintero que dio forma a ese discurso, I have a dream
Rosa Parks, la primera dama de los derechos civiles
Mujer negra, humilde costurera. Así podríamos definir a la mujer que dijo “no” sentada en un ómnibus, y puso de pie a todo un país. Dijo “no” el 1 de diciembre de 1955 cuando se le obligó a prestar su asiento a un hombre blanco, tal y como dictaba la ley del momento de segregación racial en los espacios públicos de Alabama. Rosa Parks fue a la cárcel, pero con su negación encendió la llama inicial de lo que poco después se convertiría en el “boicot de los ómnibus”. Según los historiadores, era normal que Parks estuviera cansada después de una larga jornada de trabajo, y normal era también quizás que estuviera cansada de ceder ante leyes injustas heredadas de la esclavitud del siglo XIX. El activista E. D. Nixon, quien pagó la fianza da Parks en la cárcel, fue el que llamó a Martin Luther King para que liderase el boicot. Y fue en este mismo instante en el que comenzó su carrera pública. Nacía un líder. A partir de 1956 se declaró que la segregación racial en el transporte público iba en contra de la Constitución Americana. Ya no hacía falta decir más veces “no”.
C. Delores Tucker, la primera mujer negra Secretaria de Estado… en Pennsylvania (1971-1977).
De Tucker se pueden decir muchas cosas, y todas ellas relacionadas con los Derechos Civiles, la defensa de las minorías y de las mujeres. Sus esfuerzos estuvieron concentrados en hacer justicia. Esta activista también participó  junto a Martin Luther King en la marcha de 1965. Una vez que llegó a ser secretaria, puso en marcha la Comisión de Condición Jurídica y Social de la Mujer. Pero no se quedó ahí. Su compromiso iba más allá. Impulsó el voto por correo y redujo la edad de participación política hasta los 18 años. Los últimos años de su vida se dedicó a denunciar aquello que atentaba contra la moral de la comunidad afroamericana según ella: las letras sexuales de la música gangsta rap. En 1996, la revista People la seleccionó como una de las personas más influyentes del mundo.
Constance de Baker Motley, la primera afroamericana juez federal
… en el distrito de Nueva York. Constance de Baker también se sumó al movimiento y fue una de las máximas defensoras de los derechos civiles. Y así se formó, bajo la tutela de abogados a favor de los derechos civiles. Sus primeros casos como abogada estuvieron relacionados bajo la sombra de su formación y de sus propias convicciones. En 1950 se convirtió en la primera mujer que redactaba un caso dirigido a la corte suprema de los Estados Unidos. Y en 1962 hizo que James Meredith fuera el primer chico negro en pisar la Universidad de Mississippi. Fue abogada, juez, senadora y presidenta del condado de Manhattan. Fue, quizás, todo lo que ella deseó ser acaso. Tenía derecho a serlo.

Trabajo basura a orillas del Mithi


Altaaf, Shaeneez y decenas de personas se ganan la vida buscando metales y plásticos entre los desperdicios acumulados junto a este río que atraviesa Bombay

En la ciudad de Bombay, Dharavi constituye el mayor barrio de chabolas de Asia. Allí, son bien conocidos los oficios de lavandero, artesano, reciclador y sastre, entre otros, pues el enclave ha sido durante muchos años el centro de producción de cientos de empresas del mundo. Pero más allá, justo donde el conocido slum termina para dejar paso al río Mithi, a la altura de Mahim, un grupo de personas ha acondicionado el lugar para establecer su puesto de trabajo. Son recicladores de lo ya reciclado en las factorías y plantas de la ciudad. Compran sus desechos en busca de alguna pieza de metal que haya podido escapar al primer filtro. Allí, rodeados de un entorno pestilente repleto de heces humanas y animales, y restos de todo tipo de inmundicia, ocupan la mayor parte de su día. Altaaf llegó a este grupo con una mentalidad distinta, con ganas de progresar. Gracias a él optimizaron su método de búsqueda, lo que supuso multiplicar por cuatro las ganancias y mejorar en parte su calidad de vida.
La rutina de Altaaf en Aurangabad, unos trescientos cincuenta kilómetros al este de Bombay, era lo que uno espera de un sastre común en India. Un despertar cada día, entrar a la factoría a escuchar el traqueteo de las máquinas para regresar a su casa a oscuras con poco más que nada en los bolsillos. Altaaf se casó joven y pronto, incluso antes de llegar los hijos al matrimonio, comenzaron los problemas económicos. Su salario de sastre no les alcanzaba para vivir en su pequeña casa y se vio obligado a buscar algo más rentable.
Su condición de musulmán le permitió casarse de nuevo con otra mujer aunque ninguna de las dos tardó en abandonarlo. Altaaf se quedó solo. Había renunciado a su trabajo, fracasado en sus relaciones y pasaba los días de aquí para allá en busca de quehaceres de los que sacar algún beneficio. Un día, andando cerca de la estación de tren de Mahim, en Bombay, vio a unas personas que parecían atareadas en la orilla del río y se acercó a curiosear. Rahul era el nombre de un tipo que rondaba los cuarenta, ataviado de vestiduras exentas de todo lujo al que se acercó a pedir información. Por entonces, Rahul era una especie de encargado de la empresa y al recibirle, directamente le invitó a trabajar con ellos en unas condiciones que mejoraban de sobra las que había tenido en su puesto anterior, por lo que aceptó y comenzó de inmediato.
Su labor era sencilla, aunque no agradable. El lugar era una montaña de la más pestilente masa informe de objetos intercalados entre desperdicios con un tono marrón oscuro que aportaba cierta homogeneidad. Altaaf compraba las bolsas de desechos, las cargaba en su carreta hasta la orilla del río, buscaba con sus manos entre toda aquella porquería y revendía el metal que encontraba a las propias factorías o almacenes de reciclaje a los que había comprado la basura. Exactamente igual que sus compañeros en Mahim. Todos traían sus sacos en los que gastaban unas 3.500 rupias de media al día (casi 42 euros), los vaciaban, buscaban y vendían su botín después por unas 3.700 (44 euros aproximadamente) luego tiraban los desperdicios al vertedero. Un día, Altaaf propuso un nuevo método: quemar los restos que pudieran contener algo de metal, y colar las cenizas en la orilla del río, de forma que si algo se les había escapado a los ojos, podía ser rescatado una vez los residuos plásticos hubieran ardido. Todos estuvieron de acuerdo en hacer caso a su propuesta y desde entonces, en la orilla del río Mithi se puede ver, cada noche y cada amanecer, una columna de humo negra que al desvanecerse deja un ambiente cargado y una montaña de ceniza que esconde tres veces más metal del que encontraban a ojo. Sus ganancias, después del cambio, ascienden a unas 700 rupias diarias (más de 8 euros).
Cada uno de los doce operarios tiene asignada una función en el río. Unos buscan por encima algún trozo de cualquier metal que se hubiera escapado a los recicladores anteriores, otros separan piezas de plástico que puedan incluir partes metálicas, como algunos juguetes, o fragmentos de aparatos electrónicos. Otros amontonan los desechos y los queman para luego transportar las cenizas hasta el borde del agua y que los cernedores, provistos de grandes coladores de plástico, filtren la mezcla con un movimiento circular. Al final del proceso, se extraen los pedazos de cristal o vidrio que tampoco se fundieron en la hoguera. “Hay bastante trabajo –afirma Altaaf– y, aunque hasta los propios recicladores de Dharavi nos miran por encima del hombro, ganamos dinero suficiente para vivir”.
Su jornada comienza normalmente a las nueve de la mañana y acaba a las siete de la tarde, pero cada uno es libre de marcharse antes o quedarse más tiempo. No hay a quien rendir cuentas, salvo algún joven que venga contratado una jornada. “Cuanto más trabajas, más ganas –declara Altaaf con un breve movimiento de hombros, como quien quita importancia a sus propias palabras por ser evidente lo que describen–. Nunca bajamos de las 500 rupias diarias ni superamos las 1.000, con eso alcanza a muchos para ayudar a sus familias, incluso para emplear a algún chaval que haga el trabajo más costoso. El problema de la mayoría de estas personas no es el dinero sino el alcohol”. Según el obrero, sus compañeros no son capaces de “pensar fuera de la burbuja“. Se limitan a hacer lo que se les ha dicho que hagan para terminar su día, comprar algo de comer y bebida para pasar la noche suficientemente ebrios. “Así un día tras otro. No aspiran a nada más”, explica.
Altaaf vive en un pequeño apartamento por el que paga 4.000 rupias mensuales (unos 47 euros), así que su salario, que oscila entre las 15.000 y 30.000 al mes (de 180 a 360 euros) le sobra para ahorrar con vistas a crecer en el futuro. “Estando aquí no nos van a respetar nunca. La sociedad no nos ve como personas”, asevera Altaaf, que ya tiene pensado montar su propio almacén de reciclaje confiando en la prosperidad de este negocio. Hoy en día reciben basura de todos los rincones de la ciudad, sumada a la que llega en camiones desde Goa, Bangalore o Madras. Cuando tenga su propia planta, espera contratar a algunos de sus colegas y ganar consideración y posición social. Sólo entonces se planteará volver a casarse. “Cuando tenga algo que ofrecer a mi esposa”, dice.
Shaeneez trabaja a unos diez metros de Altaaf y su historia representa la lamentable realidad de muchas mujeres de clase baja en India. Trabaja la jornada completa para ganar dinero y pagar estudios a sus hijos. “No quiero que acaben en este sitio. No me importa trabajar más horas si con ello les ayudo a tener un futuro mejor”, dice decidida y esperanzada. Shaeneez tiene cuarenta y tres años, tres hijos y un marido alcohólico.
Por ser la única mujer del lugar, sus compañeros la protegen y la ayudan en lo que pueden. Shaeneez llega a su puesto a las nueve de la mañana, un asiento improvisado en el suelo sobre una capa de plástico entre montañas de desperdicios. Su labor consiste en separar pequeños cristales y vidrios que han quedado enteros junto con las piezas de metal tras la quema. La mujer confiesa trabajar de manera autómata y hacer todas las horas extra que puede. “Mientras estoy aquí, me olvido de lo demás. Lo que me queda después es bastante peor”, alude con resignación a la situación de su hogar. Al salir del basurero le queda más de una hora de trayecto en trenes, la compra, la cocina y las tareas domésticas, pues toda la responsabilidad de la familia recae sobre ella, además, su paga tiene que sufragar todos los gastos, incluído el alcohol para su marido y, por supuesto, barajar la opción del divorcio no forma parte de la educación que recibió.
Después de media vida en el slum, los servicios sociales consideraron el caso de Shaeneez y su familia y les concedieron una vivienda bastante alejada del centro de la ciudad. “Las tres horas diarias que gasto en ir y volver las podría invertir en trabajar y ganar más. Casi prefería la chabola”, se lamenta la recicladora aunque está agradecida por poder ofrecer la comodidad del techo estable a sus hijos.
Johnny, de veinticuatro años y Mehmood, de veintiséis son dos de los cuatro hermanos que trabajan también en el vertedero del río Mithi. Nacieron y se criaron en ese entorno y a su edad, no se cuestionan por qué ni cómo siguen aún allí. Se limitan a trabajar como los demás, sin mayor aspiración ni arrepentimiento. Tienen suficientes ingresos para subsistir en su choza en el corazón de Bombay y la atmósfera que les rodea, a pesar del hedor y las ratas, desprende fraternidad. Según los hermanos, sus compañeros son como su familia y no necesitan más.
Ninguno de los trabajadores del área usa mascarilla para protegerse de los gases que emiten sus hogueras. Tampoco zapatos cerrados ni guantes. No hay regulación de las cantidades de plástico quemado, la emanación de gas o las condiciones sanitarias. “No es cuestión de dinero. Estamos todos sanos y no necesitamos protección realmente. Los pobres no enfermamos. Tenemos preocupaciones mayores como para permitirnos caer enfermos”, afirma Altaaf.
Como muchos de los que viven en situación de pobreza, Altaaf, Shaeneez y la mayoría de los trabajadores del río valoran que los visitantes, en lugar de parar desde lejos con sus cámaras como quienes hacen un tour por la sabana, se acerquen y hablen con ellos. Les hace sentir que tienen una historia que contar, que son más que una atracción turística.
Sin embargo, al enfrentarse a diario a unas condiciones deplorables para el resto de clases sociales, están acostumbrados a la marginación y no ponen objeciones. Tienen su manera de entender la vida. “Somos pasajeros de un vehículo y sólo Dios puede conducir”, son las palabras de Altaaf, que indican, no conformismo, pero sí aceptación, pues de alguna manera le complace estar donde su Dios le ha llevado. Casi todos soportan desde la infancia la mirada altiva de la ciudad que apenas repara en su presencia para quejarse. Sin embargo, igual que el resto de ciudadanos, ellos también despiertan cada mañana para completar su jornada de trabajo y costearse la vida que pueden llevar. Incluso algunos, como Altaaf, no se conforman, reflexionan, meditan y avivan esa ambición que es tan humana, pese a la oscuridad que asoma detrás de cada puerta. Esa que muchos desesperanzados pierden y dedican su existencia a vagar por el mundo en un largo día que alterna noche y luz de doce en doce horas.